Ediciones digitales Golpe de aldaba graficaedicion@gmail.com Primero edición Mayo de 2020 anibal-manuel@outlook.com Roldanillo, Colombia Producción integral: El autor Ilustración: Tales from Decameron (1916) por John William Waterhouse
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a Ana Milena, justamente
A MANERA DE ADVERTENCIA
Algunos de mis contemporáneos o sus hijos o sus nietos (o cualquiera que se abrogue el derecho a la verdad) seguramente van a decir que tienen algo que objetar, agregar, corregir o suprimir a los siguientes textos. No lo digan. No objeten. No agreguen. No corrijan. Tomen papel y lápiz o el portátil y escriban su versión. Escribir un libro no resulta fácil para algunos, pero con los años muchos lo han logrado.
Si no lo han notado, mis escritos tienen tanto de realidad como de ficción. Si usted escribe a su gusto y percepción, evitará esa molesta costumbre de afirmar que las cosas no fueron así. Tómese el trabajo de contarlas según su punto de vista. De paso, con su aporte reflejado en otro libro, estará enriqueciendo el anecdotario local.
Debo advertir que en el transcurso de la lectura tendrán la impresión de encontrar temas repetidos, pasajes similares, escenarios ya descritos, nombres, personajes ya mencionados... No es impresión. Es que mi intención no es hacer literatura magistral, sino recoger hechos de un entorno minúsculo con el único fin de no olvidarlos.
Roldanillo, 17 de mayo de 2020
Escribo –bien o mal–para paliar la realidad a la que me enfrento –para bien o para mal–cada día.
LUIS ENRIQUE EL PLEBEYO
A eso de las seis, cuando la tarde empezaba a desteñir todas las cosas en el interior de la casa, la música iba saliendo de las pianolas. Era un sonido lejano, de melódica ondulación que parecía llegar y regresar. Nacía imperceptible, como un susurro al oído, y luego crecía poco a poco hasta escucharse en todo el sector. Las bombillas de colores, como los de una navidad empeñada en su vigencia, parpadeaban en las marquesinas de las cantinas que se alineaban a lado y lado de las dos cuadras más mundanas de Roldanillo: la Zona de Tolerancia.
La Milonga, el Barranco, el Copacabana, Luces de Buenos Aires... esas fueron las que le dieron fama –reputación, si se quiere– a una calle prohibida, donde Andrés, Blanca y Eva no sólo eran hermanos sino los regentes de un harem puesto a la disposición de una clientela variopinta. Ah, y también la cantina de los Chalarca, que quedaba en la esquina donde comienza Marquetalia; sólo que esa calle, polvorienta y con una sola salida hacia el mundo exterior, no tenía entonces tal nombre ni en ninguna de las viejas casas se practicaba el comercio al detal de sustancias clandestinas que se hizo próspero cuando logró llevar por caminos tortuosos a muchos jóvenes que iban y venían y siguen yendo en búsqueda de otras puertas de salida a una realidad que nosotros mitigamos con otras locuras.
En la esquina de los Chalarca empieza la calle Marquetalia
Esa calle polvorienta y ciega fue la de mis primeros años. Yo la recorría sin zapatos y con la libertad del niño que apenas sí quedaba al cuidado de un abuelo maniatado por la artritis, mientras las mujeres salían a trabajar; ese abuelo que todos los días se paraba en la puerta de la casa a charlar con algún transeúnte o simplemente a ver caer la tarde mientras se equilibraba con dificultad apoyándose en las muletas de palo que el tío Manuel le hizo a golpe de machete. No me apartaba de su lado. Si estaba en la cama a la espera de alguien que lo tomara por los brazos para levantarlo, yo me quedaba ahí, sentado en en el piso de tierra, jugando con cualquier cosa. O en el andén, jugando con cajas de fósforos que el pobre viejo cortaba, convirtiéndolas en volquetas, con la misma cuchilla Gillette con que se afeitaba la arisca barba. O pisando tapas de botellas de cerveza que adquirían el valor de monedas con las que jugaba hasta donde la imaginación me lo permitía. Mientras tanto, la música llegaba y se iba. La voz de Pedro Infante, que ya me era familiar, anunciaba:
La noche cubre ya con su negro crespón de la ciudad las calles que cruza la gente con pausada acción. La luz artificial con débil proyección propicia la penumbra que esconde en su sombra venganza y traición.
Yo no entendía la letra. Con cuatro años de edad no podía entenderla. ¿Negro crespón? En cambio sí podía cantar a dúo toda la canción con Pedro Infante. Fueron tantas las veces que la escuché y repetí que cada palabra y cada frase me quedó grabada de igual manera que en el acetato. Aún la siento salir por las puertas verdes de la cantina de los Chalarca, para repetir a cada rato que la luz artificial, con débil proyección, propicia la penumbra que esconde en su sombra venganza y traición. Como si me hablaran en arameo.
Pero yo, con mis cuatro años, seguía la letra y los señores que abrían la boca para arrojar dentro un trago de aguardiente sin tocar la copa con los labios, también arrojaban una moneda desde la mesa para que yo volviera a cantar. «¡Repítamela, cantinero!» Y, claro: yo ponía los brazos en jarra (como lo hacía un cantante que a veces iba a Luces de Buenos Aires) y arrancaba parejo con el cuate Pedro:
Después de laborar, vuelve a su humilde hogar Luis Enrique, el plebeyo, el hijo del pueblo, el hombre que supo amar y que sufriendo va esta infamante ley de amar a una aristócrata siendo plebeyo él.
Luis Enrique el plebeyo… Por aquellas cosas que a veces uno escucha mal, llegué a creer que se refería a un hermano de mi padre, mi tío Luis Enrique, el Cedeño, el que murió en un accidente en el 55, ese que aún recuerdo con su traje de domingo y botas de suela de goma y pañuelo blanco en el bolsillo trasero del pantalón, dejando una punta a medio asomar. Se necesitaron varios años más de vida y unos pocos de academia para saber que el personaje del disco era otro, que su historia era una ficción y que con esos metaforismos y esa sintaxis alrevesada era que rimaban, en octosílabos y asonancias, los vates del Siglo de Oro.
Mi madre y mis abuelos se mudaron de la calle ciega de Los Llanitos a la calle de Los Tramposos, un poco más abajo. Aún alcanzaba a escuchar las melodías que salían atropellando desde las pianolas, pero el efecto sobre mi consciencia no era el mismo. Faltaba el bullicio, las luces de colores en las marquesinas, las carcajadas que el desparapajo de las mujeres dejaba escapar con estridencia. Y la casa de mis primeros días y mis primeros años
La calle de Los Tramposos
Aunque la zona de tolerancia desapareció, hay quienes se empeñan en afirmar que no, pues la esquina donde estaba la cantina de los Chalarca sigue justo donde la dejó el recuerdo. El Copacabana, ese pequeño cabaret que resaltó con sus murales coloridos y luces destellantes, no ha tenido receso. Son los únicos lugares que se obstinan en permanecer sin importar que por su amplios salones ya no revoletean treinta muchachas de complaciente disposición. Y la casa de mis primeros días y mis primeros años, esa que yo sentía tan grande como un universo, se redujo a su exacta medida: una casita de fachada blanca, con estrecha puerta de entrada –que entonces era amarilla y ahora es azul– y una diminuta ventana por donde sacaba mi cabeza para mirar el mundo. Mi mundo.
CUANDO FUI JUGADOR DEL INDEPENDIENTE SANTA FE
No es por dármelas de crack, ni mucho menos, pero en 1965 fui jugador del Deportivo Independiente Santa Fe.
En ese tiempo éramos tan jóvenes que algunos apenas sí estábamos arribando a las contradicciones de la adolescencia. No teníamos ambiciones de riqueza inalcanzable ni sueños que fueran más allá de dominar la esférica como los grandes para ser fichados por un equipo del fútbol profesional colombiano. Jugar junto a las estrellas gauchas y cariocas era todo lo que le pedíamos al destino. Era todo lo que necesitábamos para lograr el más alto nivel de satisfacción brindado por la vida. Nadie hablaba de darle un sentido al presente para asegurar el futuro con un título profesional, pues estudiar en la universidad era un lujo que no podíamos darnos. Nadie, que yo recuerde, mostraba proyectos vitales a corto plazo. Todos íbamos por ahí, a veces en contravía, saboreando glorias efímeras de un dribling, esperando la noche para recrear en la esquina de La Amistad el espectacular gol del triunfo y disfrutando del día sin responsabilidades que nos correspondía. Éramos como veinte y nos hacíamos llamar «Los Inocentes».El nombre fue por ese gusto a las ironías que adquieren los muchachos y que algunos aún conservamos.
«Mazamorra», Humberto Lozano «Pin», Ernesto Lozano, Pedro «Mula» y Humberto Dávila. Los años han hecho mella en la fotografía. En aquellos muchachos también
En ese ir y venir por las calles de Roldanillo, era el fútbol lo que hacía nuestra cotidianidad.
Todas las tardes, luego de llegar a la casa y tirar en cualquier parte los cuadernos escolares, caíamos en el potrero de don Segundo Santamaría, frente al taller Alemán, casi una manzana que sin permiso de nadie convertíamos en nuestro Maracaná. Ese potrero era el escenario de «picados» verdaderamente épicos. Cada partido lo jugábamos como si fuera una apuesta por la vida. La última apuesta. No corríamos para alcanzar el balón. Corríamos para alcanzar la gloria mínima de una gambeta que mereciera la estruendosa exclamación del público sentado en los andenes de enfrente. Y un soberano madrazo del gambeteado. Corríamos por las puntas como ejemplares de hipódromo, imaginando que éramos Pelé o un astro argentino. Así lo hacía William Quintero, cuyo nombre era, en realidad, era Gilberto Antonio y a quien le decíamos el «Ché Boludo».
Él «Ché Boludo» arrancaba desde su arco y no paraba hasta que traspasaba con balón y todo la línea de corner contraria, pues casi nunca atinaba al arco, lo que le merecía estruendosos e inesperados aplausos. Que se sepa, el «Ché Boludo» nunca hizo un gol, pero se devoró todas las canchas. No alcanzó el nivel de un regular jugador, pero demostró que una desbocada también podía arrancar tantos aplausos como Manoel Dos Santos Garrincha.
Despues de tanto trillar potrero, a alguien se le ocurrió que debíamos organizar un equipo de fútbol con todas las de la ley, es decir: con estatutos escritos a mano en un cuaderno escolar, aporte semanal de diez centavos por parte de los socios -que eran los mismos jugadoresconfección de uniforme, reuniones de junta y todo lo demás.
Y así lo hicimos. Sport Boys fue el flamante nombre que estampamos en las camisetas, justo arriba de nuestros corazones. Claro. No podía llamarse, por ejemplo, Deportivo Ipira, porque eso no sonaba bonito ni extranjero. Así empezamos, entonces. Poco a poco trascendimos las fronteras de la esquina de La Amistad para jugar en los escenarios deportivos de las veredas y corregimiento de Roldanillo. Hasta Huasanó y El Dovio fuimos a mostrar nuestra superioridad futbolística. Nada menos.
El equipo creció más rápido que nuestras expectativas y entre los cambios que se dieron estuvo el de la divisa. El Sport Boys pasó a denominarse Independiente Santa Fe de Roldanillo, curiosa escogencia de nombre porque nadie era seguidor del equipo bogotano. Nuestras preferencias iban hacia los dos equipos del Valle: El América y el Deportivo Cali.
No recuerdo de quién fue la idea, pero nuestra ingenuidad nos llevó a imaginar que si vestíamos el uniforme rojo y blanco y lo lucíamos para la toma de una fotografía que mandaríamos (de hecho, la mandamos) con una carta al Santa Fe de Bogotá, allá se entusiasmarían hasta el delirio -e incluso derramarían alguna lágrima de emoción y de la utilería nos regalarían dos balones usados y un uniforme que doña Carmen Celeita, como no, re-cosería en su Singer para adaptarlo a nuestros flacos torsos.
¿Adivinan quien fue encargado de redactar la carta?
No me pregunten si el Santa Fe de Bogotá nos dio lo que pedímos. La fotografía que le enviamos por correo aéreo sí la conservamos:
ARRIBA: Humberto Dávila Celeita, Chuco Sánchez Espitia, Héctor Neira, Carlos Vivas Vargas, Humberto Loxano García, Alvaro Castro, Manuel Sánchez Espitia, ABAJO: Alberto Benítez, Luís Pérez Varela, Oliverio Sánchez Quiroga, Ernesto Lozano García, Germán Aguirre, Carlos Botero.
La foto es de 1965 o 1966. No importa la fecha exacta. Lo que importa es que ahí estamos con nuestras sueños y posibilidades. No pretendíamos devorar el mundo, aunque sí posábamos de irreverentes con una sociedad que no estaba sisbenizada pero que, de igual manera, ha mirado desde siempre por encima del hombro a otra sociedad a la que, con repulsión, llamaban «clase popular». Nosotros.
Ese era el Santa Fe. Pero ahí no está Oribel, a quien terminamos por rebautizar como «Rada». Su mamá era la dueña de la tienda La Amistad. No está Guido René Gutiérrez, el de la garra fina. Ni Edgar Rodríguez, el que volaba de palo a palo y por eso se le llamó Camerini. Ni Jaime Vivas, el de los mil amores. No están los hermanos Pérez, (Alfonso y Carlos «Canuto»). Tampoco está Héctor Cruz «Torina». Ni Heriberto Álvarez «Opita». Ni Adolfo Vivas «Lolo». Ni Bernardo Posso. Ni Pedro Rojas «El Ovejo». Ni Gabriel Millán, aquel muchacho que se puso una máscara de Blue Demon para conseguir unos pesos con emociones y terminó muerto a balazos por la policía. Ni... ni todos aquellos que el tiempo ha borrado inexorablemente.
Han pasado muchos años desde que posamos para esa fotografía. Unos se fueron y a veces vuelven. Otros marcharon definitivamente. Algunos se ataron al pueblo y por ahí van cargando con el pesado fardo de los recuerdos. Desde luego, ya no jugamos al fútbol, pero seguimos apostándole a la vida, corriendo como locos tras de otras esféricas.
***
El 5 de agosto de 2017 me encontré con Elmo Cruz, quien llegó a la gallada de «Los inocentes» años después. Fuimos a la casa Ernesto Lozano. Nos dimos a la vieja manía de recordar y recordar ya desgastadas anécdotas
y desempolvar viejas fotografías. Cuando caímos en la cuenta de lo repetitivos que nos habíamos vuelto, Ernesto exclamó: «¡Cómo pasa el tiempo!». Elmo coreó: «¡Quién sabe hasta cuando!» Yo solo hice un balance de aquellos muchachos que fuimos y lo resumí con una frase coloquial, de esas que se dicen por decir: Y pensar que nadie daba por ninguno de nosotros ni un pucho.
