1
Hasta hoy he vivido tantos años. que a veces creo que son 100 o más. En ocasiones de remembranza las cosas más lejanas en el tiempo se me presentan como si apenas hubieran ocurrido ayer. Los recuerdos van desfilando por mi mente como en calidoscopio… como en un filme interminablemente reiterado desde la imagen que se quedó grabada en mi segundo cumpleaños, hasta este momento en que -frente a mi portátil- emprendo la labor de recogerlos sin prestar atención a un orden cronológico o a cualquier otro orden hasta ahora establecido en el universo.
2
¿Qué decir? No hablo con mucha frecuencia de mi niñez. No me gusta. Se supone que esa etapa corresponde a un estado espiritual que las personas han dado en llamar felicidad. Sin embargo, mis primeros años están marcados por una serie de acontecimientos que, de ninguna manera, me son gratos. Sucedió que me vi obligado a vivir en un limbo de afectos esquivos y a veces extraños, pues mi padre no estaba preparado para ser padre y mi madre era muy joven para ser madre sacrificada. Por eso estuve dando tumbos de aquí a allá y de allá a acá, pernoctando por períodos en casa de la abuela Isabel. A los trece años de edad consideré que, de alguna manera, era hora de vivir mi propia vida, por lo que convencí a mi madre para que me pagara una pieza de inquilinato. Luego fui a buscar fortuna a otros lugares, pero donde quiera que fuera la fortuna me era esquiva. Si me permiten decirlo, creo que me sigue siendo esquiva.
3
¿Me creerían si les digo que tuve una fuerte inclinación mística? Pues sí, en una muy corta etapa de mi vida –entre el final la adolescencia y el comienzo de la adultez- me sentí llamado a la meditación religiosa. De pronto, como si hubiera sido tocado por un rayo divino, me transformé en algo así como un monje en actitud contemplativa. Cada minuto de mi cotidianidad estaba dedicado a la reflexión bíblica, a improvisar oraciones que –vistas desde la perspectiva actual- eran totalmente inocuas porque nada decían y, por ello mismo, para nada servían. Un temor reverencial se apoderó de todas mis intenciones, al punto de que nada era posible hacer sin antes haberlo pasado por el tamiz del pensamiento religioso. Pero no creía en un dios en particular. Mis ideas teológicas giraban como un huracán… eran como un huracán que arrancaba siendo apenas un pequeño giro térmico y terminaban en una fuerza arrebatadora que podía absorber todo cuanto encontrara a su paso. Creo que mi religiosidad era más fuerte y más sincera que la de los jerarcas de todas las iglesias que desde el principio de los siglos hubieren existido en el mundo.
4
Si no hubiera sido por Oribel mi universo interior hubiera sido más árido que esos paisajes de los filmes futuristas. Él fue lo que se llama un verdadero amigo. Pero no crean que lo conocí desde siempre. Fue hacia 1965 cuando llegó a mi calle con su madre, una hermana descarriada y un hermano de meses. Venían de La Celia, un pueblo de Risaralda a dos horas y media del mío.
5
Oribel terminó llamándose Rada, porque jugaba al fútbol con el estilo de ese legendario integrante de la selección Colombia de 1958. Era un tipo bien simpático y con una innegable disposición al chiste oportuno, aunque la popularidad de que gozaba no iba aparejada con su aspecto personal. Déjenme describirlo físicamente: bajo de estatura (1.65 mts más o menos), contextura delgada, piel trigueña, ojos oscuros, pelo ensortijado, piernas arqueadas. Solía lucir un bigote a lo actor de cine italiano y un corte de pelo que en aquel entonces era llamado “argentino”, muy común en los sujetos de barriada. Su dentadura era un desastre, como la mía, pero eso no le impedía reirse a grandes carcajadas por las cosas más insignificantes. La verdad es que su aspecto no infundía mucha confianza a las señoras de la cuadra.
6
Rada murió. Primero murió como mueren muchas personas: por la fuerza de la lejanía. Un día decidí irme en busca de otras oportunidades (de eso hablaré en otro momento) y en esa búsqueda estuve durante diez años. Cuando volví, nuestra amistad había quedado reducida a un saludo apenas tibio y a la evocación de unas cuantas anécdotas que sólo alcanzaban para una sonrisa de cortesía. Nuestras vidas habían dado vueltas muy disímiles y esos caminos paralelos que iniciaron nuestros pasos, fueron divengiendo sin que lo supiéramos. De vez en cuando nos veíamos y tomábamos un café mientras nos esforzábamos en encontrar un tema que pudiéramos masticar entre ambos. Nunca lo pudimos encontrar.
7
Un día (no recuerdo la fecha) Rada amaneció muerto. Esta vez muerto de verdad. Pero su partida final careció de toda la aventura que fue su vida, lo que no constituyó obstáculo alguno para que me sintiera sinceramente apenado. El caso es que una noche de septiembre Rada se tiró en su cama para ver en la televisión la final de un campeonato de fútbol. Su equipo perdió. Entonces el corazón literalmente le explotó dentro de su pecho. Sólo hasta el día siguiente su madre vino a enterarse de lo sucedido. Muy tristes todos asistimos al funeral; pero luego, siguiendo su última voluntad, nos embriagamos con aguardiente y pusimos música de baile en un viejo equipo de sonido. Eso fue todo.
