Sinfonía de la errancia Impresión: Editorial Mercedes, Cali Primera edición Octubre de 1975 Segunda edición (formato digital) 2015 anibal-manuel@outlook.com Ediciones digitales Golpe de aldaba graficaedicion@gmail.com Diseño de carátula: El autor Maquetación: El autor Derechos reservados conforme a las normas que protegen la propiedad intelectual en Co- lombia.
a Josìas Parra, el ùnico que ha logrado meterse entre las lìneas de esta sinfonìa.
ALLEGRO ANDANTE PARA EL CAMINANTE
A
Venido quizás de un norte que las brújulas desconocen un hombre de cierto peso y cierto tambaleo en las pisadas llegó a la puerta de mi casa para entregarme estas palabras: Bien podía no serlo pero soy aquél que desde siempre leyó en la mirada y descifró las señales del verano en el canto estridente de los grillos. La palma de mi mano carece de líneas pero en ellas los signos del futuro se revelan y hacen que el tiempo pierda su medida en la punta de los dedos. Mi voz es tu voz después del eco. mi sueño es el sueño que en cada noche te reconfirma. Como no queriendo calcular el peso de mi asombro, el hombre hizo gemir un laúd de cuatro cuerdas y alargando su saludo para ofrecérmelo en prenda se inclinó en una reverencia supuestamente milenaria. el cristal de la mañana -casi azul como el de ahora– al instante saltó en mil pedazos y en mil destellos repentinos anunciando que otro día intentaba salir por el oriente. No en vano el caracol carga con su casa, pensé, no sin antes conmoverme por el paso de los caracoles y los días. Pregunté, entonces: ¿Eres, acaso, el mismo que en los remotos tiempos de la amnesia se vio obligado a partir del valle aún en sombras? El hombre de cierto tambaleo en las pisadas asintió con el meñique y recogió su sombra como indicando que se disponía a reemprender su marcha. Lab-inna dijo llamarse cuando se alejaba. Lab-inna Le-unam en el idioma de los que hablan retornando el sonido de las palabras.
B
Ciertamente Le-unam es el mensajero predilecto de los profetas caídos en desgracia y de aquellos iluminados que alcanzaron la virtud de la locura. Cuando el mundo apenas intentaba ser la naranja, él ya era evidencia de peregrino y penitente. Y aunque nadie sabe de su primer aliento, un vestigio de líquenes y páramos y aromas imposibles insinúan su origen en el extremo del planeta. No es inmortal como los dioses signados por la máquina, pero en sus ojos brilla la transparencia que jamás enturbia. De su boca desdentada nace la palabra más antigua. De su corazón salvaje todavía surge el eco que retumba donde el trueno de la voz termina.
C
Yo soy Le-unam y tú lo sabes, porque llevo puesta la camisa de los bailes frenéticos y cubierto estoy con el abrigo que es tibieza y euforia. Si corres el catalejo un poco hacia la izquierda y engañas con sutileza el ojo menos miope, verás también los abalorios de fiesta que cuelgan de mi cuello. Un campanilleo de domingo se trasluce en los cristales. Un esbozo de sonrisa aletea en los labios. Si los caracoles consiguieron ser caracoles, ¿por qué no he de estriar ahora mi corazón alborotado? yo soy Le-unam y tú lo sabes, pues no siempre –como hoy- se oyeron los clarines para celebrar los pequeños triunfos, ni siempre hubo un júbilo de música ondulando en el viento. Escucha con atención: Desde el instante mismo del primer segundo tuve que andar y desandar los caminos, tantear los obstáculos, vadear los atajos, eludir las alambradas, intentar por los barrancos, adivinar los recodos para seguir caminando. Tuve que buscar refugio en los aleros de cualquier noche y acomodar mi fatiga donde la jornada se rindiera. Con el tiempo conocí los dominios del anhelo enlutado. Y presencié el cortejo que precedía a la esperanza abatida. Entonces quise ser como el rojo de los arreboles, pero siete años como toda una vida me obligaron a cumplir con la tristeza. Por eso aprendí el oficio de los que nunca duermen, de los que están condenados a viajar hacia la duda para siempre encontrar en cada vuelta la verdad más dolorosa. En una tarde sin presagios concerté mi primera cita con el vocablo ternura. Fue así como supe de los diálogos con fondo de campanas, de los amores en sesgo, de las rondas vespertinas que se hacen para nada. Ya en julio último descubrí que alcanzar el rastro indescifrable no es igual que acariciar la soledad en las orillas de un recuerdo lejano. Ahora que soy testigo de la rosa indiscreta puedo afirmar que es mucho lo que ha rodado el cántaro a la fuente desde cuando recosté mi ausencia en la esquina sur de lo que nunca se repite. Y es mucho el agua que ha pasado bajo los puentes desde que mi andar se detuvo justo al borde mismo del abismo.