LA ESQUINA DE TOCHO
La calle de «Los Tramposos» tuvo dos puntos de referencia que no aparecen en ningún plano cartográfico ni están señalados con sus coordenadas por las brújulas actuales: La cantina de Eva Quintero, en un extremo y la esquina de Tocho, en el otro. En ésta era donde funcionaba lo que un amigo, haciendo gala de un particular humor heredado de sus ancestros paisas, llamaba una ferrotiendapelucantina, pues allí se encontraba de todo, además que en el día era una tienda de las comunes y corrientes, frecuentada por las señoras que iban a comprar las «cosas para el almuerzo», y en las horas de de la noche se convertía en un sitio propicio para agotar las tandas de licor al pie de la infaltable pianola (rocola le dicen otros más jóvenes que yo) de la que sólo salía «música de tomar».
Contrario a lo que ocurre en estos tiempos, a los muchachos de entonces nos encantaba hacer mandados. Incluso los hermanos o los primos nos peleábamos por ese privilegio. Sólo había una razón: la cucaracha. «Quién va a la esquina de Tocho y me compra una papeleta de café» decían en casa y de inmediato todos salíamos a arrebatar la moneda de la compra. El elegido –o quien se impusiera– salía corriendo, devorando la cuadra que había desde la casa hasta la tienda, con la moneda en una mano y haciendo rodar, con la otras, el aro de una llanta de automóvil. Al llegar, Tocho utilizaba una exclamación que, de entrada, retrataba su personalidad: «¡Diga qué lo asustó, mijo!» Enseguida sacaba a relucir una sonrisa que era del todo pública y nada discriminatoria. A todos los que se arrimaran a la vitrina, viejo, joven o muchacho, los trataba de la misma manera. Pero con los muchachos tenía un agregado: Tocho despachaba el pedido y uno se quedaba con la papeleta de café en la mano, en actitud expectante, mirando por encima de la vitrina. «¿Algo más, mijo?» preguntaba con picardía. Uno vacilaba un poco y luego simplemente respondía: «La cucaracha, don Tocho». Entonces Tocho daba vueltas a la tapa de un gran recipiente de vidrio de forma redonda, metía la mano con la lentitud que le permitía nuestra ansiedad y sacaba una bananita artesanal, ovalada, corrugada, de color café oscuro, que nos entregaba como ñapa. O «encima», como se dice en el Valle. Esa era la cucaracha.
***
En las tardes de 1960 (o antes) cuando los arreboles iban cediendo a la penumbra, un empleado del municipio recorría las calles cargando al hombro una vara con un gancho en la punta para subir la palanca que conectaba la energía eléctrica, permitiendo que tres bombillas iluminara a medias una pequeña área de la cuadra. Era el instante en que la esquina de Tocho se convertía en el escenario de las embriagueces de aquellos que pretendían ahogar un desamor arrojándolo al fondo de una copa de aguardiente o espantar una indiferencia femenina con el tintineo de botellas de ron. O, como lo hacía mi tío Manuel Venegas, colmando la mesa con botellas de cerveza hasta los bordes. No de otra forma se podía demostrar que allí estaba sentado un mero macho.
«¿Le retiro los envases, Mono?» le preguntaba Tocho, que era el único que se atrevía a llamarle así, sin ser desafiado a una pelea de desagravio. Manuel levantaba la mano para constestar con el índice oscilante como aguja de metrónomo. Y para llamar al amor pedía de nuevo la canción de Los Cuyos que giraba y giraba en la pianola sin descanso y cuya letra (que todos aprendimos en la casa porque era la preferida de la abuela) debía llegarle, media cuadra más allá, a su novia:
Corazones partidos, yo no los quiero. Yo cuando yo doy el mío lo doy entero, lo doy entero, sí ayayay… Lo doy entero, sí, chilena sele, con la punta’el pañuelo, los cascabeles,sí, ayayay... Los cascabeles, sí, quién lo diría que un amor tan ardiente se apagaría, sí, ayayay...
Era los sábados cuando la esquina de Tocho se mostraba como una verdadera cantina. La pianola sonaba con más vigor y las tres mesas eran insuficientes para acomodar a los rudos que llegaban a emborrachar sus frustraciones. Las voces de los intérpretes salían a granel, desperdigándose en la distancia. De repente alguien se molestaba porque detenían el curso de la canción y hacían sonar la suya. Ocurría también que, en medio de su rabia contenida, alguien soltaba un desafío que azuzaba la sensibilidad del que sólo esperaba el motivo para descargar el puñetazo sobre la mesa y abalanzarse con furia a cobrar la reparación de la ofensa.
Si mi tío Manuel Venegas viviera, daría plena fe de ello como protagonista que fue de épicas reyertas de ebrio pendenciero.
Después de muchos años Tocho decidió ceder su esquina. La tienda cambió, no solo de aspecto sino de personalidad. Se volvió una tienda común y corriente, sin gracia, a la que le faltaba la sonrisa de bievenida, la frase amistosa. La pianola enmudeció o se fue con su música a otra parte. El nuevo dueño ignoró o fingió que noconocía el atractivo poder de de las cucarachas. La cantina desapareció. Con el tiempo, la tienda también. Los vecinos se fueron. Mi niñez también partió sin que nadie pudiera evitarlo.
Por la sola casualidad, una tarde cualquiera vi una persona que, en la distancia, se me hizo conocida. Empujado por la curiosidad, me fui acercando a ella. Hola, don Tocho, le dije como saludo. «Hola, amigo», me respondió, esforzan do un gesto que finalmente le salió con aire de aburrimiento. A pesar de los almanaques deshojados, su rostro no había envejecido tanto, aunque se le adivinaba ese sentimiento indescriptible e indefinible que los lusitanos llaman saudade. Pasó de largo. Estuve a punto de alcanzarlo y pedirle la ñapa, de decirle que diera vuelta a la tapa del recipiente de vidrio, que me devolviera a mis ocho años... Yo también seguí de largo, sin voltear a mirar hacia atrás, con la nostalgia agolpándose en mi memoria y la convicción de que esa persona a la que me acerqué pudo haber sido don Tocho si él lo hubiera querido, pero a quien saludé fue, en realidad, a don Teodosio Alarcón.
LAS SENDAS DE MI GENERAL
Ese día dos helicópteros sobrevolaron el pueblo dando varias vueltas a tan baja altura que se podían ver los pilotos. Desde el patio de mi casa, que quedaba a una cuadra de la tienda de Tocho, los vi perderse más o menos detrás de los caracolíes de El Rincón, allá en el barrio La Asunción. Mi primo Salvador llegó corriendo como si llegara de la batalla de Marathón. Fingiendo agitación extrema que le hacía respirar con dificultad, se quedó mirándome con ojos desorbitados, para darme a entender que había sido testigo del fenómeno más extraordinario de su vida. Gritó jadeante: «¡Un helijuésparo, un helijuésparo!» De alguna parte del mal-decir de la gente, Salvador había sacado esa palabra y la utilizaba como algo novedoso en su escaso vocabulario. Sin dar tiempo a correcciones, regresó con la misma prisa, buscando la calle. Era la sensación jamás experimentada por él. Salí a buscar a Salvador, «El Loco», que así lo llamábamos porque Luis Ortega, marido de mi tía Lucila, había descubierto que un espíritu maligno del tamaño de un muñeco se había sentado en su hombro izquierdo, haciéndole cometer todo tipo de disparates, ninguno que ofendiera a nadie. Él seguía gritando: «¡Un helijuésparo, un helijuésparo, salgan pa’ que lo vean!»
La calle estaba llena de curiosos. Ramón Serna, el de la pesebrera que lindaba con el patio de la casa de mi abuela, salió sin camisa a la puerta gritándole a todos: «¡Cojan oficio vagamundos, eso es no es más que van a tirar papeles ofreciendo recompensa por los pájaros». Un viejo que pasaba por ahí luciendo un sombrero de paja todo apachurrado, le replicó: «Andá cogé oficio vos, negro desocupado, y andá ponete una camisa que tenés una panza muy fea» Todos soltaron la carcajada, incluso Ramón Serna. La inesperada llegada de los helicópteros había puesto de buen humor a todo el mundo. Y siguieron mirando hacia el cielo. Fue cuando vi al Mono Pareja.
El Mono Pareja vivía llegando a La Planeta, en una casa destartalada, de andén alto y chambrana en el frente. Rubio, casi albino y gordo, hacía la diferencia con los muchachos de la cuadra porque era más alto que los demás. Eso se notaba al rompis. Cuando pasó frente a nosotros agitó los brazos invitándonos a seguirlo. «Vamos, muchachos, que están dando cosas», dijo con una emoción que ya le había puesto rojos los cachetes. Ni para qué preguntar qué cosas estaban dando. Sin pensarlo dos veces nos fuimos con él a media carrera, llegando a la iglesia, atravesando el parque, bajando por la Calle del Comercio, pasando por la Normal, bordeando la bomba de Ciro hasta llegar a La Granja. Como diez cuadras o más. En la puerta de La Granja nos encontramos con varios niños que salían con bolsas de papel apretadas contra el pecho y en las que se leía SENDAS con letras muy grandes. Uno de los niños sacó a toda prisa algo para mostrar, un juguete que no alcancé a identificar porque sólo por un instante lo exhibió como si fuera un trofeo y volvió a guardarlo. «Apuremos, apuremos que nos quedamos sin nada» afanó el Mono Pareja. Corrimos a toda, dejándolo atrás, porque su gordura le hacía perder el resuello. Yo imaginaba cómo agitaría su barriga arriba-abajo-arriba-abajo, quizás a punto del desmayo.
Detrás de las edificaciones de La Granja vimos los helicópteros y a su alrededor una larga fila de niños que habían llevado de las escuelas por orden del alcalde militar, el que mandaba por esos años en el pueblo. Don Elí García, don Efrain Gómez, don José Manuel Valencia, don Dalio Velásquez, don Darío Pandales, Don Helio Londoño, varios maestros de la Primitivo y la Concentración trataban de mantener el orden. Sin saber qué hacer o para dónde pegar, porque ese día no habíamos ido a la escuela, nos quedamos parados en medio del campo, observando cómo los niños pasaban en pequeños grupos. Don Elí, que me conocía desde que iba a la peluquería de mi madre, me hizo una seña con el índice en forma de gancho: «Venga mijo, métase aquí» Salvador y el mono Pareja me siguieron y, como si creyeran que el gancho era también para ellos, de una se metieron en la fila. Al rato estábamos recibiendo el obsequio que nos traía mi General Rojas Pinilla, O sea, el Señor Presidente. Que no era el Señor Presidente sino el Señor Dictador de Colombia.
El General, rodeado de los principales del pueblo y sus esposas, no parecía un General. Se veía como un señor con gorra, vestido para ir a misa. Sus anfitriones exhibían sonrisas almidonadas y trataban de ganarse, a empellones, un lugar de privilegio junto a él. El alcalde asumía una actitud subordinada que iba más allá del servilismo. Con saltos cortos como de cómico de cine, trataba de mostrarse presto a cumplir cualquier orden. Las señoras... bueno, ellas muy bien puestas, como siempre.
Cuando al fin llegué al pie de uno de los helicópteros donde estaban repartiendo los regalos, una señora con uniforme militar metió la mano en una caja inmensa y sacó el que me correspondía. Me lo entregó posando su mano en mi cabeza y estrujándome el cabello al tiempo que decía algo que no alcancé a escuchar porque era como si estuviera rezando. Un señor con bigote a lo Clark Gable, me dijo: «Salude a la capitana María Eugenia, mijo, que usted no es bobito». Y luego: «¿Cómo es que se dice, monito? ¡Se dice gracias!» Repetí la palabra Gracias y salí disparado con la bolsa de SENDAS. El loco Salvador me alcanzó para mostrar el carro de hojalata que le había tocado. El Mono Pareja sacó un trompo inmenso, también de hojalata, que puso a girar presionando un émbolo en la parte de encima. El Mono corría con ganas de llegar ya a la casa, pero no podía evitar detenerse cada tanto para poner a girar su trompo. Yo no quise mostrar nada. Para qué. Al entreabrir la chuspa alcancé a ver la cabellera rubia de una muñeca de pasta. ¡Qué rabia! El Señor Presidente, el General Rojas Pinilla, el restaurador de la Patria, el último dictador con uniforme militar que gobernó en Colombia, se había equivocado conmigo.
DON LUIS
De no haber sido por diez centímetros de buena suerte, en este momento yo no estaría aquí echando el cuento.
El 1 de enero de 1957, muy temprano en la mañana, mi madre me hizo tomar un baño y luego de vestirme con la ropa dominguera, salimos de viaje hacia Tuluá, con el fin de hacer unas compras. Un poco después del mediodía regresamos con algunos paquetes y bolsas y el cansancio del viaje. Luego de descargarlos sobre una mesa e intercambiar algunos comentarios con mi abuela Isabel, mi madre me entregó 30 centavos para que fuera a comprar tres Cocacolas en la tienda de don Cristóbal.
Vivíamos en un diminuto apatamento del viejo caserón de inquilinato administrado por su dueña, misiá Teresa Fajardo, una vieja que ocupaba un estrecho pero estratégico cuarto desde donde vigilaba, con morbosa curiosidad, los movimientos de sus inquilinos, pues todos tenían que entrar y salir por el zaguán de paredes sucias y descascaradas. Al salir por alcancé a ver a don Luis, que ya llegaba a la puerta de la calle. Corrí un poco para alcanzarlo. «Pa’ donde va, mijo», me preguntó. Yo le contesté que iba para la tienda a comprar unas colas. Don Luis me miró con condescendencia y agregó, dándole a las palabras esa musicalidad tan de los boyacenses: «Mine que yo también voy pa’ allá».
La casa de Teresa Fajardo, en donde vivíamos en un diminuto apartamento, hoy ocupado por locales de comercio
Cogiéndome de la mano me llevó por el andén, un poco solitario a esa hora, caminando sin afanes la media cuadra que había hasta la tienda de don Cristóbal.
Don Luis apoyó el codo en el mostrador de madera y ordenó: «Dele tres gasiosas al niño y a mí me da una libra de azúcar» El tendero sacó de la nevera las botellas y luego cogió un cucharon metálico para empacar el azúcar en una bolsa de papel. Al llegar la aguja de la pesa al número uno, cerró la bolsa.
Habíamos caminado unos ocho metros de regreso, cuando escuché un silbido que sólo yo reconocía como el que producía mi padre para llamarme. Era un silbido largo, modulado, que no imitaba el canto de ningún pájaro. Sí, era José Aníbal. Había ido a Roldanillo, como ocurría dos o tres veces en el año. Sacó una moneda y la puso en el bolsillo de mi camisa.«Vaya y vuelve que aquí lo espero». Me dijo, indicándome que llevara rápido las Cocacolas. Alcancé a don Luis que sólo había volteado para percatarse de quién me había llamado. «¿Ese señor es su papá?».