8
Se suele decir: ¿Quién me pidió permiso para darme vida?
La pregunta tiene tanto de tontería como de reclamo insubstancial no exento de cobardía y filosofía de baratillo. Bueno ¿Y qué? Lo cierto es aquí estamos. Y aquí estoy tratando de explicarme muchas cosas mientras hurgo en la memoria.
9
De vez en cuando me da por pensar en aquella mujer que conocí una mañana de enero del 70 en una cafetería que daba vista al mar en Buenaventura. Yo estaba tomando el desayuno mientras hojeaba un periódico que alguien había dejado tirado sobre la mesa. Ella fue asomando por encima de la página de noticias judiciales, lentamente, plantándose frente a mí sin decir una sola palabra. La invité a sentarse. Diez minutos después estaba con ella en un cuarto de hotel barato, de esos que cobran tarifa por horas. Nos desnudamos como si esa hubiera sido nuestra rutina de toda la vida y nos tiramos a la cama con desgano. Fumamos un cigarrillo. Tuvimos sexo sin ningún apasionamiento, mecánicamente. Con el mismo desgano recogimos nuestras ropas y buscamos la salida. En la puerta del hotel nos detuvimos un instante que no alcanzó a ser suficiente para retener la imagen de su rostro. Luego dirigimos los pasos en dirección opuesta, sin voltear a mirar hacia atrás, perdiéndonos entre la prisa de los transeúntes y el graznido de las gaviotas.
10
Dios no existe. Por eso es todopoderoso e infinitamente bueno como para aceptar nuestra incredulidad.
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Eran las 2:30 a.m. de hace treinta años y oía llover de esa manera que sólo a mí me gusta. Hubiera querido decir que la lluvia golpeaba románticamente en los cristales de mi ventana, pero entonces vivía en un pequeño cuarto de alquiler que sólo tenía una puerta a punto de caer y por la cual apenas sí era posible que llegaran los reflejos del patio. Eso no importaba; después de todo la lluvia golpeaba en lo más profundo de mí, lo que era suficiente para que una sensación de abandono me acariciara. “Tal vez mañana el día sea gris y sin encantos”, me dije, pensando que sólo por eso sería un buen día.
12.
Aquella mañana el profesor de literatura sacó a relucir el rostro más entusiasmado para hablarnos de “María”. Casi al borde las lágrimas recreaba con sus palabras el idilio de esa pareja que terminó ahogándose en el almibar de un amor reprimido. —¿Jorge Isaacs? Que en paz descanse y jamás salga de su tumba para que así las nuevas generaciones lo olviden—le interrumpí. El profesor me miró con evidente disgusto mientras los compañeros del salón de clase soltaban la más estruendosa carcajada. Yo me quedé como alguien que estaba caminando en la cuerda floja y sólo a mitad del camino supo que no era equilibrista. Sin embargo, algo dentro de mí daba por cierto que tanto mi profesor como mis compañeros eran, lamentablemente, unos perfectos imbéciles; aquél por creer que yo irrespetaba a Isaacs y éstos por quedar convencidos de que les estaba brindando una diversión gratuita.
13
El otro día me encontré casualmente con Jaime, con quien algunas veces me enfrento en la mesa de billar.
—¿Te gustaría jugar conmigo?— Me preguntó.
—De ninguna manera— le respondí. —Pero me gustaría que nos diviertiéramos un poco.
14
Mi abuela era una mujer encantadoramente ignorante y fastidiosamente autoritaria. Era, por cierto, la última palabra en mi casa. Su verdad era la única y su razón no tenía sinrazón. Había tardes en que el sol no podía ocultarse si ella no lo permitía.
15
En la clase de literatura el profesor se me acercó y en voz baja me dijo:
—Te he estado observando y pienso que si te esforzaras un poco más podrías ser el primero en esta clase.
—¡Qué casualidad, profesor!—le respondí. —Yo estaba pensando igual de usted.