D
Sin embargo, alguien sigue golpeando en la roca en busca del milagro que no es preciso demostrar ahora. Alguien quiere despojarse del bullicio y sigue empeñado en conducir hacia ninguna parte un rebaño inevitablemente solitario. ¿Eres tú, Le-unam? Ya que posees el don de la nostalgia, déjame que arroje un poco de púrpura sobre tu hombro. A cambio sólo pido que abras tu alforja y saques para mí el amuleto que da protección contra el olvido. Bien sabes que mi gozo -mi único gozo- es habitar este paisaje y contenerme en el río y su murmullo y en ese caos de verdes y semillas que se prolongan más allá del horizonte. ¿Oyes crepitar el tallo de la cebolla cuando crece? El relincho de la yegua recién preñada es un sueño de mi infancia galopando a llano abierto. ¿Sientes el temblor de la rama al contacto con la lluvia? El silbo de los mirlos a punto de emboscarse es la señal de alerta que me va indicando prudencia. Mírame como soy aquí: pleno de la serenidad que otorgan los crepúsculos, abierto a la calma que impone la brisa detenida en una fruta, tercamente aferrado a la tierra, exageradamente esquivo al alboroto de las máquinas y al chirrido de las ruedas engranadas pero nunca indiferente al perfil de los tiempos que se comportan según las leyes del cuarzo. ¿Adviertes esa rebelión de insectos en la punta de la espiga? Pero alguien sigue golpeando con su vara aunque ya no sea posible arrancarle milagros a la roca que hace poco mitigó la sed de todo un pueblo. Y sigue aguardando a que retorne la señal que emprendió el vuelo hacia deseos demasiado altos sin preocuparse por grabar la ruta del regreso.
E
Yo soy Le-unam y tú lo sabes. Y digo: no basta con estar sumergido en los verdes más que verdes del paisaje, ni con llegar al centro melodioso del trino que certifica la presencia de los pájaros. Si este sosiego de ahora invoca a la espera, puede acontecer que un día recibamos en herencia el viejo pergamino donde se consigna en treinta y siete idiomas el secreto jamás develado. Puede suceder, incluso, que ese mismo día nos otorguen el derecho de interpretar el paso fugaz de los cometas o el residuo de la tisana en el fondo de los vasos. Para entonces, -como hoy en el deseo- estaremos navegando tan alto que los satélites orbitarán abajo y el techo del universo se abrirá para la danza que estaremos obligados a ejecutar al rumor de las plumas celestiales. Tal vez, a pesar de todo, no nos sea dada la eternidad que en justicia merecemos; mas esa será nuestra fortuna, pues el impulso de los astros habrá parado para siempre antes que alcancemos a ser resplandor o destello o ráfaga de luz enclavada en la punta del relámpago. Y si nada de eso ocurre, que sucumba en este mismo instante el intento por arribar a las orillas del mar en un país ausente de convenciones cartográficas. Que cese definitivamente la guía de los faros a la diestra y caiga de inmediato la linterna amaestrada. Que ruede cuesta abajo el pendón de tricolores desteñidos. Que se derrumbe estruendosamente la montaña donde anida la esperanza del último escéptico. Que termine de una vez por todas la agonía del sortilegio. Yo soy Le-unam y tú lo sabes.