Luis Poveda era un hombre de treinta y cinco a cuarenta años de edad. De baja estatura, trigueño, regular contextura, sus facciones aindiadas hacían pensar que había llegado a Roldanillo desde Boyacá o Cundinamarca, como tantos otros -incluyendo a mis abuelos que fueron empujados por la violencia. Su mujer llamaba Hortensia. Ella me trataba con cariño. Incluso, llegó a pelearse con otra inquilina porque arrojó al techo un barquito de plástico con el que yo estaba jugando en el tanque del lavadero de ropa.
***
Alguna vez ví a don Luis sentado en una mesa en el corredor de la casa limpiando un viejo revólver. Sobre una hoja de periódico había puesto la munición en el piso para calentarla con el sol. Eso avivó mi imaginación al suponer que don Luis era un hombre que estaba en un plano más alto que los demás, un hombre como Dick Tracy. O como el Llanero Solitario. Al percatarse que me había quedado mirando fijamente la hoja de periódico, tomó una de las balas y me la entregó como si se tratara del más preciado tesoro. «Pógala ahí con las otras, mijo, porque estas cosas matan».
A veces llegaban unos hombres a preguntar por él pero nadie sabía para qué, aunque mi madre suponía que era para cosas malas, pues discretamente don Luis se encerraba en su pieza y no volvía a pisar el corredor hasta que la visita había marchado. Como aquel día cuando llegó un carro negro y estacionó frente a la casa. Cinco hombres bajaron. Don Luis estaba en la puerta y los invitó a seguir. Entraron susurrando y mirando hacia atrás, hacia todo lado. Yo me quedé jugando con mi hermano Eduardo muy cerca del carro. Al rato los hombres salieron en dirección al parque. Eduardo, que estaba colgado del parachoques trasero, cayó rodando por el pavimento, lanzando un chillido de dolor. Nuestra madre acudió a toda prisa y recogió a mi hermano, que terminó con peladuras en manos y rodillas.
¡Esos hombres! ¿Por qué no ponen cuidado antes de arrancar? Vean que casi matan al niño» gritó una vecina. Y agregó, dirigiéndose a mi madre en voz baja: «¿Si vio quien iba en ese carro, Paulinita? ¡El Cóndor, Mija! ¡El Cóndor!»
Ese primero de enero él vestía pantalón y saco de color café, camisa blanca de manga larga y un sombrero alón que ocultaba un poco la dirección de su mirada. Los zapatos eran negros.
Ya lo había alcanzado y nos disponíamos a regresar a la casa, cuando un hombre blanco, flaco, con el sombrero embozado y enfundando en una ruana, a pesar del calor de ese día, se acercó y le dijo: «Quiubo, Luis». Luego, mientras levantaba la ruana y echaba un extremo sobre el hombro, agregó: «De modo que usted es el macho de por acá». El revólver ya lo empuñaba con la derecha. Sin mediar otra palabra, empezó a disparar. Cuatro detonaciones –tal vez cinco–se escucharon, una tras otra, mientras don Luis caía en el pavimento.
El tiempo se hizo lento, hasta casi detenerse. Yo no entendía qué estaba sucediendo ni por qué me había quedado paralizado. El hombre flaco bajó la ruana, tiró el sombrero hacia atrás de su cabeza descubriendo unos ojos claros que llameaban odio y, como si nada hubiera pasado, salió caminando lentamente en dirección a la esquina de los Cardona. Vi cómo se alejaba, con la mirada clavada en el pavimento, hasta que desapareció al doblar en la esquina. En mi memoria quedó grabado su rostro, su rabia. Un automóvil le esperaba a la vuelta y en él salió en dirección a La Ermita.
El lugar se llenó de curiosos que acudían a ver a don Luis Poveda tendido sobre un charco de sangre y un reguero de azúcar. José Aníbal quitó de mis manos el pico de la botella que una de las balas había quebrado. Escapé de la muerte por diez centímetros. José Aníbal me jaló del brazo para apartarme del tumulto que se fue formando alrededor del cadáver.
Justo cuando misiá Hortensia llegó con gritos de dolor, tomando su cabeza con las dos manos, don Luis recogió la pierna izquierda adosando el pie a la altura de la rodilla derecha. «Hizo el cuatro de la muerte», dijo alguien en voz baja y con macabra sorna. «Estaba esperando que llegara misiá Hortensia para morir tranquilo», aseguró una mujer, soltando la frase con tono dramático y gesto compungido.
Mi madre, parada en la puerta de la casa, se empinaba sin necesidad y movía la cabeza tratando de encontrarme en medio de la gente. La expresión de su rostro era de angustia. Cuando al fin pudo hallarme, me hizo un llamado desesperado con la mano. Entonces corrí hacia ella y con la emoción de la novedad dibujada en mi rostro sólo atiné a decirle que don Luis estaba en el suelo. Ella ya lo sabía.
Al día siguiente el manchón oscuro seguía sobre el pavimento. Los transeúntes pasaban de largo, eludiéndolo como se elude a diario la muerte.
Años después, ese episodio trágico era tema recurrente en las charlas vespertinas que se hacían en el corredor de la casa de mi abuela María Isabel. Apenas mi abuela, que era la de las mil historias, empezaba a recrear una en la que un homicidio hiciera parte del argumento central, yo sacaba de nuevo el nombre de Luis Poveda. Y me repetía que si volviera a ver al hombre flaco de la ruana y el sombrero embozado lo reconocería de inmediato porque su cara me había quedado grabada, agregando siempre que, de no haber sido por diez centímetros de buena suerte, yo no estaría contando el cuento porque de las cuatro balas –tal vez cinco– que fueron disparadas, una atravesó la botella de Cocacola que yo sostenía en la mano derecha.
EL PRIMO GALLINAZO
Marino Cedeño vivía a cuadra y media del parque, casi en frente de la casona donde quedaba la alcaldía en 1955. Hoy es la sede de los juzgados. Yo vivía en la casa vecina. Y cada vez que nos veíamos él me invitaba a jugar a las bolas (a las canicas, dicen los refinados) porque le gustaba que yo ganara y me embolsillara las suyas. Todas.
Él me llevaba algunos años de ventaja, tal vez cuatro, pero como decían que era un poco atembado (es decir: un ser ontológicamente puro), estaba desprovisto de toda mala intención y bajaba hasta nivel de mi edad. Empezábamos al pepo y cuarta y terminábamos con los tres o los cinco hoyos. Nos íbamos impulsando las bolas de cristal, intentando golpear la del contrario. Marino tenía una puntería del demonio, sin embargo siempre procuraba errar el tiro o pasar haciendo solo melis, leve roce que no valía como pepo. Era su manera de compartir sin mostrar esa rebosada generosidad que lo hubiera hecho muy popular en la cuadra. Él prefería proceder así, como un perdedor, porque esa era su generosa naturaleza y no habría podido actuar de otra forma.
«Usted si es muy bobo, Marino», le decían los demás muchachos de la cuadra. Él se limitaba a mirar con expresión desconcertada y a sonreir como... sí, digámoslo de una vez: como un perfecto idiota.
Él era primo segundo de mi padre e hijo y pariente de músicos roldanillenses.
¿Recuerdan a Jesús Cedeño? El poeta le decían. Tocaba el clarinete como nadie más lo hacía, magistralmente, siguiendo la partitura y también de oído. Solía andar con don Vicente Rayo, el talabartero. Y de tanto andar con él se le pegó lo tomatrago. Las anécdotas no faltan. Como aquella que cuenta de la vez que estaban en la tienda de Miguel «Cagada», tomando cerveza sentandos en bultos de papa. Don Vicente luchaba con la borrachera, pero la borrachera siempre le ganaba y, en esa ocasión, cayó tendido en el piso de ladrillo. Mi pariente lejano sacó su clarinete y entonó una melodía oriental que fue la apropiada para que el talabartero se levantara contorneándose como serpiente encantada por un músico de la India. Anécdotas parroquiales que le ponen un poco de picante al tedio de los pueblos.
¿Recuerdan a Alfonso Cedeño? Hermano de Jesús, trompetista virtuoso y soñador empedernido. Tenía un porte de sinigual elegancia y un imán irresistible con las mujeres. Una noche, después de un toque de intemedio en el teatro Ortiz, salió en medio de un tremendo aguacero y llegó a su casa, enseguida del hotel Armuña, con el juicio perdido. Y cada día lo extravió un poco más hasta que ya nunca pudo recobrarlo. Por su aspecto desgarbado le llamaban el loco «Viruñas». De hombre amable y tranquilo pasó a mostrar tal agresividad que Leonorcita no supo si mandarlo a Sibaté o mantenerlo encerrado. Como madre, prefirió encerrarlo para tenerlo cerca y atenderlo.
Marino, en cambio, resultó percusionista. Que es otra clase de locura. Pero Marino no era hermano de Jesús ni de Alfonso, sino su sobrino. Aunque era un muchacho de poco seso, desde niño mostró una habilidad fuera de lo común para darle golpes acompasados a un tarro de leche Klim, acompañando la música de la radio. Era un obscecado en todas las acepciones del vocablo. Eso lo llevó a perfeccionar el golpe para convertirse en el tambor redoblante de la banda municipal de Roldanillo y, finalmente, en ejecutor de la batería de cuatro piezas en una agrupación que interpretaba de todo en las fiestas parroquiales.
Era inconfundible entre los demás músicos. Con el redoblante terciado, se paraba muy tieso y muy majo, recto como un riel, estirando el cuello como un gallo en el momento justo de su canto. Pero su apodo no salió de ahí.
A Marino le decían «Gallinazo», porque alguna vez, cuando todavía tocaba con una lata de Klim como instrumento de percusión, le dijeron que tenía moverse rítmicamente como lo hacía el coro de las orquestas. Si bien es cierto que sufría de poquedad, Marino no sufría del mal de la timidez y, sin necesidad de decírselo por segunda vez, se puso a bailar con sus pantalones negros de bocamanga alta. No se balanceaba al ritmo que sonaba. Bailaba «como gallinazo parado en una lata caliente», dijeron. Lo dijeron para que nadie lo olvidara.
La última vez que vi a Marino fue como cuarenta y cinco años atrás, en la plazuela de San Francisco de Cali. Participaba con músicos de Jamundí en un encuentro de bandas municipales. Ahí estaba, un poco más trajinado por los años, pero era el mismo Marino de mi niñez. Lo saludé con el ánimo de recordar viejos tiempos, pero a todo cuanto le decía sólo obtuve por respuesta esa risa de tono grave, entrecortada y sin significado que lo caracterizaba. Entonces recordé que el primo Gallinazo era un muchacho de poco seso. Le extendí mi mano en señal de despedida.
Con un poco de perversidad le pregunté:
«¿No te acordás de mí? Y pensar que jugamos a las bolas cuando éramos chinos» Sin dejar de sonreir me contestó: «Anibital».
Y hasta el sol de hoy.
EL DÍA QUE ME ENCONTRÉ CON ESE TAL NERUDA
Sobre el mostrador de madera de la tienda La Amistad encontré un ejemplar incompleto de El País. Aunque era de fecha vieja, empecé a ojearlo sin prisa. En una de sus páginas registraba la nota que posiblemente pasó desapercibida para muchos pero que llamó de inmediato mi atención: Pablo Neruda ofrecería un recital poético en el teatro Los Fundadores de Manizales, el viernes 8 de octubre de 1968. En tres días. Una y otra vez leí la nota. Y me prometí que iría.
No era una promesa gratuita. Mi padre, carpintero (prefería que lo llamaran ebanista) era un lector consumado de todo escrito que caía en sus manos. Empezaba con el periódico que le llevaban hasta la carpintería y luego seguía con los folletos, las revistas, los libros que nunca le faltaban. Su pasión por la lectura era de tal magnitud, que al momento de las comidas, se deleitaba leyendo las recetas impresas en los frascos de medicina que encontraba sobre la mesa. Así como cantaba un tango o un bolero mientras partía una tabla con el serrucho, recitaba, casi con tono declamatorio, a José Angel Buesa, a Julio Flórez, a Miguel Ramos Carrión... Incluso soltaba de golpe el martillo y las puntillas y sacaba un block en el que escribía algunos versos que luego leía orgulloso a sus amigos. Hasta mi muerte me seguirá la reacción que tuvo cuando un profesor del colegio le envió una nota expresando su preocupación por mi reiterado mal comportamiento en el salón de clases, No recuerdo el texto de la respuesta, pero sí su expresión de malévola satisfacción al imaginar la reacción de mi profesor cuando leyera las dos cuartillas de versos que le enviaba. Ana Milena, la mayor de las Cedeño, me hizo memoria de la ocasión en que nuestro padre revisaba los cuadernos de su nieta Karol para atormentarla con las correcciones ortográficas, de redacción y todo lo demás relativas al buen decir. La búsqueda rindió sus frutos: allá, con un adivinado tono de autoridad docente, encontró una nota de la profesora, que decía: «Debe colocar más cuidado a lo que escribe». Ya imagino la expresión malévola cuando echó mano del block y con esa letra de amanuense colonial que yo heredé, escribió este reproche:
Fabiola:No se concibe que para uno estudiar le tenga qué colocar más cuidado a lo que escribe. Si a usted le suena muy mal ese término poner, nunca escriba anteponer sino antecolocar.
José Aníbal me había imbuido, desde temprano en mi niñez, en la poesía. Y a mis trece años ya había escrito en los cuadernos escolares varios intentos de poemas de estructura clásica que al año siguiente, cuando me promovieron de curso, desaparecieron. Y aunque mis lecturas de poesía eran del peor gusto, Neruda, Withman, Pedro Salinas, Becquer y otros se cruzaban de manera furtivaen mi camino. Así que el anuncio de una lectura por el autor de «Veinte poemas de amor» era un acontecimiento que no podía pasar como si nada, ya que no se repetiría como experiencia directa en lo que quedara de mi existencia.
Sin saber cómo podría hacerlo, le dije a Rada que iría a Manizales. Oliver Rada –en realidad llamaba Oribel Rodas– era para mí un amigo muy especial, de esos con los que no hay otra opción que estar en las buenas y en las malas. Me preguntó qué iba a hacer por allá. «Pues a ver a Neruda», le respondí. Le dije quién era Neruda. Le hice saber su importancia en la literatura americana. Le leí algunos de sus poemas. Dibujando una sonrisa entre burlona y comprensiva, dijo que me acompañaría. «Iremos a ver a ese tal Neruda si es que eso es tan importante para vos».