16
Cuando tenía trece años de vida y de miseria y comenzaba a escribir con alguna pretensión pero sin ninguna habilidad, inventé un personaje tras del cual pudiera esconderme irresponsablemente. Lo llamé el señor K creyendo que era lo más original que se me había ocurrido, hasta que en mis manos cayó un texto de Kafka. ¡Carajo! Fue lo único que pude exclamar. Derrotado por mi ignorancia me di a la tarea de encontrarle una identidad, un nombre que a nadie estuviera asignado y que sirviera a mis propósitos. Después de mucho voltear y sin ninguna ritualidad ni humildad lo bauticé EL MAESTRO MANSOLO, en una tonta combinación de la palabra hombre en inglés y la condición de solitario. Lo describiré ahora tal como lo imaginé entonces: Menudo de cuerpo, camina encorvado como si lo más importante fuera no perder de vista sus pasos. Es miope sin remedio, pero tiene la virtud de ver más alla del horizonte y muy adentro del pensamiento de quienes osan a él acercarse. No tiene amigos. Nadie quiere ser su amigo porque cada palabra suya tiene el poder corrosivo del ácido, estremece como un pequeño terremoto y golpea como la peor noticia. Sobra decir que es un cínico y parece sentirse orgulloso de serlo. Casi nadie se atreve a hablarle, pero eso no le importa al maestro Mansolo, pues –contrario a los demás mortales- él cultiva con pasión desmedida el arte de hablar consigo. Si se pudiera darle un calificativo, no dudaría en llamarlo simple filósofo de cafetín e ilustre desconocido que es y será siempre la gloria de los tres próximos milenios o la perdición de su creador. (Hace treinta y ocho años aseguré respecto del maestro Mansolo: En treinta años, si alguna enfermedad vergonzosa no ha acabado con mi vida, reiré de esto como ahora. Pues bien, estoy riendo ahora).
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17 Por fin un cáncer dio buena cuenta de la tía Rosalbina. Durante meses la vimos caminar como casi un cadáver movido por las circunstancias, como alguien que llevaba la muerte a cuestas como se lleva un vestido de mal gusto. Luego la vimos agonizar día a día hasta que al final no pudo soportar el dolor, lo que terminó por remover mi escasa compasión. Eso me puso de pésimo humor. Incluso alcancé a insinuar a mi madre que lo mejor hubiera sido ahogarla con la almohada, igual que hacen en los filmes baratos, pero desistí de la idea por lo nada original. Finalmente la tía Rosalbina murió sin necesidad de truculencias ajenas, sólo con la supuesta intervención de la Divina Providencia. Al saber la noticia, mi madre se esforzó por estar muy triste ―tanto como el día en que nací― pero apenas logró ensombrecer un poco su semblante y a duras penas pudo hacer rodar una lágrima, pues al final se convenció de que un exceso de dolor en el alma podría ser más útil en otras circunstancias. Un día después de haber marchado del estercolero que le tocó en suerte, todos coincidimos en callar su recuerdo. Nadie se atreve a mencionarla. Hoy la tía Rosalbina, la oveja más negra de la familia, es apenas una inscripción en el Cementerio Central.
18
Meditaba el maestro Mansolo a la sombra de un chiminango, cuando un supuesto discípulo se le acercó con el entusiasmo en el rostro.
—Maestro, he empezado a leer tal como me lo recomendó: sin afanes, con profundidad y sentido crítico.
—Excelente noticia, querido amigo. ¿En qué página de tu vida vas?
19
Fue mi primer amor. O al menor la primera mujer por la que fui capaz de atravesar las corrientes del insomnio. Ella llegó a mis catorce años como una melodía que hacía perder los sentidos. Era bella como sólo lo puede serlo una daga clavada en el corazón del enemigo. Y era fría. En una noche de bombillas tristes me citó en esa esquina del mundo donde solíamos encontrarnos para intentar amarnos sin artificios. Y, claro, yo acudí presuroso. Hablamos de nimiedades y nos reimos como las fuentes inexploradas. Poco a poco nos volvimos piel, sentidos que se desbordaron por los poros. De pronto alcancé a vislumbrar en su mirada algo que me permitió entrar al fondo mismo de su alma. Entonces me sumergí en sus ojos que aleteaban y hacían que las frutas entraran en sazón, pero no hallé fondo alguno. Ella sonreía sin paisajes, como si entendiera que se había tornado totalmente trasparente. —Puedo entender tus palabras represadas, le dije. Ella sólo atinó a descargar una disculpa sin argumentos: —Es que no he podido entender tus cosas. Sin dejar de sonreir, agregó: —Debo irme. Intentó ocultar inquietudes. Hubiera podido callar, pero de toda forma yo habría leído en su silencio. —Algún día lo entenderás, balbuceó en un recitado mal aprendido pero del todo sincero. —¿Nada más?, alcancé a preguntar con una voz que intentaba ser indiferente. —Nada más, me respondió con tono de mala actriz de radioteatro, moviendo la mano como si agitara pañuelos de despedida mientras se alejaba recogiendo sus pisadas. Pude sentir que la penumbra me ocultaba. Todos los caminos se abrieron a mis pies, pero ninguno conducía a parte alguna. Me senté en un andén a jugar con piedritas y a pensar que ella siempre me había hablado más con el silencio y los gestos que con las palabras, pero que nunca -como esa noche- habíamos sido tan auténticamente nosotros, tan sinceramente nosotros.
