♦ Cuentos de la aldea




MADRIGAL

A Ana Milena de la Cruz, en su recuerdo.


Escuchábamos la canción una y otra vez y otra vez, como si fuera la única que tuviéramos en la memoria. La escuchábamos mirándonos sin atención, mientras la charla se perdía entre vericuetos por los que se aventuraban ideas ordinarias y sueños de difícil concreción que poco a poco se diluían hasta que ya no teníamos más de qué hablar. El tabernero, hombre de pocas carnes y un enorme bigote teñido de nicotina, inhalaba profundo como si ése fuera un valor agregado. Luego preguntaba, casi a gritos desde detrás detrás de la barra:

―¿Verdad que la de Sadel es la mejor?

Nosotros, desde ese rincón que ya habíamos hecho nuestro, levantábamos el pulgar y dibujábamos la mejor sonrisa para responderle que sí, que Sadel se nos hacía único y que las otras versiones de Madrigal, excluyendo la de Rivera -que resultaba algo soportable- no tenían ese toque mágico, ese narcótico que lograba hundirnos en una sensación de tedioso abandono. Yo encendía otro cigarrillo siguiendo ese ritual aprendido y reinventado día a día; aspiraba con deleite grandes bocanadas de humo que luego dejaba escapar lentamente, en volutas que ascendían a contraluz hasta desvanecerse sobre nuestras cabezas. Tomaba un trago largo de cerveza. El amargo bajando frío me regresaba a la realidad del rincón ya en penumbra. Entonces, ella me hablaba con la mirada, que era la manera más sincera de hablarme. Y con una sonrisa apenas perceptible en el claroscuro que iba desdibujando su rostro. La oía cantar a coro con el acetato: «Estando contigo me olvido de todo y de mí… parece que todo lo tengo teniéndote a tí…» mientras se dejaba arrastrar por esa fuerza incontenible de las emociones a la que, en ninguna circunstancia, podía resistir.

Ella amaba a Sadel. Sadel no podía amarla, desde luego. No podía amarla desde la tumba. Yo me abandonaba a la ingenua idea de que, precisamente por eso, ella podría decir que me amaba. Entonces, de nuevo me abandonaba a la ingenua idea de poder ocupar un rincón en sus sentimientos y me conformaba con su mirada llena de significaciones. Una noche tomé valor de decirle:

―He llegado a pensar que nuestros encuentros son como un incesto no consumado.

Ella me lo confirmó con la elocuencia de sus ojos y el arcano de su sonrisa. Sabía que desde aquella noche de un ya lejano y lluvioso octubre, cuando nos vimos por primera vez en la vieja pero bien conservada casona de la Galería de Arte Quadratura donde Alfonso Cantoral abría su exposición de acuarelas, que un día cualquiera, en cualquier lugar del planeta, las líneas de nuestras vidas abandonarían su condición paralela para tornarse convergentes.

***

Y fue el mismo Alfonso Cantoral quien accionó el engranaje.

Al entrar por el zaguán de Quadratura, fui caminando despacio para darle tiempo a mi miopía de ubicar a alguien conocido. Justo al fondo del corredor estaba el artista rodeado de cuatro -tal vez cinco- seguidores del arte y admiradores suyos. Cantoral levantó la mano.

―Por aquí, mi querido amigo ―dijo como dudando de haber sido notado. ―Sigue el camino más retorcido y podrás llegar a este lugar. ―Agregó.

Cantoral es un mago para darle el ángulo perfecto a su imagen pública, y larga cuidadosamente cada palabra, asegurándose de producir un efecto contundente. Cuando pude llegar a “ese lugar” después de hacer estaciones forzosas para saludar a algunos amigos, el artista dijo:

―Ya conoces a todos, como no. Ah... a ella no; ella es Malena.