Hallar la forma de ir no fue difícil. Buscamos a don Chepe Lozano, el papá de Luis Ernesto y Humberto «Pin». Don Chepe tenía un camión destinado al acarreo de todo y a toda parte. Ya en una ocasión anterior nos había llevado a Cali para acompañar a la selección de fútbol del Belisario en un juego de final contra el Politécnico. O el Santa Librada, ya no recuerdo. Lo que sí recuerdo con precisión es que esta vez Rada y yo nos fuimos sentados en bultos y cajas, mirando la carretera, disfrutando de un paisaje de potreros y cultivos de maíz y algodón, comiendo bananas y naranjas que habíamos alistado en una bolsa de papel para mitigar el hambre durante el recorrido. Zarzal, La Victoria, Obando, Cartago, Cerritos, Pereira, Dosquebradas, Chinchiná. Manizales.
El viaje fue incómodo a más no poder. Luego de cuatro horas estábamos rendidos pero satisfechos por haber llegado a Manizales. Don Chepe detuvo el camión en una calle solitaria y nos dijo: «Aquí pueden bajarse, muchachos, quedan por su cuenta». Desubicados, con los sentidos algo confundidos, quedamos inmóviles en el andén de una vieja edificación hasta que el ruido del motor del camión ya no se escuchó más. Recorrimos calles ondulantes, serpenteantes, que a veces nos llevaban a callejones y pasajes. Preguntando a los desprevenidos transeúntes logramos ubicar el parque Caldas. Allí buscamos dónde sentarnos a descansar.
El trayecto entre el parque y el teatro Los Fundadores –cuatro cuadras, tal vez cinco– lo recorrimos una y otra vez hasta que finalmente nos quedamos frente a la entrada. La gente empezaba a llegar, formando grupos que crecían poco a poco a la espera de que abrieran la puerta. Cuando, por fin, un hombre de traje gris y quepis dio vía libre, la gente agolpada quiso entrar apresuradamente. Se formó un breve forcejeo al que siguió el estallido de una puerta de un vidrio que había cedido a la presión del tumulto. Por segundos el planeta se detuvo, pero luego de evaluar la situación, todos entraron apresuradamente. Afuera quedaron personas en actitud de espera. Rada me hacía señas de quedarnos ahí.
Salido de la nada alcancé a ver a un hombre que venía por el andén rodeado de varias personas que caminaban con prisa impostada, como la que muestran los sumisos. El hombre sobresalía entre sus acompañantes, no sólo por su estatura sino por su porte. Enfundado en un traje gris oscuro, caminaba despacio, como disfrutando de esos momentos de gloria que le otorgaba lo más granado del notablato intelectual caldense. Era Pablo Neruda, el inmenso. Justo en el momento en que pasaba frente a nosotros, Rada puso sus manos abiertas en la boca y gritó: ¡Pablo! y se agachó para escabullirse entre el tumulto. Neruda giró su cabeza, cubierta por la boina de visera que siempre lo caracterizó y dirigió su mirada hacia mí. Fue sólo un instante, suficiente para dejarme petrificado por la vergüenza. Neruda hizo con la mano un gesto dirigido a nadie. Rada reapareció con el brazo en alto y agitando la mano en señal de saludo. El poeta siguió de largo sin responder. La gente fue desapareciendo. Al final sólo quedaron dos muchachos de Roldanillo que, por no tener con qué pagar el boleto de entrada, no supieron qué más hacer.
Recorrimos calles hasta que la noche se hizo incierta en sus propósitos. Volvimos al parque Caldas. Rada tuvo la idea de ir a un parqueadero y pedir que nos dejaran dormir en un vehículo. A esas alturas los roles se habían invertido y era yo quien seguía las locuras de mi amigo. La buena suerte nos llevó hasta un lote de terreno encerrado con alambre de púas y acondionado para el aparcamiento vigilado de vehículos. Entramos saludando en voz alta. Nadie respondió. Permanecimos allí, hablando para que notaran nuestra presencia. Al rato salió un hombre abrigado con una gruesa ruana. Escudado en la desconfianza, nos sometió a un largo interrogatorio que cesó cuando preguntó: «¿Y ustedes de dónde vienen?» «De Roldanillo», contestamos en coro. Palabras mágicas. El hombre (el tiempo ha borrado su nombre) dijo que había trabajado en Roldanillo, conocía muy bien a Fulano, a Zutano y, desde luego, a Mengano. Había jugado billar en El Volga y había tomado tinto donde Héctor Betancour. La charla se prolongó hasta bien entrada la noche.
Empezamos a bostezar de hambre y cansancio, por lo que el hombre nos buscó dónde dormir: una vieja volqueta cuyas puertas no tenían seguro. Nos dijo que nos despertaría antes de las cinco de la mañana porque el volquetero llegaba a esa hora.
Al día siguiente, al salir de nuestro dormitorio improvisado, el del parqueadero nos recomendó a un camionero que iba con carga de plátano para Cali y tal vez nos llevaría. Accedió sin exigir nada más que comportarnos sin hacer gracias que pusieran en peligro nuestra vida. «Si se matan no vayan a salir diciendo que yo tuve la culpa», nos advirtió, sin que supiéramos si tal despropósito lo hizo en broma, pues volteó y se montó en su vehículo. Rada se apresuró a trepar y descolgó los brazos para ayudarme a subir. En un comienzo hacíamos todo lo posible por no manchar nuestra ropa, pero luego de una hora la pulcritud fue lo de manos porque la incomodidad nos obligó a sentarnos donde mejor pudimos.
En Zarzal terminó el recorrido. Con gratitud exagerada nos despedimos del camionero y nos quedamos viendo cómo se alejaba.
¿Cómo llegar a Roldanillo?
Casi media hora nos quedamos al pie de la vía férrea echando dedo, pero nadie quiso recogernos. No hubo otra alternativa que emprender a pie la última jornada, que fue más de una hora. Llegando a Guayabal le hice jurar a mi amigo que no diría nada a nadie de esta aventura. Si algo se sabía, no pararían las burlas de la gallada. Rada cumplió el juramento.
El poeta murió años después. Rada también. Y aunque la visión que tuve de un personaje de carne y hueso de esas dimensiones fue sólo de treinta segundos (tal vez menos) ¿Quién más en Roldanillo puede decir que alguna vez se encontró con ese tal Pablo Neruda?
EL CAFÉ VOLGA
El día que don Hernando Ruiz, nuestro profesor de geografía, nos habló con deleite de los afluentes más importantes de Europa, la mención del río Volga me inspiró un chiste flojo que de inmediato le solté a Edgar Valderrama, quien ocupaba pupitre delante del mío: «¿Sabés por qué ese río se llama así?» Pues por el café que está frente al parque Edgar me miró con ese gesto de y a este qué le pasó, pero eso no fue inconveniente para que al llegar a casa entregara a mi madre una versión explicada, corregida y mejorada de lo que yo consideraba la más sensacional salida de humor irónico, próximo a la genialidad.
La verdad es que el Café Volga, para esa época, ya se había convertido en un referente inevitable a la hora de dar alguna indicación para una cita de negocios o para orientar al despistado en la búsqueda de un punto en el plano cartográfico del pueblo.
La imagen de ese recuerdo escolar me llegó cuando, bajo el sol insoportable del mediodía, me encontraba en la esquina del almacén El Confort observando la osadía de los que pasaban raudos en sus autos y motocicletas haciendo gala de una irresponsabilidad llevada al extremo: el semáforo les guiñaba la señal de pare, pero nadie se daba por aludido. En esas estaba cuando escuché una voz familiar que me llamaba. Era Josías, que pasaba por ahí y manoteaba para darle fuerza a su llamado: «Hola, Anibal Manuel. ¿qué hacés ahí?» Algo más agregó en tono de broma, pero no alcancé a entender porque estaba más al cuidado de no ser atropellado por un osado motociclista mientras atravesaba la calle. Le extendí mi mano en señal de saludo y luego de los formulismos sociales de contacto nos fuimos caminando hasta El Volga.
El Café Volga tiene muchos años, tantos que algunos aseguran que allí estuvo jugando tute Francisco Radondo Ponce de León, el incierto fundador de Roldanillo.
Hagamos cuentas: Un señor de nombre Ramón Cardona instaló allí una tienda y, como era costumbre en esa época de aquel Roldanillo bucólico que ya cedía a las costumbres paisas, hizo armar una mesa de billar que trajo a lomo de mula desde Medellín, para regocijo de los desocupados que tenían que lidiar con el tedio de todos los días. Esta fue una brillante idea de negocios de don Ramón, pues al golpe de las carambolas los jugadores compraban cerveza y gaseosas y los espectadores de algo más se antojaban. Poco después amplió el área del establecimiento, viajó a Armenia donde adquirió más mesas de billar y convirtió la tienda en un café, lugar en donde, además de saborear los pocillos de esa estimulante bebida, los del pueblo podían conversar una cerveza o agotar, copa tras copa, una botella de licor. Así nació El Volga.
Treinta siete años lo administró Ramón Cardona, hasta que decidió cederlo a un yerno suyo. Seguramente el yerno de Ramón le hizo modificaciones al local. Posiblemente cambió el mobiliario, adquiriendo uno de diseño práctico en la Industria Metálica de Palmira. Pero después de siete años pudo considerar que no iba a esperar el bíblico tránsito de las vacas gordas a las vacas flacas y decidió venderlo. Lo adquirió don Evelio Piedrahíta quien, más con el corazón que con la bolsa, lo sostuvo durante cincuenta y dos años. Hoy tiene un nuevo dueño. Don Hugo Riveros, me dicen que llama. De acuerdo con lo anterior, El Volga puede tener un poco más de cien años.
Las fotografías de hace más de medio siglo muestran una vieja casa con tejas de barro cocido, ancho alero, fachada lisa pintada con cal, sin ningún adorno, con tres entradas aseguradas por pesadas puertas de madera, tal vez de roble.
Las fotografías de ahora muestran una edificación que ha sido remodelada dejando ver una angosta marquesina de cemento, fachada repellada y pintada con vinilo de color verde-mal gusto que ya se descascara, adornada con un nada estético aparato de aire acondicionado, con las mismas tres entradas pero de puertas metálicas, las cuales, una vez franqueadas, transportan de inmediato a esas épocas que se obstinan en permanecer aferradas a la memoria. Es que el Café Volga tiene la mágica virtud de congelar el tiempo.
Al entrar con Josías, un álbum de imágenes un tanto apolilladas y teñidas de sepia cayó a mis pies. ¡Las mismas mesas! ¡Las mismas sillas!, fue lo único que atiné a exclamar. Si, las mismas IMP de patas de tubo cromado y tablero enchapado con fórmica, las mismas sillas con respaldo y asiento de madera que permite encajar las posaderas de manera ergonómica. Explorador de todos los recuerdos, recorrí con la mirada cada rincón y recogí fragmentos de una historia muy vieja que yo también había contribuido a escribir.
Mientras tomaba un café de fresco y exquisito sabor, quise mencionar un muro de baja altura que se interponía entre el salón del tinto (así lo llamo) y el área de billares, pero la emoción de la nostalgia y la ausencia de la referida mampostería (sólo quedaban las señales en el piso) trastornó ese intento. Quise decir que ese muro lo construyó mi tío Manuel Venegas y que yo fui su ayudante, el que mezcló la arena y el cemento y arrumó los ladrillos para que fuera levantada una frontera que permitía ver hacia ambos lados. Quise contarle que cuando un compañero de curso en la Primitivo Crespo me vio en esa labor, soltó sonora carcajada y fue a contar a los demás que yo era «un pobre lungo que boleaba pala». La emoción de la nostalgia me lo impidió. Pero sí le conté a Josías que cuando yo tenía algo así como catorce años, fui contratado por don Evelio Piedrahita, para ocupar el muy importante cargo de aseador del Café Volga. Cada mañana, antes de la hora de abrir el establecimiento, escoba en mano recorría todo el local recogiendo papeles, colillas de cigarrillo y cuanta porquería arrojaban al piso los clientes. Luego, con un trapeador removía por todo el piso el afrecho de café molido que era sacado de la máquina Torino y que, impregnado con ACPM, se utilizaba para darle brillo a las baldosas. Mi interlocutor alcanzó a mascullar un «Vea pues». Luego nos perdimos en un remolino de reminiscencias que daban cuenta de tantas cosas que, en este mismo instante ya me confunden.
***
Cuando uno pasaba al otro lado del bajo muro que antes mencioné, la realidad se tornaba diferente. Aún se siente diferente. Aunque fue derribado, como el de Berlín, sus vestigios siguen marcando la diferencia de lo que se vive en el salón del tinto, con lo que es rutina en el billar (donde las mesas cargan con una historia de ciento ocho años, según palabras de don Evelio) y en «la perrera», situada al fondo para congregar lo más granado del tahurismo local.
Los que consumen a sorbos medidos un pocillo de café oscuro mientras buscan de manera infructuosa hacerle el quite al aburrimiento se confunden, en el salón, con los que se sientan frente a la botella de licor tratando de mandar al carajo sus penas y frustraciones. En cambio, en el billar forman cofradía los que acuden a jugarse la vida en una carambola de lujo y los que hacen corrillo para aplaudir una habilidad que tiene más que ver con la física y la geometría que con las virtudes sobrenaturales que le atribuyen a quien es capaz de pasar la guasca de una sola tacada.
Los de «la perrera», ese lugar a donde sólo tienen autorización de ingreso los que exhiben el título de tahures, pertenecen a otra estirpe: a los que extienden en silencio sus cartas o tiran los dados siguiendo la tradición de los romanos que se se jugaron la túnica inconsútil. Así ha sido siempre. ¿Cuántos años llevan «Rabito» y Vergara cumpliendo la exclusiva e indelegable labor de gariteros? Desde cuando yo estaba empezando el bachillerato y me volaba de las clases de contabilidad del profesor Villegas para aprender a tacar carambolas a tres bandas.
De veras que Henri de Toulouse-Lautrec hubiera podido montar su caballete en el Volga para iniciar las primeras pinceladas de una escena, interrumpir su trabajo y cuarenta años después retomar el pincel sin ningún problema, pues no obstante que los rostros han ido cambiando, los tertulianos son los que van y vienen ocupando, día tras día, año tras año, ese lugar que es únicamente de ellos.
Sólo el 24 y 31 de diciembre el Volga cambiaba de aspecto. Las matas de plátano incrustadas en tambores de hojalata, las cañas y las hojas de palma amarradas a parapetos improvisados o recostadas contra la pared, el piso alfombrado con cisco de madera y las guirnaldas de papelillo de colores le daban un aire festivo al café. El salón se convertía en pista de baile y los tangos y boleros daban paso a la música tropical. Las inhibiciones desaparecían y desde el tímido montañero hasta avesado hombre de mundo citadino se hacían al espacio necesario para bailar con las mujeres que en esos días iban al café en busca de la ´diversión de fin de año. Y de algunos ingresos adicionales.