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Debo aceptar con cierta fruición que fui un niño bien difícil y un adolescente problemático, una verdadera carga para mi madre. Recuerdo, por ejemplo, el día en que llegué del colegio portando una nota recriminatoria del director. “Lo que necesitás es un sicólogo, como me dijo la vecina, porque estás loco, tenés una mente torcida, te estás convirtiendo en un sicópata”. ¿De qué hablaba mi madre? ¿Quién le habría enseñado esas bellas y sublimes palabras? Luego supe que mi madre había concertado cita con el director de la escuela y éste le recomendó que me llevara al especialista en comportamiento infantil, porque yo era un poco raro. Tal vez lo decía porque me sorprendió a la entrada de la sala de reunión de profesores parado en la cabeza y recostando el equilibrio contra la pared. Seguro fue por eso. Pero no creo que le haya dicho que mi explicación, cuando me la pidieron, fue bien inteligente: Yo estaba en esa posición porque quería mostrar a los profesores cómo era que yo les veía y cómo veía la educación. Desde luego, fui totalmente consciente de mi ridículo. ¿Acaso no puede dársele una alta categoría al ridículo?
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--Quiero un consejo suyo, maestro Mansolo—dijo el discípulo.
--No, mi querido amigo, no doy consejos—respondió el maestro.
--¿Entonces qué son sus palabras?
--Son bofetadas que descargo en tu mejilla con cierto cariño.
22
A veces los días son una mierda. Salta uno de la cama y es como si lo hiciera con el pie izquierdo y diera el primer paso hacia el vacío. Aquél que hoy recuerdo fue uno de esos días: había muerto Manolo, mi amigo desde niño y mi hermano desde toda la vida. Juntos nos levantamos en la miseria. Juntos luchamos a brazo desnudo por la supervivencia. Si yo reía, él reía. Si yo lloraba, él no podía contener las lágrimas. Cuando ya no pudimos soportar el peso de nuestras casas, decidimos huir hacia las estrellas o hacia cualquier lugar del mundo. Entonces salimos una mañana y emprendimos camino hacia el oriente, bordeando la carretera que nos llevaría a Cali. A esa ciudad llegamos justo al mediodía, cuando el ruido de motores y la prisa de la gente nos dejó con el asombro en los ojos. Allí estuvimos casi un mes, hasta que una tarde nos encontraron con el hambre mordiendo nuestros talones y el sueño agolpado en los párpados. Habíamos vagado sin brújula y sin fronteras, comiendo sobras y durmiendo donde la fatiga nos rindiera. Nuestro abrigo era la noche y lo único que nos brindaba calor era la idea de ser uno solo en la aventura de la vida. Teníamos diez años, pero era como si nuestras edades se contaran por siglos. Al encontrarnos, mi madre debió sentirse derrumbada por la impotencia pues se quedó de una sola pieza, mirándonos desde el verdemar de sus ojos asombrados. No era reproche. Como no tenía otro asidero, simplemente se dejó caer sobre mi suciedad, estrechándome en sus brazos y sollozando palabras que las lágrimas hacía incomprensibles pero que de toda forma me exasperaban. Ese día regresamos a la supuesta normalidad de nuestros hogares, escuchando a diario las recomendaciones -de lado y lado- de no volver a andar con ese muchacho porque van a terminar muy mal. Pero estábamos hermanados por la desgracia y nadie iba a impedir que las calles se abrieran a nuestra aventura. ¿Qué estoy diciendo? La muerte le cortó el paso. La noche anterior estuvimos devorando pavimento en bicicletas alquiladas. Manolo tenía algún dinero que nos propusimos gastar hasta que no quedara un solo centavo. Como locos recorrimos las calles del pueblo, rompiendo el viento con el pedaleo desesperado de la locura. Con el espíritu suicida de quienes nada tienen que perder, ignorando los frenos de las bicicletas, desembocábamos en las vías más congestionadas. Y reíamos hasta desmayar porque lográbamos atravesar la calle, a toda velocidad, sin que un vehículo nos atropellara. Esa noche, como a las nueve, luego de haber tirado al azar todas nuestras posibilidades, me dijo que iba a conseguir más dinero. Me quedé esperándolo. Al día siguiente hallaron su cadáver a la orilla del Cauca, a siete kilómetros de nuestro último encuentro. Lo mataron. Lo golpearon hasta el cansancio y luego lo arrojaron desde el puente de Guayabal. Treinta y cinco años después no logro quitarme de la memoria la imagen de un chiquillo que salió raudo en una bicicleta para encontrarse con la muerte. El que soy ahora ahora bien podría hacerle el honor de unas lágrimas de dolor o algo así por el estilo, pero la cosa con nosotros nunca fue de llantos derramados a deshora. No nos dimos esos lujos antes. No me los voy a dar ahora.
23
Cierta tarde caminaba el maestro Mansolo en compañía de su discípulo. Según lo convenido, el silencio era su único lenguaje. Sin embargo, impertinente como lo son todos los jóvenes, el discípulo preguntó por preguntar:
--¿Cuál es el mejor amigo del hombre?
--Un libro… cualquier libro-- respondió el maestro.
--¿Por qué no el perro?
--Porque un libro jamás meneará la cola para luego morder la mano de su dueño—concluyó tajante el maestro.