ADAGIO DE LOS VOCABLOS DISPERSOS
F
Que descienda hasta el fondo del caos la palabra y logren confundirse los significados y todas las significaciones. ¿Qué es, después de todo, la palabra? Sólo una bailarina artrítica ejecutando su danza en la pista de los escorpiones. Como tercos hemos competido con el pájaro que hace volar su melodía sin importarle en absoluto los artificios retóricos. Pero en todo momento hemos perdido frente al pájaro. Si el lucero de todas las noches no guarda intenciones de mudar su parpadeo, ¿para qué retenerlo en la metódica disposición de la metáfora? No lo retengamos más en la metódica disposición de la metáfora. ¿Por qué no hablar como el agua? Qué bueno es hablar atropelladamente como el agua. Decir, por ejemplo: Soy de noche en medio de la sospecha porque largo rato estuvimos sin respiro cuando las nubes se mostraron esquivas al coqueteo del cetrero inesperado. Unos pasos me siguen los pasos. Una puerta me niega la entrada. ¿Qué importa si el girasol de los eclipses se niega a responder por el rugido y decide, en cambio, inclinarse a la idea del ocaso? Blanco es el privilegio de los ríos inexplorados. Si aún estas ahí, búscale sitio a tu sonrisa y bebe conmigo. Bebamos en abundancia hasta agotar el párpado, agotemos el mercurio escanciado en la sombra y entonemos canciones escritas en clave de bronce, pues por fin el ojo encontró lugar para la hortensia. ¿Por qué no calzar el escarpe como antaño? Perdidos irremediablemente estaremos si dejamos de tener fe en el poder de las hormigas. Ah, bella mujer... Bella como los crímenes perfectos. Ah, bella mujer… Si pudieras sentir cómo tu mirada de aguja atraviesa sin dificultad mi corazón desvencijado, detendrías al instante el ímpetu de los molinos y de todos los molineros. Concédeme el gesto. ¿Por qué no calzar el escarpe como antaño? Si fuéramos tras el rastro de la pólvora no habría disculpa para romper el encanto de las tardes. Si aguardáramos, tendríamos que tejer una historia inverosímil para justificar el color del cansancio que nos agobia. Pero si el celaje en la punta de las uñas nos señalara un abanico de incertidumbres, no bastaría con el adiós bajo la espera ni con creer en los oscuros invidentes que nos invitan a dar una vuelta por los desfiladeros. Desconfía ciegamente de los ciegos. No le prestes tu sonrisa a los poetas. Guárdate para el orgullo esa carrera de hipocampo. ¿Por qué no calzar el escarpe como antaño? Preferiblemente es creer que la tarántula enmudeció de pronto al comprender los argumentos del sacrilegio. Olvídate de mí, olvido. Apaga la sed en el cuenco de mis manos, deseo. Qué bueno sería intimidar al árbol que trisca cuando pasan los coleópteros absortos, ya que sólo así podríamos eludir la embestida de los años bisiestos rechazando, de paso, la seducción de una idea no muy brillante. Aplaudamos. Aplaudamos hasta perder las uñas o la vergüenza y hagamos como si rasgáramos nuestras vestiduras, pues nubecillas de colores están pintarrajeando el colmillo que nos fue encomendado desde antes del tornado. ¿Por qué no calzar el escarpe como antaño? Ojalá granizara en la tabla de los náufragos. Qué bueno sería si hoy lloviera como ayer en el ala del sombrero. ¿Por qué no calzar el escarpe?