Con cierto aire de nostalgia reflejado en mi rostro salí del Café Volga. El sol del mediodía me devolvió a la realidad de un pueblo que naufraga en la indiferencia. Me despedí de Josías y media cuadra más allá me encontré con alguien que iba raudo en una bicicleta. Se detuvo para decirme que era mi amigo desde hacía mucho tiempo, que me apreciaba montones y no sé qué otras cortesías. No lo reconocí. «¿No te encontraste con César Gómez ‘Pucho’? Allá en el Volga debía estar tomando tinto porque ése es de los infaltables» Tan raudo como llegó, partió en su bicicleta. me dijo que había sido un gusto volver a verme y que hasta luego. Chao.
Seguí mi camino por la carrera 7 hacia ninguna parte, haciendo un esfuerzo mayúsculo por recordar quién me había saludado y pensando que en Roldanillo, a la hora del café, todo el mundo conoce a todo el mundo. Pero a la hora del té, nadie conoce a nadie.
GENTIL PRIETO
En el pueblo el domingo se notaba mucho en el atrio de San Sebastián después de misa y mucho más en la plaza de mercado, donde todo era bullicio. Era un día diferente a los demás, incluso a los sábados por la tarde, cuando los peones dejaban el tajo y se aglomeraban en el andén de la casona del patrón para recibir el jornal de la semana en una pequeña bolsa de manila que terminaba debajo de las mesas de cantina.
Todos los domingos, muy temprano en la mañana, las señoras salían con el canasto en el antebrazo, pues era el día escogido para comprar la remesa de la semana. Para ayudarles a cargar estaba yo, ejerciendo uno de mis primeros oficios: el de acarreador de mercados.«¡Llevo mercados, lleeevo!» Era el pregón que se escuchaba en todos los portones de la galería. Así conseguía algunas monedas (50 centavos por mercado) para pagar la entrada al matiné y comprar el mecato. Así, también, fue como conocí al entonces algo afamado bandido llamado Gentil Prieto.
Aquél día ya se veía bastante movimiento en la galería. Calculando las ocho de la mañana, me hice al pie del portón donde «Peneco» tenía puesto de revistas de super-héroes y tomos de fotonovelas para alquilar. Aguardaba muy expectante a los clientes, sobre todo a las señoritas Rebolledo o a las señoritas Borja. Las señoritas gordas y las señoritas flacas, les decía yo. Al lado del portón también aguardaba, recostado a la pared, «Bejuco», ese viejo conductor de Willys de servicio público que por su oficio, conocía y era conocido por todo el mundo en el pueblo. Hablaba, quien sabe de qué, con un hombre que desde mi perspectiva tenía el aspecto de un campesino. Vestía un pantalón de dril color caqui y una camisa azul a cuadros. No recuerdo si llevaba puesto un sombrero. Justo antes que las Rebolledo asomaran con su tongoneo por la esquina del granero de Miguel «Cagada», el hombre se alejó con paso despreocupado en dirección al parque. «Bejuco», que tenía una malformación en uno de los pies, cojeó para llegar donde estaba una mujer de bata floreada. Le hizo un comentario: «¿Sabe quién es ese? Pues ese es nada menos que Gentil Prieto». El comentario salió cargado de inocultable admiración, como si hablara de un cantante famoso o un futbolista profesional que casualmente se había detenido a saludarlo. Le eché otro vistazo al hombre que se alejaba.
¿Gentil Prieto? No, no me sonaba. No me remitía a nadie de quien yo hubiera oído hablar alguna vez.
Las Rebolledo se acercaron agitando su obesidad. Entonces, tres o cuatro muchachos corrieron a ofrecer sus servicios, pero ellas ya me tenían como su cargador de su confianza. «Venga, monito, agárreme el canasto» me dijeron, mientras ponían sus manos sobre mi cabeza en señal de condescendencia. Los demás cargadores me miraron con rabia.
***
De manera excepcional, el lunes siguiente fue de mucho movimiento. Cuando iba a la tienda por la parva para el desayuno, me topé con Eufemia Dávila que barría la calle frente a su casa. «Como que hay muerto en el anfiteatro», dijo. Me dirigió una sonrisa ancha, sincera. Se apoyó en el cabo de la escoba, descargando el mentón sobre el el extremo del palo, haciendo una pausa para agregar: «Como que era un chusmero y lo mató la policía». Que hubiera un muerto en el pueblo ya era algo de comentar, pero que el muerto fuera chusmero, hacía un extra de la noticia.
Por la calle novena se veía un desfile interminable que enrutaba hacia el cementerio. Se podría decir que todo el pueblo iba a concentrarse allá. Gregorio Rodríguez, parado en el antejardín de su casa, hablaba, casi a gritos, con Libia García que vivía en frente de de Carlos Botero. En la esquina de la tienda de Luis Benítez un grupo de muchachos charlaba animadamente. El desfile iba creciendo.
Hacía mucho que yo me resistía a traspasar la puerta del cementerio, en cuyo frontispicio aún se puede leer esta contundente frase: Aquí terminan las vanidades del mundo. En los últimos años mi temor por todo aquello que hubiera tenido contacto con la muerte o su fatídica elección se me había convertido en fobia extrema. Un día la mamá de «Lulo», quien murió atropellado por un automóvil por los lados del hospital cuando íbamos pedaleando en bicicletas alquiladas, se acercó a mí con una bolsa de papel. «Tome, mijo, se los regalo. Están como nuevos». Eran unos bluyines de ese amiguito con el que jugaba a las tapas y que ya no volvería a ver. Con un temor disfrazado de gratitud recibí el paquete y rápidamente lo arrojé en cualquier parte, rechazando algo que había sido tocado por la muerte. A veces no me quedaba otra elección que claudicar a mis temores, como cuando era necesario acompañar a un conocido hasta su última morada. Entonces procuraba pisar sólo sobre las baldosas o el cemento. Aún así, antes de entrar a la casa, me quitaba los zapatos, los azotaba con fuerza contra el pavimento y luego les pasaba una y otra vez un cepillo por la superficie de las suelas para quitarles todo vestigio de tierra, toda partícula de polvo que pudiera tener una mínima relación con la muerte.
Con el corazón en la mano y conteniendo el aliento, fui con los que querían saber de primera mano quién era el chusmero que la policía había dado de baja. Me detuve un instante en la puerta del cementerio. Como si me preparara para saltar hacia un gran abismo, cerré los ojos por un momento y luego caminé casi en la punta de los pies hasta llegar al centro, justo donde se cruzaban los senderos principales. Giré a la derecha, hacia el anfiteatro, que era el lugar hacia donde iban todos. El anfiteatro era un pequeño cuarto con un mesón de cemento en el que don Absalón Marmolejo se movía a sus anchas ejecutando disecciones de cadáveres como si fueran sinfonías. El que en esos momentos llamara la atención de todos en el pueblo yacía bocabajo junto a puerta del anfiteatro, expuesto a la mirada de los curiosos que seguían llegando apresurados por el morbo. No fue necesario verle el rostro. La camisa azul a cuadros, ahora manchada de sangre, el pantalón de dril color caqui… era la misma vestimenta que llevaba el día anterior el hombre que «Bejuco» había señalado, anteponiendo un «ni más ni menos que Gentil Prieto». Para verle el rostro, un negro hercúleo que se ocupaba como bulteador en la Calle Caliente intentó rodar con el pie el cuerpo ensangrentado que dejaba al descubierto una profunda herida que el cuello de la camisa no alcanza a ocultar, pero no lo logró. Entonces se agachó y agarrándolo de un brazo y de la pretina del pantalón lo volteó. La cabeza no se movió. Al bandido le habían asestado un hachazo en la nuca con tal fuerza que casi lo decapitan.
El nombre ya no remite a nadie a épocas que los intereses políticos van borrando de manera sistemática y conveniente de la memoria colectiva. Mis abuelos sí sabían quién era Gentil Prieto, pero habían aprendido a callar. Cuando a la abuela le contaron que estaba tirado en la puerta del anfiteatro, sólo tuvo un comentario: «Allá debió estar hace años ese bandido que dejó a Toño sin finca y a nosotros nos sacó de Betania».
Como si ya fueran las siete de la noche, hora en que los nietos nos sentábamos en el andén a escuchar sus relatos de fantasmas y bandolerismo, la abuela fue soltando:
«...de Viotá nos tocó salir con los chiros en costales. Ya había nacido Lucila, la mayor. El viejo se puso a trabajar cogiendo café en Fusagasugá, en Sogamoso, en toda parte donde hubiera traviesa o donde necesitaran peones de corte porque era lo único que sabía hacer. Al tiempo le cayó la reuma y ya no pudo trabajar con el mismo ánimo de antes. Entonces, pa’ ayudarnos, monté sancochería en la galería de Armenia, después en la de La Tebaida y luego en la de Calarcá. Eso con la violencia se pudo feo, porque mataban mucha gente y a uno no le tocaba más que cerrar el pico. En boca cerrada no entran moscas, dicen. Por eso, cuando mataron en mi puesto al muchacho ese que iba todos los días a desayunar con caldo de pajarilla, empezaron a preguntarme que qué había visto, que qué había oído. Y yo callada. Hasta que vi que la cosa estaba muy maluca y nos vinimos pal Valle. Llegamos a La Tulia y después nos fuimos pa Betania y ahí medio nos defendíamos,porque al viejo le resultó una finca pa’ administrar. Entonces empacamos otra vez los chiros en costales y a La Tulia fuimos a parar otra vez, donde mi cuñado Benjamín que estaba administrando una finca. Ahí fue que el viejo se puso más malo, se le torcieron las manos y las piernas y tuvo que moverse con muletas. Una noche Benjamín nos despertó todo asustado y nos dijo que teníamos que salir rapidito pal cafetal porque venían los chusmeros. Al viejo lo tuvimos que arrastrar. Con las cobijas pa’ sostener el frío, nos escondimos detrás de unas matas de café. Al otro día salimos con mucho miedo y volvimos a la casa. Ya por la tarde llegó un tipo y nos preguntó que quiénes éramos nosotros, que de dónde veníamos y todo eso y nos dijo que tuviéramos mucho cuidado porque le habían contado que por ahí andaban unos liberales venidos del Tolima y eso no lo iban a permitir. Benjamín nos aconsejó que nos fuéramos porque ese tipo era conservador de la chusma de Lamparilla, Pájaro verde y Pájaro azul y andaba oliendo en busca de liberales para matarlos.El mismo Gentil Prieto fue el que le quitó la finca a mi otro cuñado Toño y yo no sé quien se quedó con ella. Por esos días fue que le echaron candela a Betania. Nosotros no entendíamos eso de liberales y conservadores pero le hicimos caso a mi cuñado y nos vinimos pa’ Roldanillo.
A los poquitos días nos dimos cuenta que uno de los que participó en esa matanza había sido el tipo que nos sacó corriendo, ese que se hacía el que trabajaba como jornalero en las fincas de por allá y que se llamaba Gentil Prieto, no recuerdo como le decían. Como que le decían «El Patón». Con la ayuda de Orfilia, que tenía sancochería en la galería, monté la mía. Y empecé a criar gallinas ponedoras que siempre estaban dando quince y hasta veinte huevos diarios. Con el tiempo compramos una casa en Los Llanitos. Ahí donde usted creció, mijo, cerquita a «la zona», Ahí a la vuelta, enseguida de la mamá de Chepe Hurtado, frente a la casa de la Clementina Quintero De modo que mataron a Gentil Prieto? Que lo entierren boca abajo pa’ que en vez de salir siga escarbando pa’abajo y no se vaya a salir. Y que el demonio lo ponga a arder en los infiernos».
LA SOBERANA ABSOLUTA DE TODAS LAS NOCHES
La noche invita a todos los excesos. La noche es cómplice de muchas circunstancias. Sólo los que hemos tenido el privilegio de ver morir la tarde para adentrarnos en las sombras y explorar las posibilidades de los sentidos, podemos decir que la noche es la dimensión más extraña y más atrayente del día que se sumió en la rutina. Por eso, sólo a los que son o alguna vez fuimos noctámbulos por vocación, nos está permitido ahora hacer una breve alusión a quien ostentara, por mérito propio, el título de soberana absoluta de todas las noches: Ligia, La Cúper.
No más preámbulos.
En las décadas de los 60 a los 80, en ese Roldanillo que hacía tránsito de aldea bucólica a minúscula ciudad, el personaje más destacado por su importancia no fue el alcalde, ni el señor cura, ni el juez, ni el notario, ni el comandante de la policía, sino la Cúper. No obstante, ese particular alias, pronunciado ahora con respeto, no aparece con dorada letra de molde en los anales de la historia regional. Ni siquiera en las crónicas aldeanas, ya que su sonoridad –aunque sigue recordando el nombre de un famoso actor– es estridente a los oídos de las señoras bien que jugaban a la aristocracia criolla, así como de las que no eran tan bien pero, de igual manera, querían participar de ese juego social y estaban estrenando dignidad o reclamaban cierta exclusividad en la relación con sus maridos.
La Cúper sigue llamándose Ligia. De estatura regular a pesar de su inmensidad, en sus años de juventud y en los de sazón su rostro evocaba el de aquellas campesinas acostumbradas a la rudeza de la faena. Solo un gesto sutil que escapaba de sus labios (gruesos hasta la sensualidad, como antes los de Brigitte o como ahora los de Angeline) dejaban adivinar una sonrisa que por segunda vez hacía fijar la mirada en ella. Entonces, de la nada surgía una mujer cuyo cuerpo obligaba a asegurar, sin exageraciones, que había sido esculpido por el propio Miguel Angel. Armónico, sin artificios, sin excesos, sin rutinas lúdicas, se le podía presumir incluso cuando estaba oculto bajo las más comunes prendas de casa. Nadie le enseñó a desplazarse entre las nubes, pero su andar pausado y elegante le daban ese aire de sílfide vagarosa aleteando en los jardines del ensueño.
En las décadas de los 60 a los 80, en ese Roldanillo que hacía tránsito de aldea bucólica a minúscula ciudad, el personaje más destacado por su importancia no fue el alcalde, ni el señor cura, ni el juez, ni el notario, ni el comandante de la policía, sino la Cúper. No obstante, ese particular alias, pronunciado ahora con respeto, no aparece con dorada letra de molde en los anales de la historia regional. Ni siquiera en las crónicas aldeanas, ya que su sonoridad –aunque sigue recordando el nombre de un famoso actor– es estridente a los oídos de las señoras bien que jugaban a la aristocracia criolla, así como de las que no eran tan bien pero, de igual manera, querían participar de ese juego social y estaban estrenando dignidad o reclamaban cierta exclusividad en la relación con sus maridos.