24
–¿Qué piensa de los jóvenes actuales, maestro?
–Los jóvenes de hoy y de siempre son extrordinariamente osados, maravillosamente irreverentes, candorosamente alegres, románticamente rebeldes.
-¿Románticamente rebeldes?
–Sí, porque carecen de la más alta y pura rebeldía: la anarquía.
25
Mi amigo me ha traicionado—se quejaba el discípulo compungido ante el maestro Mansolo.
--No es cierto. Te has traicionado a ti mismo por creer demasiado en tu bondad-- respondió Mansolo, poniéndole compasivo la mano en el hombro.
26
--Maestro, en este momento estaba pensando que…
--Magnífico—le interrumpió Mansolo a su discípulo. –Sigue pensando para que vayas adquiriendo la costumbre.
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Al cabo de 25 años, 4 meses y 21 dìas, la historia de mi matrimonio terminó inesperadamente porque la mujer con la que compartí ese tiempo decidió partir de mi lado. Bueno, tal vez ya había partido hacía mucho tiempo pero yo no lo había notado. Lo cierto es que ahora, luego de dos años de separación real, siento una soledad que desgasta mis huesos, pero que de ninguna manera me obliga a evocar con nostalgia todos los momentos vividos junto a ella. Al contrario, me doy a pensar que me he liberado de una carga de rutina que tornaba idénticos todos los días y las horas.
28
Los días y las noches son como un papel en blanco. Me quedo mirando la pared frente a mí y me doy a proyectar sobre ella imágenes que me mantienen vivo. Sin embargo, nada puede aminorar esa sensación de vacío que se aferra con terquedad a mi cotidianidad.
29
Voy y retorno sobre mis pasos y un panorama desolador pasa como los paisajes a través de la ventanilla de un vehículo en marcha. Ningún tiempo pasado fue mejor. Nada hay que pueda superar la ilusión de lo que viene.
30
Beatriz es el nombre que ahora se aferra a mi pensamiento. La conocí en circunstancias que harían derramar mares de lágrimas a los lectores de Corin Tellado. El 8 de junio de 2001 decidimos lanzarnos a la osadía de compartir los espacios y el sueño y la evidencia de un nuevo día. Desde entonces han pasado ya cuatro años y a pesar de todos los pronósticos malagoreros, hemos logrado sobrevivir al tedio.
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Manuel Alejandro llegó hasta mí casi al caer la tarde. Yo, que creí haber trascurrido un poco más de medio siglo, pude darme cuenta que sólo es necesario un asentimiento para vivir de nuevo. Cuando veo a mi hijo correteando por la casa y llenando de bullicio todos los rincones, siento que toda la edad del universo se distrae.
32
Quizás sea la apreciación de un megalómano, pero en Manuel Alejandro me veo, en mi hijo me extiendo. Él es mi futuro y será mi presente más allá de este instante. Y eso me preocupa.
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Nada tiene que ver la literatura y la criminalística, salvo el aporte de ésta a la novela negra o policíaca. Sin embargo, aquí estoy: escribiendo para mí y ejerciendo un oficio que nunca antes pasó por mi mente. Soy Investigador Criminalístico del C.T.I. por accidente pero eso no me impide asumir responsablemente mis compromisos con mi vocación y con la Fiscalía General de la Nación. ¡Qué enredo!
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Mi pasado y mi presente sentimental y familiar son dos novelas escritas por el mismo autor. Acepto que desde el 28 de febrero de 1969 hasta el 16 de abril de 1999 (¡30 años!) viví una historia que empezó como un sueño en el que fueron apareciendo imágenes bucólicas mezcladas con los inevitables altibajos que permitieron hacerle ajustes a mi vida afectiva. ¿Satisfacciones? Muchas. ¿Desilusiones, frustraciones? Muchas. El 8 de junio de 2001 inicié otra historia. Aún no hago el balance pero…
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Si no fuera porque me he acostumbrado a ver en la oscuridad, diría que el universo apenas está naciendo. Y al igual que el gato manco de mi vecina, a cada rato tropiezo con todo, pero por razones bien ajenas a mi fingida cojera. Si algunas veces no caigo y apenas sí quedo tambaleando en mi torpeza, no es porque me esfuerce por caminar derecho, sino porque –pese a todo- de alguna manera y por instantes logro poner los pies en la tierra. Cuando eso ocurre, no puedo evitar cierta molestia; algo que podría parecerse a un balazo justo en medio de los ojos.
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El viaje de la vida es duro; pero si se emprende en solitario es muy duro.
37
Cuando aprendamos a leer, de manera objetiva, la historia -sobre todo, la que podemos presenciar- aprenderemos que aquellos a quienes hemos considerado grandes héroes son, a los ojos del otro bando, grandes asesinos. Y viceversa. No hay que pasar por alto que buena parte de la historia es escrita con la sangre del contrario.
38
La muerte es un tema recurrente. Claro, no podría ser de otra manera: Cada día que vivimos es un cada día que morimos.
39
No quiero ser recuerdo.