G
Basta ya. Ciérrese definitivamente la urna que guarda la idea domesticada. Trastórnese sin remedio el significado De la palabra palabra en la página 960 de mi diccionario. Cierto es que soy eco apenas, eco apenas de otro eco, pequeño ruido reclamando la propiedad del balbuceo a sabiendas de que ninguna novedad se registra bajo el sol de este viernes propicio a los delitos. ¿Quién me señala con su índice? Cierto es que voy cargando con mis contradicciones, que reniego y acepto, que rechazo pero no logro sacudirme los vocablos. Cierto es. Pero incomparable es la sensación de vértigo al decir cuchillo sin tener que enfundar su filo en el pecho de la iguana ni cruzarlo con placer en la cara de los nigromantes. ¿Pronunciar la M de la muerte es conjurar al homicida? ¿Mencionar la soga en casa del ahorcado es hacer que la idea penda de un hilo? Aún así, basta ya. Que descienda hasta el fondo del caos la palabra.
H
Que si digo: Es perfecto el atardecer para que soles color de naranja rueden por los techos, la verdad sea que esté evocando el recuerdo de aquella anciana que cuidaba murciélagos y arrullaba una muñeca sin cabeza mientras le azotaba el trasero a su majestad la cordura. Que si escribo: c a e inevitablemente el crepúsculo, no sea el crepúsculo lo que en realidad me preocupe, sino el destino final del último tragafuegos que estuvo de paso por mi pueblo. Que si pienso: nada pienso y sin embargo existo, tengas que abrir mi pecho y meter tu mano hasta la empuñadura para comprobar que no se vive en vano. El juego consiste en sospechar del taumaturgo, dudar de los ilusionistas, recelar abiertamente de los alquimistas, desconfiar del carpintero de las ideas, renegar del prestidigitador de las palabras, alejarse del que hace tintinear las líricas monedas.
I
No obstante, sin la luna eternamente aullada por los poetas, ¿qué habría sido de los inlunados? Sin los inlunados, ¿qué gemirián los sensibleros? Sin los sensibleros, ¿qué cuerdas rasgarían los tañedores? Sin los tañedores, ¿qué habrían cantado los aedas? Sin los aedas, ¿en qué bola de cristal se apoyarían los augures? Sin los augures, ¿qué inventarían los consuetas? Sin los consuetas, ¿de qué se agarrarían los rapsodas? Sin los rapsodas, ¿de quién se mofarían los chacoteros? Sin los chacoteros, ¿de qué vivirían los saltimbanquis? Sin los saltimbanquis, ¿dónde ejercerían los quirománticos? Sin los quirománticos, ¿qué camino cogerían los cismontanos? Sin los cismontanos, ¿en dónde acamparían los señoleros? Sin los señoleros, ¿a qué le tirarían los trabucantes? Sin los trabucantes, ¿de qué zarzo bajarían los rabeleros? Sin los rabeleros, ¿con quiénes bailarían los reciarios? Sin los reciarios, ¿qué tan alto gritarían los acaberos? Sin los acaberos, ¿qué pitos tocarían los misacantos? Sin los misacantos, ¿qué golpes de pecho se darían los tundidores? Sin los tundidores, ¿con qué gozarían los rollones? Sin los rollones, ¿a quién corregirían los ristradores? Sin los ristradores, ¿a qué palo treparían los morichantes? Sin los morichantes, ¿qué imaginarían los mizcaleros? Sin los mizcaleros, ¿quiénes cargarían con los templistas? Sin los templistas, ¿a quiénes timarían los marradores? Sin los marradores, sin los tramojanos, sin los manobreros, sin los estopistas, sin los guataleros, sin los peteristas, sin los huillones, sin los tatoleros, sin los vedijosos, sin los pinaceros, sin los tonantes, sin los cabriolistas, sin los caveteros... sin mí, que soy taurómaco a la inversa, ¿qué sería de ti, Le-unam? Basta ya.
SCHERZO LIGERAMENTE MELÍFLUO
J
Ah, bella mujer... De nuevo, bella como los crímenes perfectos. O hermosa como la mudez penúltima que hemos ido labrando a golpe de sentirnos cada día. Cuando aún no estabas ni te presentía, yo no era más que el ausente de ansiedades y distancias. Algo me faltaba en el costado: una herida, quizás, para la duda, tal vez un poco de corazón acorralado. Quise llamarte repentina, pero ya te adivinaba la tarde que poco a poco te trajo hasta dejarte justo en el último día de febrero. Entonces nada pudo eludirte. Nada. Ni los aerolitos de escritura pasajera, ni el ruiseñor que anidaba en su propia melodía, ni la sirena prematura que advertía el tránsito fugaz de la mirada en soslayo. Si no hubieras nacido, yo te habría inventado. Si no tuvieras esa forma de reír a veces, yo te hubiera diseñado una silueta de cascada en los labios. Si te hubieras desviado un tanto así...