La Cúper sigue llamándose Ligia. De estatura regular a pesar de su inmensidad, en sus años de juventud y en los de sazón su rostro evocaba el de aquellas campesinas acostumbradas a la rudeza de la faena. Solo un gesto sutil que escapaba de sus labios (gruesos hasta la sensualidad, como antes los de Brigitte o como ahora los de Angeline) dejaban adivinar una sonrisa que por segunda vez hacía fijar la mirada en ella. Entonces, de la nada surgía una mujer cuyo cuerpo obligaba a asegurar, sin exageraciones, que había sido esculpido por el propio Miguel Angel. Armónico, sin artificios, sin excesos, sin rutinas lúdicas, se le podía presumir incluso cuando estaba oculto bajo las más comunes prendas de casa. Nadie le enseñó a desplazarse entre las nubes, pero su andar pausado y elegante le daban ese aire de sílfide vagarosa aleteando en los jardines del ensueño.
La Cúper fue una cortesana. No una madame, como la Pompadour, ni una desesperada Mesalina que rondaba en los oscuros callejones. Fue una cortesana de altos galardones, que atendía en su palacete a lo más granado de la aristocracia aldeana roldanillense, esa que, para no perder el norte social que le trazaron sus padres y que luego le trazaría a sus hijos, se reunía en espacios exclusivos donde se podía pensar que todo era tan refinado que sólo se oía a Schubert pero en realidad se escuchaba a Pacho Galán y Lucho Bermúdez porque esa música, salida de los solares de la costa atlántica, les recordaba que algo guardaban de la condición humana. Daniel Santos no, ni nada de la grotesca y estrambótica salsa, que esa era música del gusto propio de los marihuaneros. Sin embargo, después de la celebración pomposa de un cumpleaños o la imposición de la corona de hojalata a la elegida reina o la presentación en sociedad de las hijas casaderas, los señores salían con paso furtivo y al pisar el andén ya tenían dos rutas definidas: la zona o las casa de cita. Allá también se escuchaba a Bermúdez y Galán, que no sonaban de manera tan esquisita como el malevaje de los tangos y los amores y desamores de los boleros que en el palacete de la Cúper, en un ambiente pleno de intimidad tasada por raticos, se confundían con las rancheras y otras canciones de sinos trágicos. Allí losseñores se sentían a sus anchas y la palabra democracia cobraba sentido, porque la gente del común y los de la élite se trataban como amigos, aunque solo fuera mientras duraban las docenas de cervezas o la caneca de ron.
La Cúper no solo fue la soberana absoluta de todas las noches. Fue la personificación de las fantasías lúbricas elaboradas al menos por tres generaciones de practicantes de sátiros. La mía decía: «Tan suertudo don Fulano que puede ir donde La Cúper». Otra cosa debía pensar la mujer del suertudo. Lo cierto es que traspasar esa puerta que daba al salón donde los más hombres -o al menos los más pudientes se sentaban en mullidos sillones frente a una mesita que sólo daba espacio para una botella de licor, dos copas y una cajetilla de Marlboro, era como alcanzar la cima del Everest.
La penumbra tocada apenas por una tenue luz amarilla, la música al nivel exacto de volume y al fondo, bien al fondo, la barra donde se ubicaban las chicas que aún esperanzaban ser invitadas al disfrute artificial y pasajero de los placeres. Pero ese no era el objetivo. Todos los aprendices iban por el tesoro de Morgan: los favores de la Cúper. Y quien lo lograba, llegaba donde sus amigos con el pecho insuflado y tono de héroe, exclamando: «¡No lo van a creer!»
***
Quise saber de La Cúper. Han transcurrido tantos años -tal vez veinte, desde la última vez que la ví pasar balanceándose por la calle 9, esa que fue su calle... Ya se le notaban los años de más, aunque sin duda alguna tenía años de menos. Es que el trajín pasa factura. Tal vez por eso, a mi imaginación llegó hoy la idea de verla atendiendo a sus amigos en el palacete celestial.
Para no dejar la duda ahí, llamé a un amigo. ¿Aún vive La cúper? «Vive en Tuluá», me informó. Al día siguiente llamó para decirme que no, que ella vive aún en Roldanillo, en la Asunción. ¡Sorpresa! También quise saber el origen del alias y su edad. «Así le dicen porque su padre llamaba Cupertino. De la edad, ni idea» Eso no importa. Es que Personajes (así, con mayúscula) como La Cúper no tienen fecha de nacimiento sino de fundación. Terminan convirtiéndose en las verdaderas instituciones de un pueblo.
Vida eterna a doña Ligia.
EL TORTÍZ
Mi madre tenía peluquería en el zaguán de una casa cuya propietaria era misiá Tulia, una vieja gruñona a la que recuerdo vagamente. Esa casa está ubicada frente al histórico inmueble que hoy lleva el rimbombante nombre de Palacio de Justicia de Roldanillo. Hernán, zapatero que trabajaba de incógnito incluso los lunes, era el único hijo de misiá Tulia y muy aficionado al cine, lo que era aprovechado por mi madre para pedirle que me llevara al Teatro a ver las películas del oeste, de charros mexicanos y de Tarzán (que en realidad era Tarzan, sin tilde), tan populares en ese entonces. Treinta centavos era el costo de la entrada.
De veras disfrutaba al máximo de cada escena, de las persecuciones al galope, los duelos en las calles polvorientas, las mesas de póker mortal en las cantinas. Este disfrute se acrecentaba cuando el primer rollo de celuloide terminaba y era necesario encender las luces para hacer el cambio, pues la proyección se hacía con una sola máquina. Entonces la banda municipal de músicos irrumpía con trozos de unas marchas polonesas con las que se pretendía distraer la paciencia de los espectadores. Hecho el cambio, a una señal convenida los músicos silenciaban, la oscuridad retornaba y la acción de la película continuaba su ritmo frenético.
Si era una superserie, película que podía durar tres horas o un poco más, esas interrupciones podían ser hasta cinco durante la proyección, sin contar las ocasiones en que se reventaba la cinta. Como ese accidente podía presentarse en el momento menos oportuno (por ejemplo, cuando los duelistas se disparaban casi al mismo tiempo y sólo faltaba ver quién mordería el polvo) los músicos no alcanzaban a alistar sus instrumentos y eran desplazados por unos espectadores que descargaban su disgusto golpeando el piso de madera con los zapatos al tiempo que silbaban con estridencia y hacían sonar las sillas en un desconcertante concierto.
El Teatro funcionaba en un viejo caserón frente al parque Guerrero con su escenario estrecho, una platea con silletería tapizada para los que podían pagar la entrada más cara, un palco con barandas de madera situado a altura media de las paredes laterales (para la clase media) y un gallinero que compartía espacio con el cuarto de proyección. Hernán, el zapatero de incógnito, prefería el palco de barandas de madera y yo prefería sentarme en el piso de tablas, meter las piernas por entre la reja de chonta y disfrutar así de las infaltables persecuciones por la pradrera o las escaramuzas entre mil indios y diez vaqueros, que siempre ganaban los vaqueros.
En la fachada del viejo caserón había un aviso con letras que se leían hacia abajo y que dieron lugar a que la gente dijera: «Vamos al Tortíz». Ese aviso permaneció allí incluso cuando doña Lola decidiera remodelarlo, quitándole el remedo de palco, democratizando la silletería y dejando sólo dos áreas para espectadores: la de arriba y la de abajo. Arriba o abajo, preguntaba Genoveva Cabrera, sin interrogantes y a través de una ventana minúscula por donde despachaba los boletos de entrada. Es que abajo se sentaba la gente y en la parte de arriba se hacía la «gentuza». ¿Qué pasó con los músicos? Ésos tuvieron que irse con su música a otra parte pues fueron inmisericordemente reemplazados por grabaciones en discos de acetato.
Tres personajes pasarán a la historia con el Teatro Ortiz: Reinaldo Espinosa, «Respinosa», el encargado de hacer los carteles para anunciar la película del día y que luego se ocupaba como proyeccionista. (Macaco) Y «Whisky», cuyo nombre no recuerdo pero que dejó como herencia a sus hijos ese apodo –a pesar de tardar más de treinta años en aceptarlo– y quien fue el eterno portero de la parte de abajo. Su labor recibiendo los boletos (que rompía devolviendo sólo la mitad) y persiguiendo a los muchachos que se colaban, era digna de un gladiador romano.
Como sea, el Teatro Ortiz fue el único centro de diversión de los años 50 hasta mediados los 70. Allí se congregaron todos los matices sociales y se dieron cita los enamorados que hoy constituyen la base de algunas familias que se empeñan en no salir del pueblo. Los señores de saco y corbata iban a disfrutar «Vacaciones en Roma», Las señoras con vestidos domingueros acudían a la cita con Rita Hayworth (suena mejor que Margarita Carmen Cansino) para ejercitar los conductos lacrimales. Los muchachos de entonces no nos citábamos para unos piques en moto sino para ver «Allá en el rancho grande» con Jorge Negrete y su pinta de señorito con pistola al cinto. Los novios no iban a la disco y después al programita sino que iban a perderse una parte de «Lo que el viento se llevó» mientras intercambiaban inocentes besos furtivos. Eran otros tiempos. Los de ahora son los de remediar con la nostalgia nuestra incapacidad de retener la historia local.
LA CALLE CALIENTE
Desde que yo era aún un niño conozco la cuadra de la actual carrera 6, entre calles 7 y 8, como la Calle Caliente. Desde mucho antes se conoce así. Algún día le pregunté a mi madre por qué la habían bautizado así. Ella, con esa seguridad que da ser la primera autoridad de la casa, exclamó: ¡Jummm! y siguió en lo suyo sin haber resuelto esa incógnita de la historia local. Con el tiempo, sentado en una banca del parque frente a Irrupá (cometieron el crimen de cambiarle el nombre) escuché de manera casual a dos personas que recreaban algunos sucesos notables en el transcurrir cotidiano de nuestro pueblo. En algún momento, se detuvieron a recordar lo de la Calle Caliente. Para mi decepción, el nombre –según ellos– no rememoraba ningún acontecimiento patriótico ni era alusivo a un hecho heróico de proporciones épicas que mereciera ser grabado en los mármoles de la eternidad.
Uno de ellos se refirió a un incendio, producido tal vez por una vela votiva dejada al descuido. El incendio habría consumido una casa, de esas con techo de paja y paredes de bahareque. El fuego se habría propagado, más rápido que un rumor, a las demás casas que estaban construidas con los mismos materiales. Todo el costado que hoy corresponde a la nomenclatura de números pares quedó en cenizas.
El otro afirmó que el nombre le venía de los paisas, que a donde llegaban instalaban negocios. Al llegar a esa cuadra la convirtieron, junto con la calle real o del comercio, en una de las de más movimiento en el pueblo: en la «calle caliente». No tan seguro de lo que había afirmado, agregó que en algunos pueblos le llamaban calle caliente a la calle de los prostíbulos.
En la bruma del tiempo alcanzo a recordar que Alvaro Lindo, personaje que no puedo verlo de otra manera que cargando un maletín de herramientas y oficiando como experto reparador de cañerías, tenía en su poder un enorme mazo de antiguas fotografías de personas y lugares del pueblo, entre ellas la del incendio de esa cuadra.
***
La «Calle Caliente» fue uno de los espacios que ocupó mi niñez en un Roldanillo que en 1955 tenía un poco menos de la mitad de su área urbana actual, demasiado extenso para un niño que a los cinco años de edad recorría sus calles sin prevenciones.
Hay personas y personajes que de una u otra forma están ligados a la Calle Caliente. En la esquina de la sexta con séptima había una cantina. Como los negocios no solían tener avisos, se les conocía con el nombre o el apodo de sus propietarios. Desconozco quién era en ese entonces el dueño de ese establecimiento, pero luego se le conoció como la cantina de «Güevo». Antes y siempre fue un sitio de embriagueces sombrías que funcionaba en una vieja casa donde todo era de madera: piso, cielorraso, mostrador, mesas, taburetes… Nada de decoración, ni siquiera un retrato de Gardel. Un viejo tocadiscos (me parece verlo ahora: una pequeña caja de color café al pie de un arrume de acetatos de 78 RPM y a la que se conectaban dos pequeños parlantes) desgranaba de manera distorsionada canciones de Los Cuyos, Soffy Martínez, El Caballero Gaucho y todos esos artistas cuyos fans eran rudos hombres del pueblo y campesinos que bajaban de El Aguacate, Cascarillo y otros corregimientos a «remesiar» para luego sentarse frente a un arrume de cervezas. Para entrar, los adultos debían agacharse y pasar por debajo de un madero atravesado en la puerta. Era para evitar que jinetes pasados de copas pasaran con caballo y todo al interior. En frente estaba la tienda de Zúñiga, viejo falto de carnes pero con exceso de afabilidad. Un poco más abajo, casi enseguida, había una sastrería, creo que del papá de «Cucharada» Rivera y Danilo Cosme, luego la peluquería de mi madre, la Mona Peluquera (antes de que se fuera a vivir a La Amistad) y diagonal el granero de don Honorio Vargas, a quien recuerdo con especial afecto porque allí hice mi iniciación como asalariado a destajo con el cargo de mandadero. Enseguida estaba la lechería de don Emilio Tabares, el que todas las mañanas salía a recibir el Willys que transportaba en cantinas de latón la leche que luego vendía por botellas. «Vaya que ya llegó la leche», me ordenaban. Y yo salía con la ollita de aluminio y llegaba frente a ese cubículo de azulejos y anjeo dentro del cual estaba don Emilio con un jarro y un embudo preguntando: «¿Cuántas botellas le echo?»
Casi en frente de don Emilio, El Mundo Elegante, de don Luis Parra y doña Ana, donde me compraban las camisas de terlenka y los bluyines El Roble, los Croydon y los Grulla. Allí hice amistad cualquier día con Luis Adiel, de quien heredé en el Belisario un pupitre que llevaba su nombre original grabado con navaja: Luis Abdul. Y con Josías, a quien me acercó la costumbre de soñar dormido y despierto, sin pesadillas, sólo con imágenes muy cercanas a esa irrealidad que uno vive. Y con Elam, quien iba delante de mí tres años en el bachillerato porque la «vagancia» me hacía cursar un año dos veces. Con las chicas no, porque las normas centenarias decían: guarde la distancia.
En la esquina, la heladería La Arcadia
Más abajo estaba la talabartería de don Vicente Rayo. En la esquina, la heladería La Arcadia, administrada por don Pedro Nel Cabrera. el de la avena y el kumis con propiedades evocativas. «Te invito a kumis», le decían a uno. Y uno no se tomaba la molestia de preguntar dónde. Al salir de La Arcadia, bajar el andén y pasar al otro lado de la calle el ambiente cambiaba de improviso, la gente era otra, la actividad era menos mundana. Era el tránsito a una dimensión común y corriente, más que ordinaria. Ya no estábamos en la Calle Caliente.
Con el paso del tiempo la Calle Caliente ha sufrido las inevitables transformaciones. Las casas fantasmagóricas han cedido el paso a edificios que no dan lugar a la añoranza. De la gente... Tal vez los Parra son los únicos que que han logrado construir una máquina del tiempo para detenerlo.