Pronunció el nombre en tono casi inaudible, extendiendo el brazo al tiempo que se inclinaba en un gesto de exagerada formalidad cortesana. Logré ver un relámpago de su rostro. Le extendí la mano y ella hizo lo mismo. Sentí su mano fría.

―¿Malena la del tango? ―solté, sin alcanzar a arrepentirme de la torpeza.

Ella me dirigió una mirada condescendiente, casi de lástima, que logró incomodarme tanto como el repentino silencio que nos cubrió. El murmullo que recorría los corredores de Quadratura ondulaba confuso. No me atreví a buscar sus ojos. Sin detenerme en más detalles, fingí que nada había ocurrido y volví a tomar con delicadeza su mano como dándole a entender que necesitaba urgentemente un asidero para no terminar de hundirme en el pozo profundo que se abrió a mi pies. Por un instante sentí esa tibieza que para mí sería siempre el bálsamo milagroso contra todo mal. Ella, en cambio, estrechó la mía con un vigor premeditado que intentaba ponerme en el lugar que, por derecho propio, corresponde a los idiotas. Dejamos que el tiempo recobrara su ritmo e iniciamos una charla fútil, cargada de referencias a situaciones por demás carentes de interés. Cantoral carraspeó un poco de hipocresía social y, tratando de ocultar un gesto de complicidad, emprendió la retirada

levantando el brazo izquierdo para luego agitarlo y decirnos, en el lenguaje universal de las señas, que hasta luego, que se iba porque él estaba sobrando ahí.

Esa noche sentí por primera vez que la presencia de Malena me era necesaria, absolutamente necesaria desde el comienzo de los tiempos. Podría prescindir de todo, menos de ella. Era la mujer que yo buscaba con premura para llenar un espacio carente de afectos. En alguna ocasión un médico que no lo parecía observó en mí una especie de sanguijuela que succionaba mi espíritu. «Usted lo que necesita es unas gotas de amor». Tal vez Malena lo pudo percibir y por eso asumió todo lo mío como un sino. Y con sus ojos me hizo saber que me amaba desde antes de conocerme, pero no podía amarme como en las novelas de Tellado.

***

Lo de la taberna sólo fue casualidad, como han sido casi todas mis cosas. Eso explica por qué soy narrador inconsecuente y ocasionalmente actor de teatro, por qué tengo un delfín tatuado en el omóplato, por qué frecuento los sitios públicos con poco público, por qué escribo a ninguna mujer cartas de amor en hojas de papel cuadriculado, de esas que utilizan los topógrafos.

Pienso en ese rincón donde hay una pequeña mesa de patas metálicas y dos asientos de madera, donde podía escribir o sólo quedarme mirando las hojas de papel cuadriculado que esperaban en vano una palabra mágica, una frase genial para la amada inexistente. Me gusta el lugar aunque algunos clientes asiduos aún me miran de reojo en un esfuerzo por adivinar qué está ocurriendo en ese pequeño universo de cuadrículas. Los ignoro. Me sumerjo en escenas irreales que trato de convertir en párrafos. Cada tarde que se convierte en noche voy extendiendo sobre la mesa las hojas de papel y tomo el esfero y me aventuro con la primera palabra. En muy raras ocasiones la “inspiración”, ese fantasma que recorre los pasillos de la imaginación, me empuja a descargar idea tras idea sin dar tregua a la escritura, pues cada día, después de sentarme en el rincón penumbroso, encender un cigarrillo, abrir el portafolios de cuero y esperar a que el tabernero haga la señal convenida para aceptar la oferta de una cerveza, inicia la lucha desigual con la palabra