K
No sé qué habría pasado si te hubieras desviado un tanto así. Lo cierto es que con tu nombre que recuerda a la flauta del encanto, hallé la ruta que obliga a retornar sobre los pasos. Con tu nombre que turba como los enigmas y guarda la sonoridad de las hierbas aromáticas. Porque en la transparencia que te llega hasta bien adentro, se hizo inútil el ojo avizor, perdió su esencia el interrogante que te suponía, cayeron de su paso todos los sobresaltos. ¿En qué discreto velo te amparabas que ni siquiera las ráfagas del nordeste te rozaron? Un poco más de crepúsculo en el arco de tus cejas y las primeras briznas de la noche habrían sucumbido. ¿En qué desván del tiempo te ocultabas que ni siquiera el asedio de las termitas logró su cometido?
L
Lejos de tu acento el torbellino de los siglos fue apenas un diminuto remezón de alas. El ímpetu del diluvio quedó suspendido cuando tu cabellera cascadeó sin más impulso que el prestado por el gesto que aún conservas. ¿Sería que tu única posibilidad fue la de ser más alta que la cifra inalcanzable? No respondas.
M
Dime, entonces, si esta música, dime si este retrato en mi bolsillo izquierdo y esta postal de acrósticos fatales aún tienen la forma que quisimos darle al recuerdo. El tiempo se desprende de los calendarios. Y las fechas del relato que iniciamos siguen con su memoria a cuestas. Pero nada es posible comparar con esa persistencia de océano ni con esa idéntica necesidad de apurar el mismo trago. Ah, bella mujer... Dime si la piedra engastada en tu cuello, dime si el vidrio cortado a tu medida o ese brillo de acero que te sigue a toda parte tienen aún el ritmo que solíamos confundir con cascabeles. Dime pronto si de veras continúan campaneando nuestras tardes.
N
No tengo guitarras pero de igual manera te nombro en mi trino dislocado. Te llamo amplia porque obligas a que se confundan las medidas y haces que los aeroplanos se distraigan de su ruta. Si te digo cierta es porque incitas a que el ojo del pez se obnubile y permites que los imperios de la joroba se derrumben cuando te proyectas en dirección del verano. No tengo guitarras. Ni me importan. ¿No estamos, pues, atados a la misma sinfonía de vida y fuego? Ah, bella mujer... En el transcurso de la jornada que nos incumbe y en la escala horizontal de la espera sin medida hemos proclamado la persistencia del lucero. Sin más arreos que los del naufragio, hemos eludido los embates de la congoja que extravió su órbita. ¿En qué artificio de colmenas te resguardabas que ni siquiera la niebla tardía pudo eclipsarte? Me recuerdo cuidando un miedo ciego a los abismos mientras tú, la de los pies presuntos en la tierra, pasabas por mi calle ondeando como las cometas de papel que le exigen viento a un niño cuya ilusión más alta es volar hacia el primer sueño.
Ñ
Lo que quiero decirte es que yo también supe de la botánica para los ausentes. Como tú, aprendí a descifrar el signo del alivio para los nostálgicos y a practicar de espaldas al zodíaco el ritual del desolado. ¿En qué parapeto de ansiedades recostabas la espera que ni siquiera el interlunio pudo hacerte desistir? Por eso regresamos a la periferia que nos contenía. Entonces adormecimos en el pecho una flor de octubre que aroma y crece incluso en el filo ebrio de los acantilados. Entonces alucinamos de nuevo y nos detuvimos en la leyenda de estandartes seculares y la tornamos en la hazaña de andantes que hizo crujir las espadas para romper los sortilegios. Ah, bella mujer... ¿Sería que tu única posibilidad fue la de ser más alta que la cifra inalcanzable? No respondas. No respondas. No respondas.