LA CASA DE LOS ESPANTOS
Habíamos estado jugando desde temprano porque la calle empezaba a oscurecerse después de las seis. A esa hora el hombre de la vara aparecía muy puntual en la esquina y repetía la rutina de parar junto a cada uno los postes de madera del alumbrado público para empujar la cuchilla que obraba el milagro de encender las tres bombillas de la cuadra. La abuela también tenía su rutina: todos los días arrastraba hasta el andén su taburete de madera y una jarra con fermento de grano vivo. Se sentaba a jugar parqués con mis tías Lucila y Rosaura. Ponían el cuadro en una pequeña mesa de artesanía ordinaria y se daban a la tarea de tirar los dados sobre el vidrio hasta que cualquiera de ellas lograbara alcanzar las cinco rondas ganadas. Entonces, como si el destino les hubiera asignado papeles específico desde el comienzo de la creación, Lucila alzaba el cuadro del parqués y la mesita, mientras Rosaura y la abuela cargaban con los asientos y la jarra ya vacía para desaparecer en la penumbra interior de la casa. Nosotros seguíamos en nuestra carrera hacia la tierra fantástica que creábamos en la imaginación y sólo parábamos cuando la abuela, rompiendo las sombras con su cuerpo menudo, se paraba en el hueco de la puerta haciendo bocina con las manos para llamarnos: «¡Muchaaachos! ¡A domir, que mañana hay que madrugar!»
Esa noche no fue así. Bajando a paso largo por la calle destapada que la suspicacia popular había dado en llamar la Calle de los Tramposos, vimos a Manuel y su mujer. Sin duda alguna venían de esa casa que le habían cedido para que viviera en ella temporalmente a cambio de hacerle reparaciones. Manuel era el tercer hijo de la abuela. Después de trabajar en el matadero como ayudante de matarife, cambió de trabajo y se fue como ayudante de construcción. Puesto que era muy dedicado a lo que hacía, fue ganando experiencia y nombre levantando paredes, ladrillo a ladrillo, desde sus cimientos. Cuando era ayudante de matarife también cobró fama porque era capaz de agarrar una res por los cuernos, torcerle el cuello, derribarla e inmovilizarla con su sola fuerza, sin que nadie más interviniera. Ese era Manuel, el que ahora llegaba presuroso a la casa, como si portara noticias urgentes. De seguro las portaba porque al poco rato cesó allá adentro el vocerío ininteligible y la abuela salió mostrando un poco de agitación, la suficiente para hacernos entender que nuestra cotidianidad había sido rota por un acontecimiento fuera de lo común que estábamos a punto de conocer. «Muchachos, vamos a acompañar a Manuel y Helena» Hizo una corta pausa antes de dirigir su mirada hacia mí. «Vea, mijo, tráigame la botella de agua bendita que está al pie de mi cama, junto al baúl». Corrí a buscar la botella. Contenía agua ligeramente turbia que la abuela conservaba con mucho celo, junto con unas hojas secas de palma de cera que habían sido bendecidas por el padre Henao desde la Semana Santa anterior. La abuela ya había doblado cobijas que echaba en un costal, mientras los demás esperábamos una señal, una orden, alguna indicación de cuál era nuestro papel en esa barahúnda.
Manuel tomó camino subiendo hacia la zona pero no por la calle sino tomando atajo por el potrero donde a veces íbamos a jugar con una pelota vieja. Un poco atrás, guardando la distancia que impone la sumisión, Helena, su mujer, le seguía con pasitos apresurados que la abuela y los demás terminamos imitando. La oscuridad apenas sí dejaba ver el hilo del camino. Dos hombres, que bajaban dando pasos trastabillados y pronunciando con tono fuerte frases inconexas, se detuvieron un instante para observarnos. Uno de ellos preguntó: «¿Van pal Chocó?« Luego, babeando una risa forzada, agregó: «Es que parecen negros o memes. No les falta sino los perros». La abuela advirtió que no le prestáramos atención a esos borrachos y continuamos subiendo.
Al llegar a una casa vieja, aislada de las demás y en donde años atrás funcionaba la cantina más alejada de la zona de tolerancia del pueblo, Manuel tomó el manojo de llaves que colgaba de su cinturón y abrió la puerta principal, cuyos batientes habían soportado capa tras capa de pintura de diferentes tonos. Como si obedeciéramos una orden impartida en secreto, ingresamos silenciosos en la oscuridad de la casa. Manuel rastrilló un fósforo y encendió velas que nos permitieron tomar orientación en el interior. La abuela extendió costales sobre los cuales puso, para hacer soportable la dureza del suelo, cubrelechos que ella misma elaboraba con retazos cuadrados cosidos a mano en interminables tardes de labor. La abuela masculló algunos rezos que extrañamos porque ell no era rezanderaal tiempo que nos hacía señas para que nos acostáramos porque iba a apagar las velas. La oscuridad resultó intimidante. Los últimos objetos que pudieron ser atrapados antes de cerrar los ojos quedaron impresos como siluetas que se repetían en un telón de fondo rojizo.
Los mayores no querían o no podían dormir. Los muchachos, aunque no sabíamos la razón, tampoco. La suspicacia nos hacía imaginar muchas cosas, ninguna agradable. Un golpe seco, quizás un piedra contra la puerta de la calle, rompió el silencio. «¿Oyeron eso?», preguntó Manuel en susurro. Nadie contestó. Luego de unos segundos el golpe se escuchó otra vez, produciendo ecos que retumbaron en nuestros pechos. Por tercera vez escuchamos el golpe en la puerta, esta vez mucho más fuerte. Fue como si descargaran un garrotazo haciendo uso de todas las fuerzas. El instinto nos indicaba que debíamos cerrar los ojos, pero el miedo a algo que no podíamos explicar nos obligaba a desorbitarlos, aunque era imposible ver en la tiniebla del pequeño dormitorio donde todos terminamos amontonados. Después de una pausa que no alcanzó a darle reposo a nuestro corazón galopante, escuchamos voces de una charla que poco a poco se confundió con otras voces y otras charlas, gritos desafiantes, carcajadas inesperadas, sonido de botellas chocando entre sí, golpes sobre las mesas indicando el pedido de otra ronda, deto-naciones como de revólver, ayes implorantes, gemidos, taconeos sobre el piso… confusión total. Manuel tocó el hombro de la abuela con la punta de los dedos. La abuela hizo luz con una vela que puso en mis manos, agarró la botella de agua bendita y se encaminó hacia el lugar de donde salía la algarabía.
Yo era el mayor de sus nietos, condición que me imponía la carga de ser el único visible para ella cuando necesitaba ayuda, así que me puse a su lado hasta que llegamos a la puerta de lo que se presentó como un amplio salón. Recostado contra la pared se podía ver la típica estantería de tienda o cantina de épocas ya idas, en la que estaban puestas, en desordenada fila de exhibición, algunas botellas que el polvo cubría sin ocultar del todo el verde del cristal. El mostrador de madera también se hallaba recostado contra la pared. En el lado opuesto, unas sobre otras, varias mesas y bancas de madera pintadas con esmalte de color indefinible. Todo parecía encapsulado en un tiempo que se negaba a avanzar, cubriendo cada cosa con gruesas capas de suciedad y colgaduras de telarañas.
La confusión en el salón no cesaba. Aunque entrecerrábamos los ojos para romper la penumbra, no lográbamos ver a los que hablaban o gritaban. Sólo escuchábamos el vocerío. La abuela, amparada en la sordera que venía padeciendo desde años atrás, atravesó la puerta y se detuvo en la mitad del salón, desde donde se dio al ritual de esparcir a puñadas el agua bendita y mascullar padrenuestros y avemarías.
El bullicio continuaba. Temiendo que la sordera la hiciera más intrépida, tratamos de llamar la atención de la abuela, pero nuestros gritos de alerta se perdían en la penumbra y en el caos. Manuel apenas pudo dar dos pasos para intentar sacar a la abuela de allí, pero regresó presuroso al ver –como lo vimos todos – que la estantería y el mostrador se desplazaban varios metros empujados por una fuerza misteriosa, la misma que los regresó con violencia al lugar donde habían permanecido. Las botellas tintinaron sin que ninguna cayera al piso. La abuela por fin se percató de lo que estaba ocurriendo. Entonces dio vuelta y con auténtico miedo nos ordenó que recogiéramos cobijas y saliéramos de allí. En mitad del camino de regreso encontramos de nuevo a los dos borrachos. Estaban sentado en un andén tratando de encontrarle solución a la botella de aguardiente vacía que uno de ellos sostenía en sus manos. Manuel quiso cobrarse la burla que nos habían hecho antes. Se acercó cauteloso y con la punta del zapato golpeó el zapato de uno de los borrachos. La abuela saltó y tomando a Manuel del brazo le dijo: «Deje, mijo, deje. No vale la pena».
***
«¿Oiga, doña… ¿A usted la han asustado en esta casa?» Me había acercado a la vieja que estaba sentada en el andén de la que dimos en llamar la casa de los espantos. Desgranaba mazorcas de maíz que sacaba de un enorme platón. Los granos caían en el mismo platón produciendo un sonido acompasado. Su aspecto era el que la imaginería popular nos ha creado al hablar de brujas: de mediana estatura, huesuda, cabello entrecano y rojizo, despeinado, rostro enjuto, cumbamba en punta y nariz más que aguileña. Vestía una bata que pudo ser azul o verde. O de cualquier color. La artritis había echado a perder los dedos de sus manos, convirtiéndolos en extremos retorcidos y nudosos. «Es que mi tío Manuel se vino a vivir a esta casa y no aguantó sino dos noches», agregué, tratando de mostrarme natural en mis palabras. «Pues cuando llegamos aquí nos quisieron asustar», contestó la vieja, narrando episodios que yo conocía de antemano. Hizo una pausa para coger otra mazorca y meterle la uña a los granos. «Lo que pasa es que uno tiene que buscar y su tío no buscó. Nosotros sí. Al otro día de lo que le cuento nos subimos a techo, levantamos cosas en el abovedado y en todos los rincones». La vieja contó que notaron en la pared del salón un ladrillo suelto y procedieron a sacarlo. En el hueco hallaron una pequeña bolsa de tela casi deshecha con la que habían envuelto tierra y unos huesos como costillas de perro, pero no lo eran. Tal vez de un niño. «Yo conozco mucho de huesos», aseguró la vieja, sonriendo por primera vez para mostrar una caja de dientes de pasta color azafrán. Dizque quemaron ramo bendito, que no podía faltar, tirando las cenizas sobre el hallazgo. Cubrieron todo en un trapo negro, practicando un ritual que no se encontraba en ningún libro y llevaron el envoltorio al cementerio. Los rezos fueron imprescindibles. Regresaron a la casa hablando de cualquier cosa y esperaron hasta la noche, preparados con un arsenal de contras, como la imagen de La Mano Poderosa, raspadura de garra de oso y otros que recomendaba la práctica popular Nada ocurrió esa noche, ni esa ni las siguientes. Los rezos y el ritual fueron repetidos durante nueve días. En el último hicieron vigilia.
***
Se podía ver la casa desde la esquina de los Chalarca. Allá también hubo una cantina que sólo era visitada en sábados y domingos por los campesinos que bajaban de Cascarillo o El Aguacate. Los hombres del pueblo preferían no hacerlo. Tal vez pensaban que ese lugar apartado no era para ellos o se podía prestar para cosas no muy buenas. En todo caso, no era conveniente ir allá. Quizás sólo se trataba de una óptica rasera que también se aplicaba en los bajos fondos para excluir aquellos establecimientos cuya clientela era, en gran parte, de campesinos envalentonados y sensibles a las miradas escrutadoras, hombres rudos que a la tercera cerveza ya golpeaban la mesa con el puño cerrado y no dudaban en iniciar una pelea sacando el cuchillo de la pretina o el machete de la funda.
El sitio no tenía nombre ni señales especiales, como un bombillo rojo o pesadas cortinas en las puertas. No hacían falta. Nadie ignoraba su existencia ni la naturaleza de lo que allí se desarrollaba desde el mediodía del sábado hasta la medianoche del domingo, aunque su fama la afianzaba en algo menos dionisiaco. El relato completo se ha borrado de la mala memoria de la gente, quedando sólo retazos de una historia que habla de hechos violentos, de quema de pueblos en la cordillera, de incursiones de bandas criminales que llegaban a las fincas para arrebatar la vida de inocentes que ignoraban cuánto odio podía desatar un trapo rojo o azul. «No pasaba semana sin que una bestia sin arriero bajara de la loma con un cadáver a medio cubrir con costales y atravesado en el lomo», solía comentar la gente.
Era la época de la violencia. Las mulas con su carga macabra se detenían en esa primera casa. No se sabe la razón. Los cuerpos inertes, impregnados con la sangre ya tostada y negra, eran descargados en el andén. Allí permanecían hasta que un pariente o algún allegado lo recogía. Si era conocido, ahí mismo en el andén lo lavaban y le cambiaban la ropa. Lo tendían sobre tres mesas, en las que derramaban parafina derretida para afianzar las cuatro velas de una ceremonia sin dolientes ni amigos. No fueron pocos los velorios improvisados que se realizaron en un rincón del salón, donde casi siempre permanecían los cadáveres hasta que los recogían para llevarlos con sigilo hacia el anfiteatro y luego sepultarlo sin rituales ni duelos.
En el salón de esa cantina también hubo muertos en peleas que surgían en los momentos menos esperados y por los motivos más baladíes, que nunca faltaban. Como aquél que recibió tres disparos por atreverse a invitar a bailar a una de las damiselas que estaban departiendo con un grupo de pájaros. El hombre quedó en el suelo. Mientras terminaba de morir, los pájaros se dieron al baile con sus amores de un rato.
Durante años circuló por ahí la historia de un tipo que se sentó en una mesa solitaria a tomar cerveza. Otro empezó a molestarlo, a burlarse de su aspecto esmirriado, a insultarlo. El tipo no contestaba y el otro no daba tregua en sus pullas. Inesperadamente se escuchó una detonación que retumbó en toda la casa. El provocador quedó tendido en el piso adoquinado que empezó a teñirse de rojo. Con una serenidad que no correspondía a esa situación, el insultado de la mesa solitaria se levantó y caminó hacia la calle, desató su caballo y desapareció de la vista de todos al dar vuelta en la curva de El Hatico.Jamás se volvió a saber de él.
«Es por eso que ustedes vieron lo que vieron y oyeron lo que oyeron» dijo la vieja de cumbamba en punta y nariz más que aguileña, mientras continuaba desgranando mazorcas de maíz. Sin prisa alguna empecé a bajar hacia la calle de Los Tramposos.