***.

Necesitaba sobrevivir y algo había que hacer al respecto. Entonces tuve la idea de ir a la exposición de acuarelas de Cantoral. Quadratura era la única referencia para el grupo de “intelectuales” que terminaron creando un círculo cerrado, casi una secta secreta en la que el único requisito para ingresar era tener la habilidad para la especulación. Allí encontraría, con toda seguridad, al editor que iba a dedicar el tiempo que fuera necesario para darle un vistazo al original de mi novela. Era cuestión de conjugar el movimiento sutil de las circunstancias con la decisión, de entrar en el momento oportuno con la copa de vino barato en la mano y los originales debajo del brazo, asumir el aire de quien va por ahí con despreocupación y de repente se detiene frente al cuadro de formato mediano porque se siente atraído por ese paisaje marinero o aquella calle estrecha enmarcada por viejos edificios de cuyos balcones penden tiestos sembrados de pensamientos y geranios. Y luego fingir un encuentro con Cantoral, con toda seguridad, se hallaría en compañía del librero que mantenía comunicación permanente con el editor más importante e influyente de la ciudad. Era cuestión de tiempo. Pero no ocurrió así. Cantoral era la estrella de la noche y lo asediaban todos los asistentes a la apertura. Ahí estaba el notablato local con la firme convicción de que su presencia en Quadratura era un aval de éxito social para el artista. Estaba el prometedor escultor de atrevidas propuestas y el arquitecto de estructuras inverosímiles y el músico de partituras clásicas y todos los que tenían una mínima aproximación al arte. Todos pugnando por un lugar al lado del artista anfitrión. Cuando entré por el zaguán, dando inicio al libreto que tanto había ensayado en mi imaginación, Cantoral charlaba con algunas personas, entre ellas una mujer de joven aspecto y presencia que no podía pasar desapercibida. Su rostro no era bello, según los estereotipos de las revistas del corazón, pero despertaba inquietudes que remitían necesariamente a referencias exóticas. A eso es necesario agregar un aura misteriosa que acompañaba cada ademán suyo. Me acerqué sin mostrar prisa y saludé con fórmulas de cortesía que quizás parecieron exageradas, pues Cantoral soltó una carcajada que llamó la atención de todos. «Aquí tenemos un gran escritor que pronto pondrá su nombre en las marquesinas literarias de la ciudad», dijo luego, casi en un susurro y extendiendo su brazo en un gesto exagerado con el que trataba de parodiar mi saludo. Miró con inusitada euforia a la mujer. Luego, como si cambiara de escenario y el falso ambiente obligara a las formalidades, Cantoral se dirigió a mi:

―Ella es Malena.

***

Estuvimos sentados largo tiempo en la banca de roble que ella escogiera solo porque se encontraba en el patio central de la casona y al pie de una enredadera de pequeñas flores amarillas que hacía de tapiz y tejadillo.

―Es un rincón romántico, como los de los pintores del romanticismo francés ―dijo, pronunciando las palabras con voz apagada.

Le respondí -con muy poco pulimento de palabras y soltando una risita que pretendía ser graciosa- que debajo de esa enredadera nos comerían los bichos. Malena se quedó mirando el gesto de idiota que dibujé con mi rostro. La imaginé diciendo para sus adentros: cero y van dos. En cambio, sonrió con desgano para descargar una apreciación sin rodeos:

―Tenés una forma muy particular de interpretar el pequeño mundo en que vivís.

Estaba dejando en claro que ella vivía en otro mundo, uno de palabras que le salían plenas de referencias a entornos elegantes y sofisticados. «La aristocracia aldeana», pensé como antesala de una frase que se me quedó atragantada.

Sos escritor, por consiguiente sos una persona rebosante de sensibilidad. Está claro que acostumbrás caminar con harta holgura por esa estrecha frontera que separa lo humano de lo inexistente ―sentenció sin ninguna consideración. Porque así es Malena: Directa y sin consideraciones.