No quiero ser ser la mención del hombre que se fue y que, a veces, como ahora, regresa furtivo y fugaz. No me nombren después de que haya escrito la última frase o haya visto el último atardecer de mi existencia. No vale la pena. Después de todo, es una ley natural que el hombre nazca, crezca, se reproduzca, muera y casi de inmediato caiga en el abismo del olvido.
40
Pude ir a muchos países, pero opté por quedarme aquí . Al final de cuentas, incluso en mi casa, soy un extranjero.
41
Hoy caminé por las calles del pueblo tratando de darle tregua al tedio, y me encontré con un viejo conocido a quien dejé de ver por más de diez años. Su alegría fue espontánea y sincera, tanto que me invitó a tomar un café en la esquina. Desde luego los recuerdos cayeron en alud: "Recuerdas cuando..." "No puedo olvidar el día en que..." Y, claro, no pudo faltar la mención de nuestra etapa de estudiantes, afirmando que "La mejor etapa fue la del bachillerato ¿verdad?" Lo dijo como si diera por seguro que yo estaba obligado a compartir su opinión. La mejor etapa de mi vida estudiantil --le repliqué-- fue aquella cuando tomé la decisión de desertar: una vez en la primaria y tres veces en el bachillerato. En realidad, fueron cuatro mejores etapas. Lo miré como creo que lo hacen los asesinos seriales y le dejé ver una sonrisa cargada de perversidad.
42
Los muertos no mueren... Los dejamos morir, los vamos empujando al abandono de la memoria, lo cual no es tan terrible después de todo.
Los muertos ilustres tardan más en morir, quizás porque hay quienes se empecinan en que continúen erguidos en sus pedestales posándole a la vida. Pero, finalmente, ellos también mueren, dejando apenas el nombre.para una escuela o un puente qué, después de algún tiempo, solo será “el puente”.
43
Se van los parientes cercanos y los amigos. Unos se van por poco tiempo; otros, sin la certeza de un regreso y otros -para nuestro asombro— marchan definitivamente. De éstos no podemos evitar su partida.
44
No sé si la felicidad existe, si hay una escala de felicidades o si es como la gracia retributiva de El Paraíso de los creyentes religiosos: otro mito. Quisiera creer que todos los que publican su felicidad en las redes sociales realmente disfrutan de ese estado de frenesí que hace desbocar el corazón en el pecho; pero la realidad, esa que golpea como una bofetada en la consciencia, me dice que la gente pregona su felicidad sólo porque guarda la secreta esperanza de algún día poder alcanzarla. O al menos poder saborear con fruición una migaja.
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Mañana será otro día y, desde ahora, sólo me espera la incertidumbre. No soy hombre de planes. No suelo seguir esquemas. Soy alguien que, de alguna manera, deja que cada día lo sorprenda con alguna novedad. Pero soy un rutinario. Como he reducido mi espacio al de la casa que habito, soy un hombre rutinario.
46
Me levanto muy temprano en mañana con la intención de enderezar mi destino. Salgo de la casa luciendo el traje de burócrata que mi mujer plancha cada noche con esa resignación tan suya. Recorro el trayecto que día a día repito sin emociones y sin que falten pasos llego puntual hasta a la parada de autobuses. Allí me encuentro con los mismos rostros aletargados, las mismas expresiones impasibles de un ejército de hombres y mujeres que van a aportar su cuota de producción. Entro a un edificio de oficinas y me dirijo al ascensor que me llevará al sexto piso, donde se ubica el Ministerio de Asuntos Laborales. Hoy coincido con el jefe de la sección donde laboro. Le saludo con respeto y él me responde con un simple movimiento de cabeza que marca la distancia que existe entre su categoría de empleado con rango y la mía. Un témpano se desliza entre los dos. Carraspeo con inocultable nerviosismo en un intento por dejar que la corriente de los acontecimientos siga su curso, pero ya nada puede remediar mi torpeza: he dejado al descubierto todas mis debilidades. El jefe me dirige una mirada que indica un poco de condescendencia y otro tanto de suficiencia. Me apabulla. Sabe que la situación está en sus manos, disfruta de su superioridad jerárquica.
47
De ella –la que hace muchos años se acuesta cada noche a mi derecha-
pondero su milimétrico sentido de la pulcritud. Y su obsesiva
inclinación hacia el orden riguroso. El tarro de café siempre estará en
ese rincón de la alacena y no en otra parte. El adornito o la figura de
arcilla que compré porque ella simplemente exclamó: “¡Ay, tan linda!”,
no se moverá de la mesa de centro, así se presente un sismo de gran
magnitud. El único cuadro que cuelga en las paredes de mi casa nunca
abandonará el clavo de acero que le da soporte. Ni el clavo se alojará
en otro agujero.