RONDÒ DE LAS COSAS QUE A MI PUEBLO ATAÑEN
O
Aquí es el norte que las brújulas desconocen. Y este es mi pueblo: mínimo como el grado letal que le falta a la toronja, inmenso como lo puede imaginar la desmesura de los soñadores. Su origen se remonta a los años del olvido que no alcanzó a grabar sus raíces en el agua ni a prolongar el riesgo de la flecha terminada en fuego. Pero he aquí que mi pueblo es cierto, tanto como el samán que se reitera en los cuatro horizontes. Tiene un leve aire de nostalgia que anida en las pestañas y esa transparencia que a nadie se le niega y ese aroma antiguo del adobe y esa indolencia como de cigarra cuando llega el mediodía. Tiene una calle por la que siempre se regresa: larga hasta donde la aventura se atreve, ancha hasta donde la punta de los dedos no alcanza. Al doblar en las esquinas están esperando los saludos. Un poco más allá de los minúsculos bullicios está el parque de la fuente que enmudeció sin motivos. Y casi al final de la cuadra, el rincón donde aún es posible disponer de un instante. Al norte de este norte queda el agridulce de la uva y su semilla.
P
Los relojes aquí no se apresuran; suelen detenerse a charlar un crochet en los portones o al pie de las begonias. O recuestan taburetes en los corredores mientras el sepia de linajes empañados mira desde sus retratos tratando de sobrevivir a otro recuerdo. Los relojes aquí están obligados al ejercicio del tedio. Si es domingo por los lindes del mercado, un domador de serpientes alborota cascabeles que aseguran el alivio a los rutinarios. A veces, alguien abre de par en par ventanas que no alcanzan a detener la imagen del caballo desbocado. Es cuando, a empellones, se abren camino las exageraciones y el simple goterón en la mejilla presume la llegada del más largo invierno y el solo paso de una golondrina advierte huracanes desatados en el centro de la pupila y el toque repentino del acierto adquiere proporciones de hazaña irrepetible. Si un gesticulador de salmos resuelve su tinglado en medio del tumulto o un rentador de espejos dispone del espectáculo en la vecindad de los bares, el tumulto se atropella en las esquinas y la vecindad de los bares se desborda y toda la procesión del pueblo establece el código particular del deslumbramiento. Este es el norte que las brújulas desconocen. Al sur es fácil vislumbrar el algodón en rama.
Q
Pero no es la rosa de los vientos con sus treinta y dos alternativas, ni es el guiño de los astrolabios lo que va empujando a la mínima osadía. Es la estrechez, el ritmo lento, la rutina. Es el martilleo del día que niega la dicha de ver el reverso de la montaña. Este es mi pueblo. La realidad golpea contra el muro donde también azota el plomo de todas las mañanas. Este es mi pueblo. Al oriente linda con el silbido del machete y los inexplicables recodos del agravio.
R
¿Y al occidente? No existe el occidente. Hay, en cambio, una mentira apuntalada por la caída estrepitosa de los espejos en el océano. Por eso, para señalar la frontera izquierda, los atónitos que aguardan el ocaso suelen decir: Allá, por las orillas del reflejo, justo donde se bañan los soles del venado antes de escalar la siguiente montaña, queda el punto de partida para llegar a toda parte. Detrás del pan queda la miseria. Entre la verdad contada a medias y la madrugada agotada en alcoholes está la soberana absoluta de las casas de citas. Este es mi pueblo. En el vecindario las tejas tiemblan bajo el resplandor del mediodía que atropella queriendo entrar por las puertas apenas entornadas. Y no deja de pesar el cenit en los aleros, como la sombra de las tapias sobre el hervor del pavimento. Si, este es mi pueblo. En la ceiba de la entrada he atado mi caballo a la espera de que algo ocurra en los próximos siglos.