Los invitados empezaron a partir y el interior de Quadratura fue ganando espacio. El tiempo se alargó para extraviarse en los vericuetos de nuestra charla y nos arrastró en su torbellino hasta dejarnos sumidos en la total despreocupación. Me sorprendí siendo locuaz en una situación en la que la timidez me ganaba, aunque no podía evitar que los temas se me agotaran con rapidez inusual. Por momentos ella posaba su mano sobre una de mis rodillas, en señal de condescendencia. Otras veces tomaba mi mano derecha y la guardaba entre las suyas, prestándole esa tibieza que sólo yo podía percibir y disfrutar en esos momentos. La noche invitaba, no había duda. Cuando un hombre con uniforme de vigilante se acercó para informar, con tono autoritario, que Quadratura ya cerraba, encontré la oportunidad de invitarla afuera para tomar un café. Tal vez en Capchinos. O una cerveza, si la apetecía, claro está. Malena puso el dedo en sus labios, casi pidiendo silencio y luego de tres segundos exclamó:

―¡Cerveza! ¡Si, cerveza!

***

Las cuatro calles desde Quadratura hasta El Rincón del Bolero fueron de impulso refrenado. Desde el momento en que pisamos el pavimento gris irisado por las luces que aún derramaban sus colores desde la fachada de Quadratura, quise alargar mi brazo para tocar su piel, ceñir su talle, caminar con ella haciendo que fueran dos sombras entrelazadas las que se quebraran el borde del andén. Pero sólo atiné a meter mis manos en los bolsillos y caminar sin afanes a su lado. El paso lento facilitaba a Malena hacer de su cuerpo una ola sensual entre las sombras. Su mano rozó acciden- talmente mi brazo y ese simple movimiento fue suficiente para agitar el universo que me contenía. Volteé para mirarla desprevenidamente, pero me detuve en el perfil de su rostro un poco más de lo necesario. Ella fingió no notarlo. Justo al llegar a la puerta de la taberna tropezamos con el sonido dulce de un violín. Con la mano en movimiento rítmico le indiqué a Malena que se detuviera unos segundos.

―Escucha, es mi canción. Quisiera que esa fuera la última melodía que yo pudiera oír antes de morir», ―le dije.

―¿Y por qué no un tango? ‘Malena’ Estaría mucho más acorde con la ocasión ―susurró ella, dibujando una sonrisa burlona. La voz del tenor salió al paso para sacarme del apuro:

Una rosa en tu pelo parece una estrella en el cielo y en el viento parece un acento tu voz musical; y parece un destello de luz la medalla en tu cuello, al menor movimiento de tu cuerpo al andar…


Si Don Felo lo hubiera previsto… Malena siguió mi paso con su andar de natural cadencia. De veras que parecía un destello de luz la medalla que llevaba pendiendo de una cadenilla de oro y que sólo hasta ese instante noté en su cuello. Estuve a punto de soltar esa impresión como si fuera un comentario desprevenido, pero me contuve. Me contuvo la sucesión de infortunados yerros de esa noche. Atravesamos el salón de piso adoquinado y nos instalamos en el rincón más discreto de la taberna. Por un instante extrañé la soledad que yo había edificado con la paciencia del que, con puntualidad de tren inglés, llegaba a El Rincón del Bolero a las seis y diez de la tarde, saludaba al tabernero con movimiento leve de la cabeza y se sentaba en el mismo lugar ejecutando el mismo ritual de sacar algunas hojas de papel cuadriculado de topografía, ponerlas sobre la pequeña mesa de patas metálicas y hacer la seña inconfundible con el el dedo índice apuntando hacia arriba. Esta vez a la seña se unió el dedo medio. Dos cervezas derramando algo de espuma fue la respuesta del tabernero que se acercó pretendiendo ser acucioso. Malena ignoró el vaso de cristal y llevó la botella a sus labios sin ninguna ritualidad, al tiempo que me miraba de manera intimidante, apabullante.