Pero lo que es motivo de admiración por el orden meticuloso, suele convertirse en algo tan molesto que puede llegar a exasperar tanto como encontrar escorpiones dentro de los zapatos. Un ejemplo es suficiente:
He concebido la idea de hacer una banquita de madera. Entonces, alisto madera, tornillos y clavos. Voy por la caja de herramientas, saco las que utilizaré y las dejo en el piso, pero antes – siguiendo mi costumbre de hacer mil cosas al mismo tiempo- preparo un café, reviso que todo marche bien con mis nueve mascotas y, finalmente, hago un recorrido por Facebook. Después de quince minutos regreso para iniciar la construcción de la banquita. ¿Qué encuentro? Ella – Sí, la que duerme a mi derecha- ha recogido todo: Las herramientas ocupan de nuevo su lugar en la caja, la caja queda bien acomodada sobre el banco de trabajo, los tornillos y clavos regresan a sendos frascos de tapa ancha, las tablas… los recortes de madera que ya había dispuesto pueden verse, como hace media hora, en una esquina del patio, ordenadas según el tamaño. En cuanto a mí, solo me queda disimular el desconcierto, sin saber si moverme un poco hacia el lado de la resignación, o permanecer –por los siglos de los siglos- justamente donde estoy parado en este momento.
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Aquella mujer me ha rebasado y sigue de largo como si yo no ocupara un minúsculo espacio en esta ciudad. Yo voy sin prisas. Ella Lleva su afán. ¿A dónde irá? Lo ignoro, pero es una mujer que, sin duda alguna, está dispuesta a llegar a su destino, cueste lo que cueste. La veo cruzar la calle y, entonces, me percato de su paso de gacela. Ella no camina: Ondula como el aire caliente del mediodía. Avanza hacia el andén opuesto rompiendo con sutileza la resolana que ya empieza a sofocar, y alcanza el andén opuesto. Miro alrededor solo para enterarme que otras personas también van –o vienen- cargando el pesado fardo de sus vidas. La mujer
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La verdad es que yo siempre quise ser un malhechor. La idea me nació cuando apenas tenía seis años y una mañana escuché en la escuela la fascinante historia de Robin Hood. El señor Hernández, maestro de pocas carnes, cada mañana, durante una hora, se metía de cabeza en las páginas del libro para narrarle a sus alumnos las heroicas aventuras de un ladrón que robaba al rey y a los ricos para repartir el botín entre los pobres de la aldea. Desde aquellos días, ese bandido se convirtió en mi protohéroe y el modelo cumbre de mis naturales inclinaciones, en un dios de carne y hueso antes que Simón Bolívar o cualquier otro. Yo quería ser un poco como él, ir por los caminos solitarios de Colombia asaltando recudadores de impuestos y viajeros desprevenidos de bolsa abundante, llegar a la aldea con la cabeza bien erguida, el pecho ufano, el brazo izquierdo en alto y las nalgas apretadas para caminar como sobre nubes al igual que lo hacía el de los bosques de Sherwood, repartir un poco del botín y luego salir de nuevo en un corcel aupado por la confianza de saber que nadie se atrevería a delatarme. Pero no tuve las agallas. Me faltó decisión para dar el primer paso y alcanzar la fama de esos bandidos que mi tio Felicio -en realidad era el tío Feliciano- magnificaba en los relatos que nos entregaba mientras tomábamos los alimentos de la tarde, dejando notar en su voz la admiración que sentía por ellos. “Es que otro como Gentil Prieto no vuelve a haber… ése sí era un varón a carta cabal”. “Que me parta un rayo si hay alguien que le haga sombra a Jacinto Cruz Usma, alias Sangrenegra; o a Luis Noé Lombana, alias Tarzán; o a El mosco o a Desquite o al Capitán Venganza. Esa sí que era gente con pantalones. ¿Los de ahora? Simples ladroncitos de gallinas, vulgares cuatreros y matones de mala laya que no saben a quién ni por qué borran del mapa a otro…”. Luego soltaba una historia de esas en las que las justificaciones elevaban al rango de epopeya las acciones que a los ojos de otros eran barabarie. ¿No pasaba igual con Robin Hood? A los ojos de los aldeanos pobres él era su protector y benefactor, en tanto que a los ojos del rey y de los ricos era un criminal. Yo dejaba pasar en el caleidoscopia de mi imaginación las imágenes que de ellos dibujó cada tarde mi tío Felicio, haciéndolas tan inalcanzable que, sin quererlo, truncó de una vez por todas mi vocación, al punto que ya no tuve más remedio que aceptar vestirme con trajes formales comprados a crédito y sentarme tras un escritorio cojitranco, el mismo donde guardo discretamente una media de anisado, y desde donde ejerzo, desde hace veintisiete años, como escribiente del Juzgado Quinto de Instrucción Criminal.
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De las amistades más extrañas que me han tocado en suerte como inquilino de esta aldea, está la de Gilberto Llanos Cabrera. Nada teníamos en común, empezando porque cuando vine al mundo, él ya había vivido al menos veinticinco años. La brecha era bien ancha, pero tres circunstancias hicieron tender un puente para que pudiéramos acercar nuestras distantes orillas.
