Fragmento de "Memorias de uno que escribe
Entonces vivíamos en una casa que en realidad era un cobertizo con dos piezas que alguna vez fueron utilizadas para guardar herramientas y otros trebejos. Con mi padre nos tocó, a mí y mos hermanos, refugiarnos en ese tipo de vivienda. A un lado teníamos de vecino a don Rafael y al otro lado una bodega para el almacenaje de pipas de gas. Cientos de pipas de gas. Verdadera bomba de tiempo.
Por esa época mi padre le dio forma a una de las pocas iniciativas empresariales que le conocimos: se embarcó por su cuenta en la elaboración y venta de ataúdes, arte que había aprendido con un carpintero de Roldanillo, muy su amigo y hasta compadre: Efraín Andrade. Como la descendencia empezaba a crecer (la cuenta ya iba en cuatro) yo dormía en la parte superior de un camarote (esa no es la palabra correcta pero ya saben a qué me refiero) a nivel de un gran ventanal protegido con malla metálica, que me encantaba porque luego de que apagaban las bombillas, en noches de luna llena podía quedarme mirando hacia el patio y un poco hacia el enigma del firmamento. La placentera visión duró hasta que mi padre colgó algunos ataúdes justo frente a mi “dormidero”, formando una cortina fúnebe. El panorama nocturno quedó trunco con esa mercancía. Aun así, entre cajón y cajón me quedaba espacio para imaginar lo que quedaba oculto; pues imaginar, soñar despierto... esa fue mi vocación. A veces cambiaba el cielo inalcanzable por el cielorraso y me quedaba viendo una mancha formada por la lluvia que alcanzaba a entrar por una teja rota y entonces me daba a crear un personaje fantástico y una historia que no contaba a nadie.
Una cosa ha quedado como grato recuerdo de esos días y fue el haber podido superar la barrera, que parecía infranqueable, entre la puerta de mi casa y la puerta de la casa vecina para cruzar algunas palabras con Libia, la hija de don Rafael. Libia era una niña que tenía más o menos mis trece años de edad. Su cabello corto era muy negro, tanto que allí la noche solía extraviar sus penumbras. Miraba con cierta picardía y sonreía como sólo saben hacerlo muy pocas flores exóticas. De su boca no salían palabras sino una extraña melodía que semejaba las notas que el flautista sacaba a su instrumento en la irreal aldea de Hamelin. En otras palabras: Libia fue la niña que sobresaltó el sueño que nunca antes había tenido. La veía parada en la puerta de su casa, jugando con amiguitas o con sus hermanos. A sólo cinco metros, yo luchaba a brazo partido tratando de salvar los trescientos mil obstáculos que me separaban de ella, siendo el más grande esa timidez extrema suele oprimirme la garganta y que aún me acompaña.
Un día cualquiera José Aníbal necesitó un favor de don Rafael y entonces me envió como intermediario. ¿Adivinan quién salió a atenderme? Sí, ella: Libia, en persona. Cuando abrió la puerta quedé sin respiración y totalmente enceguecido, pues una luz más poderosa que la del relámpago la envolvía. No recuerdo qué le dije o si fui capaz de articular palabra. Pero esa osadía fue suficiente y a partir de ese día busqué los más absurdos pretextos para acercarme a su casa. No sé como descubrieron lo inocultable. ¿Acaso yo estaba actuando como el delincuente acosado por el terrible delito cometido? Lo cierto es que José Aníbal me prohibió terminantemente que me acercara a esa niña. Es más: la prohibición se extendía a que tan siquiera intentara mirarla. Como el primer amor es el primer paso a la estupidez y a la ceguera que habrá de acompañarnos toda la vida, me busqué la forma de acercarme a Libia, de tener por una milésima de instante su compañía. Con la dedicación de un presidiario me dí a la labor de desmontar con un trozo de lámina de hierro uno de los ladrillos de la tapia que separaba los patios de su casa y la mía. Al cabo de una semana lo logré. Luego hice un camuflaje con pedazos de madera. Al amparo de la oscuridad me escurría hasta allí y le daba satisfacción a mi ansiedad, pues Libia acudió al agujero, a través del cual hacíamos lo imposible para arrancarnos algunas palabras de la boca. Pero una noche José Aníbal volvió a descubrir lo inocultable y sin apartarse un milímetro de su estilo, cayó sobre mí. Golpes con la mano abierta sobre la cabeza. Improperios. Más golpes en la cabeza. Me agarró de una oreja y me sacó del escondite. Sin soltarme, me llevó hacia el interior de la casa. Adiós, Libia. Después de es incidente, aquella niña se perdió de mi vista pues cada vez que salía de mi casa el peso de la vergüenza pesba sobre la nuca, yo agachaba la cabeza y no miraba a parte alguna, menos aun hacia la casa de don Rafael.
¿Como es que alguna vez volví a enamorarme? ¿Como es que alguna vez volví a poner mis ojos en una mujer? Ni siquiera yo lo sé. Es un verdadero milagro que yo no sea ahora un misógino irremediable(que es lo mismo que un marica, no por vocación sino por obligación), pues el curso lo inicie a muy temprana edad. Tal vez ese milagro se deba a que por esos días abandoné la casa paterna.