***

Soy de pocas palabras y tal sinrazón me agobia, aunque no lo parezca. Nunca doy comienzo a una charla y pocas veces la sostengo más allá de todas mis posibilidades monosilábicas, a menos que haya motivos de peso para hacerlo. Malena es la de la iniciativa. Siempre ella. Ella es la que tira sobre la pequeña mesa algunas frases que comienzan como disculpa para no prolongar el silencio y terminan, inevitablemente, en un cuasi monólogo mil veces entrecortado y apenas interrumpido brevemente por la presencia fugaz de alguien que pasa cerca. Malena sabe no interrumpirse ni interrumpir y permanece a mi lado sin hacer preguntas que exasperen, desgranando sólo las palabras necesarias para recordarme que está ahí, que en cualquier momento puedo tomar su mano y recitarle el único párrafo de lo que he logrado escribir en muchos años y con mucho esfuerzo. O de algún pasaje sobre el cual necesito conocer su poder de descripción. Cantoral afirma, sin ningún fundamento de peso, que Malena es mi musa. Yo le replico: «Malena es real; las musas son la fuente de toda inspiración y, dado que la inspiración no existe, las musas tampoco». El silogismo es un tanto elemental y de imperfecta factura, pero me escuda y muestra alguna utilidad frente a la suspicacia que produce la presencia diaria, en El rincón del bolero, de una mujer que casi no toca con sus pies los adoquines al atravesar el salón para ocupar parte del espacio que antes era solo mío. Lo diré de una vez: Malena es la mujer que amo, sin saber con seguridad si también me ama de veras, pues la noche que por primera vez la vi ceder a la embriaguez me susurró al oído:

―Soy tu mujer. También soy la mujer de Borges, de Durrell, de Cocteau, de Bernanos, de Joyce, de Hess…

Y siguió nombrando y nombrando y nombrando, tal vez con la intención de descubrir el gesto de desconcierto que no había podido hacerme repetir desde aquella torpe analogía de su nombre con el tango de Homero Manzi y Lucio Demare.

No puedo negar que la deseo. Hay instantes en que quisiera empujarla hacia un cuarto de hotel, pero no me decido a pasar a la otra orilla para desnudarla y explorar los universos de su cuerpo. Quizás la encuentro inalcanzable a pesar de sentir en mi piel su tibieza plena que acrece hasta lo intolerable. Tal vez mi amor por ella es tan grande que no alcanzo a vislumbrar siquiera los límites. Nuestras miradas se cruzan por casualidad, sin proponer un encuentro. Nuestros labios se aproximan para eludir el roce en el último instante. Sólo nuestras manos se cubren mutuas, confiadas, confidentes. Y eso basta.

***

Durante seis meses Malena ha sido puntual como sólo yo lo soy. Desde la noche de aquel primer encuentro de nuestras almas en Quadratura, su presencia en la taberna de mis preferencia se revistió de constancia. Su rutina de todas las tardes no pudo ser desviada por nada, ni por los cambios del clima previstos en la sección de meteorología que siempre consultaba luego de leer los pronósticos del horóscopo. Cuando me comentó que las secciones del periódico que llamaban su atención eran esas, soltando las frases mientras sonreía como diciendo: «¿Qué locura ¿verdad?», no pude menos que mirarla con extrañeza. Malena, la sutil sofisticada, la que había estado largo tiempo en Europa, la que mencionaba autores literarios que yo desconocía por completo, la que recitaba de memoria párrafos que sintetizaban su visión del universo, ella… ¿Fanática del estado del tiempo y del horóscopo?

―No es que acepte los dictados de lo incierto. Es que me gusta jugar con lo obvio ―se justificaba sin necesidad.

***

Hoy, después de seis meses de ir y venir, entró agitando una bufanda etérea y vistiendo una túnica negra que borró el contorno de su cuerpo tan propicio a la lascivia. Sin embargo, su belleza no se alteró. Corrió el asiento que la esperaba, produciendo un ruido de arrastre que obligó a mirarla casi con reproche.

―Hola, Caballero Andante ―fue su saludo.