La primera circunstancia se dio cuando yo tomaba un café donde Héctor Betancourt y por una de las puertas de la cafetería entró don Gilberto. Alto. Imponente desde todo punto de vista. Se detuvo unos segundos junto a mí, buscando dónde sentarse. Todas las mesas estaban ocupadas. Entonces me dijo: «Voy a sentarme aquí». No me preguntó: «¿Me permite compartir la mesa con usted?» o algo parecido. Simplemente tomó asiento e inició un diálogo de esos que nada dicen ni pretenden abordar algún asunto. Entre sorbo y sorbo de café, alcancé a contarle que cuando yo tenía diez años había trabajado en uno de sus cultivos cosechando fríjol, con un jornal de cincuenta centavos diarios, la mitad de lo que ganaba un adulto. Don Gilberto soltó una carcajada que hizo girar la cabeza de todos los contertulios. Es que don Gilberto nunca pasaba desapercibido porque hablaba y reía duro y por su pinta de galán de cine europeo.
La segunda tuvo lugar en la Inspección Nacional del Trabajo, de la que yo fui secretario después de dar un salto desde los cañaduzales de un ingenio azucarero en el Departamento del Cauca. A esa oficina llegó don Gilberto para comprar mi segundo libro de poemas. Hablamos un poco. Me felicitó por mi "logro" y agregó algunas frases que no consiguieron despojarse de su apariencia de cumplido social. Seguramente por congraciarme con don Gilberto −o quizás por ocultar un poco mi timidez− le dije que ya podía ir comentando que tenía un pariente lejano que, desgraciadamente, era poeta. Me miró, entre curioso y asombrado, sin saber si esa mirada era de aquellas que exigen saber más o solo me estaba reprochando por haber dejado escapar un adverbio aciago y menospreciar el oficio de los poetas. Entonces me apresuré a tapar el desliz y le aclaré que sabía que mi bisabuela paterna y su abuelo fueron parientes cercanos (algo así como primos) y que el apellido Cabrera lo llevaba el padre de mi bisabuela, pero no ella, por ser hija ilegítima. Hija extramatrimonial, se dice hoy con más elegancia jurídica. Y negra, por añadidura. «Pero te aclaro que en mi familia no hay negros» enfatizó. Yo le repliqué: Es que del árbol genealógico de los Cabrera. A usted le tocó la rama frondosa de jugosos frutos; a mí me tocó la rama chamizuda de frutos podridos. Carcajada estruendosa.
La tercera circunstancia llegó cuando renuncié a la secretaría de la Inspección del Trabajo. Al día siguiente don Gilberto me ofreció un empleo que no tenía nombre en la nómina de la hacienda “La Ciénaga”, pero que me ocupaba como el encargado de comprar frutas en La Unión y Versalles para luego trasladarlas en un camión a Cali y Bogotá, y descargarlas en un supermercado Carulla. Cuando no estaba viajando, después de terminada la jornada diaria, solía quedarme a comer −por invitación de su esposa Stella− luego de lo cual nos sentábamos en la terraza a tomar un café o un, para mí, desacostumbrado whisky. Una noche, mientras contemplábamos cómo los mosquitos eran atraídos hacia una lámpara para de inmediato explotar por los efectos de la luz ultravioleta, me dijo: «En esa silla en la que estás sentado, le gustaba sentarse a Darío Jaramillo Agudelo». No era necesario que me explicara quién era Darío Jaramillo, pues su nombre aparecía con frecuencia en los suplementos literarios. «Sí, Darío Jaramillo estuvo quince días por aquí, porque es pariente de Stella. Era un muchacho flaco que salía a caminar por los alrededores y a veces iba al centro a mecatear».
Gilberto Llanos Cabrera se fue a vivir a Cali. A veces me llamaba y yo contestaba desde el teléfono de un vecino. Luego, también me fui a vivir a Cali y cada fin de semana lo visitaba. Él mantenía bien informado de las minucias del pueblo, que le gustaba recrear para reír un poco. Siempre había algo de qué hablar. Sin embargo, mis visitas se hicieron menos frecuentes, hasta que un día cesaron definitivamente. Con el tiempo supe que había fallecido, que había partido hacia ninguna parte el amigo que mis conocidos catalogarían como el más extraño que me haya tocado como inquilino de esta aldea, pues él era una inevitable alusión cuando la gente afirmaba que para ser un verdadero roldanillense era necesario cumplir tres requisitos: Haber dormido con la Cooper, odiar a Gilberto Llanos y... la otra no la recuerdo.
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Quien sufra de vértigo no debe pararse en el borde de mis sueños.
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Lo que no quiero es ser recuerdo. No quiero ser la mención ocasional del que se fue y a veces regresa, furtivo y fugaz en las palabras. No quiero que me nombren después de haber escrito la última frase o haber visto el último atardecer de mi existencia. ¿Para qué? Después de todo, es ley natural que el hombre nazca por azar, luche por crecer, trate de reproducirse, alcance la muete y, casi de inmediato, caiga en la sima más profunda del olvido.