No dejé de mirarla, tratando de arrinconarla, pero también de regrabar su rostro en mi memoria. Agarró la botella de cerveza que dos minutos antes la esperaba sobre la mesa y la acarició con cierta veleidad, lo que acentuó su alejamiento de una realidad repetida tarde a tarde hasta convertirse en casi tedio. No la apuró como en otras ocasiones: bebiendo a sorbos paladeados con deleite, casi con fruición. Esta vez jugó con la botella, la levantó para mirar al trasluz el contenido y luego la agitó con delicadeza para producir algo de espuma que se deslizó por el cristal hasta caer en el piso. Ondulando con su caminar se dirigió a la barra. Habló unos segundos con el tabernero y dio vuelta para regresar fingiendo un paso de tango que sólo escuchaba en su imaginación, pues los tres parlantes colgados de las paredes dejaban escapar un pasillo ecuatoriano.

―Pienso que el tango y el bolero son hermanos―dijo, acercando su rostro al mío. ―Hijos de diferente madre, pero el padre es uno sólo… bohemio, pendenciero, borracho ―prosiguió, después de una larga pausa.

Cuatro botellas de cristal ámbar, ya vacías, fueron retiradas de la mesa por el tabernero, quizás buscando que mis dedos índice y medio se levantaran ordenando una tanda para dos. Así fue. Entonces Charlie Figueroa irrumpió:

Busco tu recuerdo dentro de mi pecho, De nuestro pasado que fue de alegría; Pero sólo llegan a mi pensamiento Grandes amarguras para el alma mía. Sé que tú no has de volver, ni yo lo pretendo; Soy culpable de tu ausencia, cariñito mío. Pero si supieras lo que estoy sufriendo Nuevamente regresaras porque tengo frio. Nadie como tú para quererme tanto, Por eso te llamo, llorando mi pena…


El acetato continuó girando. Malena me miró sosteniendo una sonrisa cargada de inocultable ironía. Hubiera permanecido así hasta la eternidad.

Tanta cursilería en una canción ―dijo, moviendo su cabeza para indicar su disgusto. ――Yo no entiendo de tiempos musicales, pero a leguas se nota el mal uso de los tiempos verbales. ¿Acaso no han notado los errores gramaticales y las incoherencias que hay en tan pocos versos? ―preguntó a una multitud y a nadie, porque hablaba como si yo no fuera su interlocutor.

No le contesté. «Nada importan la gramática ni las conjugaciones verbales cuando el desamor hiere de muerte el alma», pensé, consciente de la frase de baratillo que acababa de concebir. «Nada nos impulsa más a la cursilería que el amor«, quise replicarle, pero temí una reacción inesperada de Malena. Malena es la mujer que amo, ya quedó claro.

Tres cervezas eran una excepción que no tenía asidero. Sobrepasar el límite de la costumbre era un reto ineludible que invitaba a transgredir todas las normas. Malena lo sabía, así que cortó su monólogo cuando levanté el brazo con dos dedos en alto. Dos botellas más llegaron espumeantes a la mesa. La música ya no era lo capital y el sentido de las letras había perdido toda su significación. Los boleros pasaban en tropel cediendo a un tango, a una milonga. Quise dejar el asiento sin saber el motivo, pero mis piernas se hundieron en las arenas movedizas de una ebriedad que empezaba a dominarme. Malena me observó con extrañeza. Lo pude sentir. Era la primera vez que me veía a punto de iniciar el camino hacia esa región donde los sentidos sólo responden al impulso primario.

―Estás borracho» ―me reprochó en un tono sin emociones.

―Tal vez» ―alcancé a mascullar.

Malena puso su mano en mi hombro a manera de despedida. Recuerdo haberla visto hundirse en la penumbra de la calle. No pude ir tras ella. No quise. Dejé que su figura se desvaneciera de a poco hasta perderse de mi vista. Así la sigo recordando después de mucho tiempo.



(Este libro se sigue construyendo)