LAS PISCINAS DEL PADRE
Guiados por don José Manuel Valencia y don Alvaro Salcedo, cada ocho días muy a las siete de la mañana llegábamos en formación al templo de San Sebastián, con pantalón de paño negro, camisa blanca de popelina y una corbatica de satén que habría hecho morir de la risa a Christian Dior, si Christian Dior hubiera tenido la feliz oportunidad de haber estado un domingo en la mañana en Roldanillo. Era la cita a la misa para los estudiantes del Belisario, la Normal y la Chiquinquirá, los tres colegios de bachillerato que existían hacia 1962 en Roldanillo. El cura párroco era el Padre Héctor Salazar, viejo de apariencia bonachona y sonrisa permanente, a quien se recuerda, con sentimientos encontrados, porque fue el promotor de la demolición del anterior templo de San Sebastián con torre de cinco cuerpos. También porque fue el dueño del balneario La Sierra, sitio recreacional que hasta hoy sigue siendo conocido simplemente como las piscinas del padre.
Es que después de misa, rito religioso al que nunca me pude acostumbrar a pesar de los coscorrones de don José Manuel (o tal vez por eso), el programa era ir al matiné de once de la mañana o coger camino hacia El pie, vereda más o menos cercana al pueblo, de la que, muchos años después, supe que tenía por nombre Puerto Dovio.
Si la película era «lata», lo que era fácil intuir por las fotografías de las carteleras, uno se iba para las piscinas del padre, inauguradas a mediados de los 60 con entrada gratis y transporte en la volqueta de Arnulfo Padilla, la misma en la que recolectaban las basuras del pueblo. Después, tocaba ir caminando los tres kilómetros para ahorrar los cincuenta centavos que costaba el viaje en Willys o en el camioncito de viejo modelo de Barandica. O porque sólo se tenía en el bolsillo el billete de $1,oo que costaba la entrada.
Salíamos, generalmente, en gallada. Al llegar a El Rey Alto teníamos dos alternativas: ir por la carretera que lleva a El Dovio o por un camino a través del potrero que lindaba con el El Guachal. Esta última opción la tomábamos los que teníamos por oficio trepar a los árboles para desgajar pomas o coger guanábanas o chupar pepas de guásimo, como los pastores de las novelas bucólicas. Explorar cuevas de chuchas (zarigüeyas, decían los niños bien) o ir bordeando el río Rey por el simple placer de hacerlo. «Estos muchachos son unos vagos», nos decían nuestros padres tratando de sobrellevar la vergüenza de vernos andar por las lomas. En los tiempos de ahora a los muchachos que hacen lo mismo les llaman ecologistas, exploradores o amantes de la naturaleza.
Al llegar a la entrada de las piscinas, por el río o por la carretera, se podía escuchar la música transportada por el viento que bajaba de La Montañuela.
«Yo no he visto a Linda, parece mentira... «
impostaba el jefe Daniel, mientras los Teen Agers alistaban «Color de Arena» o «Bonitos ojos Azules» con los que, a la seña que en todos los idiomas del universo significa «¿Bailamos?», se reunían las parejas en la pista de piso de cemento esmaltado de rojo.
En el bailadero de las piscinas del padre, al calor de una Coca-cola, eché mi primera suerte de aprendíz de bailarín, en la modalidad de tropical, con Martha la reina.
«Carrusel de colores parecía la cumbiamba… Era Martha la reina que mi mente soñaba...»
Lo hice acicateado por los amigos que, por superarme en edad y habilidades, salían a la pista con la confianza de los equilibristas que podían caminar en la cuerda floja con los ojos cerrados. Ahí me encontraba, tomando de la mano y la cintura a una muchacha de ojos vivaces y sonrisa que bien podría descongelar un témpano en cuestión de segundos. Me estremeció, para qué negarlo. Pero soy tímido por vocación y convicción y las cosas quedaron así. Cuarenta y cinco años después coincidimos en una reunión de docentes y eso me dio la oportunidad de hablar un poco con ella. «¿Me recuerdas?» le pregunté con la seguridad del hombre de mundo. «Claro que sí, tonto.¿Cómo no recordarte?» me contestó, como contestan a veces las profesoras. Le hablé del día que bailamos en las piscinas del padre. Le confesé, como simple complemento de un anecdotario, que con mucha frecuencia y hasta el sol de hoy, recordaba con deleite esos tres minutos de gloria. Ella sonrió. Y me dijo, que también evocaba con nostalgia esos trs minutos, pues era la primera que salía a bailar y... Bueno, creo que si hubiéramos cruzado alguna palabra en aquella lejana ocasión, otra sería la historia que hoy estaría contando.
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Los que aprendimos a nadar o a chapotear en los ríos Cáceres y Aguablanca y luego hicimos algunas especializaciones en el Cauca, íbamos derechito hacia la tercera alberca. Es que había una para niños, otra para muchachos y la tercera que era para los adultos. Esta era la mejor porque tenía trampolín y desnivel apenas a la medida de los que les daba miedo meterse en lo hondo. La jornada de nado se medía por horas porque nadie se cansaba de echar clavados desde el muro de calados que separaba la segunda alberca de la tercera. O desde el trampolín, aunque pasar de orilla a orilla por debajo del agua era algo que lo hacía sentir a uno como un verdadero campeón olímpico. Los más osados, como Ever Aldana, se lanzaban desde el borde de la plancha de la terraza y pocos eran los que lo seguían.
Las asoleadas eran tan prolongadas y severas que si no sufrimos ninguna grave afección de la piel fue, sencillamente, porque los muchachos de entonces éramos casi a prueba de todo y, desde luego, porque aún no habían inventado el fenómeno del niño, lo que hacía del uso de protector solar un lujo innecesario.
A las cinco o seis de la tarde regresábamos con el cansancio reflejado en todo el cuerpo. Por la carretera iban bajando grupos de muchachos que arrimaban a la tiendita de don Justo Benítez a aprovisionarse de dulces de sebo y brevas rellenas de arequipe. Un manjar. y Así quedaba agotado el programa de un domingo cualquiera.
No sé cuántos años duró el esplendor de las piscinas del padre bajo su administración. La última vez que estuve allí fue en 1989, si la memoria me es fiel, cuando fui de paseo con un grupo de estudiantes. Sus instalaciones ya mostraban el trabajo silencioso pero notorio del tiempo: Azulejos sueltos, mosaicos quebrados, vestidores con un notorio olor a moho, paredes agrietadas y teñidas con el verde del musgo. La decadencia de un sitio que el recuerdo conservará como si lo estuvieran inaugurando y fuéramos subiendo en la volqueta de Arnulfo Padilla. O en el camioncito de viejo modelo de Barandica.
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Post scriptum: En esos ires y venires a la aldea, quise echar una mirada de evocación a las piscinas del padre. Agradable sorpresa: renacieron. Rejuvenecieron.
RAMILLETE
¿Aún vive Ramiro? Hace años nada sé de él. La última vez lo vi por los lados de misiá Trina Millán. Ramiro bajaba de Ipiria con un líchigo terciado en el hombro, arrastrando unas sandalias de cuero tosco y moviéndose con parsimonia paquidérmica. «¡Pa’onde vas Ramiro a esta hora!» Le inquirió una vieja que barría la calle frente a su casa. Lo de la hora fue solo por decirlo porque no importaba. Algo había que decir. «Pa’allí, pa’onde las Dávilas», contestó él, acompañando su respuesta con una sonrisa tímida, casi como de niño.
Me quedé viéndolo hasta que pasó la carrera novena y se alejó con ese balanceo fatigado que lo hacía inconfundible.
Ramiro fue el primer marica del que tuve conocimiento. Sí, claro, esa condición no representa ningún priveligio. Tampoco es una mácula que sea necesario eliminar con lejía. Ni más faltaba.
A Ramiro lo vi por primera vez el día en que yo andaba con un primo vagando por El Rey Bajo, cuando el Rey Bajo era una vereda. Lo vimos venir a lo lejos, como del río. Me pareció un hombre de enorme tamaño que sostenía sobre su cabeza, a la manera de una palenquera, un enorme platón de aluminio lleno de ropa para lavar. Mi primo hizo el ademán de parar, trastabilló, vaciló un poco y finalmente retomó el paso. El hombre pasó por nuestro lado y apenas sí nos miró de reojo, como con desdén, quizás con desconfianza. De repente mi primo gritó a todo pulmón: «¡Ramillete!» Y salió a toda carrera. Quedé paralizado. Sólo atiné a mover los brazos, como si estuviera apartando el obstáculo más difícil de mi vida, indicándole que yo no había sido, que el del grito era el que iba corriendo. El hombre se detuvo a mi lado, hizo un mohín muy femenino, como el de reina de belleza. Me miró con ojos que sólo expresaban profundo reproche. «Muchacho malcriado», me reconvino. Al fin pude reaccionar y también salí a toda velocidad. «¡Pendejo, por qué no corriste! ¿No sabés que Ramillete es voltiado?» dijo mi primo. ¿Voltiado? Desde ese día, no era sino ver a Ramiro para sentir el impulso de cruzar la calle, pasar al otro lado del andén, gritarle: ¡Ramillete! y emprender carrera. Pero nunca pude hacerlo.
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En una época, aún no superada, cuando no existían los elementos que hoy distraen a los muchachos y por eso los locos del pueblo eran el blanco predilecto de sus burlas, Ramiro ingresó en el no muy apetecido círculo de los personajes típicos que solo tenían cabida entre los bobos y los locos. Ramiro no era loco, no señor. Ni bobo. Ni alcohólico. Tal vez una persona simple, marginada, de esas a quienes las oportunidades les son adversas desde su nacimiento.
Siempre vivió con su madre en El Rey, en un rancho de paja. Su madre, una mujer de pocas carnes, de baja talla y ya pasada de años. Lavaba ropas ajenas y de eso vivía. Ramiro también.
Es posible que él hubiera querido ser un niño normal, de los que van a la escuela, hacen la primera comunión y se preparan para emprender una vida productiva. Pero la naturaleza, en una equivocación que los muy remachos no pueden tolerar, lo escogió para ser marica. No gay, ni travesti, ni transgénero, que todos esos también son maricas pero de estos tiempos y de mejor familia. Ramiro, a quien le tocó en suerte nacer en la década de los 30 del siglo pasado, era simplemente marica. Su condición excepcional le ganó el apodo de “Ramillete”, deformación fonética de «Ramirete», como era llamado cuando no pudo seguir ocultando su condición en una sociedad que nos ha enseñado a fingir virtudes. Siempre fue fiel a esa condición.
Es posible que en su tiempo no haya sido el único tocado por la homosexualidad, pero sin duda alguna fue el único que no la disfrazó de virilidad.
Quizá debió soportar con estoicismo las burlas de sus amigos de infancia, de aquellos que pudieron ser sus compañeros de escuela si Ramiro hubiera tenido esa oportunidad. Lo que sí es seguro es que debió armarse de paciencia para no sucumbir a las mofas de todos los del pueblo. En todo caso, parece que las circunstancias adversas que le tocó soportar no hicieron mella en su elemental personalidad, pues siempre se mostró amable con los demás, servicial al límite del servilismo, siempre exhibiendo esa sonrisa tan propia de los que moran en ese universo que está más allá del bien y del mal. Miren de nuevo la fotografía. Esa sonrisa sin paisajes era su escudo. Era la forma de mellar el marginamiento al que fue sometido por quienes se creyeron más hombres que él y mejores personas que los demás. A Ramiro casi nada lo perturbaba, excepto que le gritaran ¡Ramillete!
De él lo que más llamaba mi atención era su soledad. Por ser excluido de un entorno que le pertenecía como a los demás, la vida social de Ramiro era tan reducida que difícilmente alguien puede decir que fue su amigo y se sentó a platicar, al menos un rato, con él. Eufemia Dávila, tal vez. Sus vecinos en el Rey Bajo, seguramente. Lo cierto es que siempre se le vio solo, balanceándose por las calles de Roldanillo con un líchigo al hombro, del que nunca se desprendió.
Ahora reflexiono sobre las circunstancias que tuvo que afrontar este personaje (en el buen sentido de la palabra) que fue muy valiente al convivir con una sociedad cerrada, hipócrita, excluyente, perversa… que no le perdona a otros los pecados públicos que todos cometen en privado.
¿Sería que Ramiro se equivocó de tiempo? Pienso que no, Ramiro se equivocó de pueblo, de país. Incluso de continente, siendo un tanto exagerados.
LOS ARTISTAS DEL PARQUE
Rumbo a la cafetería Irrupá voy abriendo paso para encontrarme con unos amigos que en la mesa de siempre me deben estar esperando para hablar de muchas cosas, seguramente de las mismas cosas. No es sino traspasar una de las puerta de entrada cuando veo una mano que se agita llamando mi atención. Veo a Diego Urdinola, a Enrique Espinosa, a Omar Velásquez, a Javier Arango, a Pedro Arboleda, a Jorgito Mendoza y a otros que se me han perdido en el transcurrir del tiempo. Era el viernes 17 de enero de 1976. La cafetería estaba llena de clientes. Siempre nos reuníamos allí, al calor de un tinto, para hacerle un quiebre a la rutina, pero ese día el motivo era muy especial: Íbamos a plantear las acciones que emprenderíamos porque el siguiente lunes 20 Roldanillo cumpliría 400 años de fundación y en la programación presentada por la Alcaldía Municipal no se incluía ninguna clase de actividad cultural ni se cedía ningún espacio para los trabajadores de las distintas disciplinas artísticas que se manifestaban en nuestro pueblo. Qué extraño. Se había hecho la solicitud y presentado las propuestas respectivas con la debida anticipación, pero nadie escuchó. Como si fuera hoy, nadie en la alcaldía atendió la petición de un grupo de muchachos que ingenuamente creyeron que a los de la junta encargada de los festejos conmemorativos de los 400 años de Roldanillo de veras les importaba el arte y los artistas. Después de todo, arte y artistas eran la identidad del pueblo. ¡Qué va! Si ni siquiera existía una casa de la cultura o algo parecido. Los que intentábamos expresarnos artísticamente tuvimos que inventar paliativos culturales que mitigaran esa carencia. Finalmente la decisión fue manifestarnos. mostrarle a los foráneos que Roldanillo era algo más que un pueblo de élites políticas y de líderes con ínfulas de soberanos.
La idea que surgió fue la de tomar un punto estratégico del parque y ubicar allí una especie de galería de exposiciones y auditorio que diera cabida a pintores, escultores, escritores, cuentistas, músicos, etc. Entre ese etcétera estaban los botacorriente de la cultura, esos que no fueron tocados por la gracia de los dioses o la maldición de los demonios, pero estaban dispuestos a apoyar a los artistas locales.
El día convenido, sábado 18 de enero, estuvimos muy puntuales frente al edificio de la alcadía. Intentamos recoger algunos pesos para comprar madera con la que haríamos caballetes de exhibición y una tarima a ras de piso para lectura y presentaciones musicales. No contábamos con que el bosillo de todos estaba lleno de necesidades. Tuvimos que echar mano de la improvisación y colgar de las ramas de un árbol algunas pinturas y otras obras gráficas.
Rodeamos esa parte del parque con lazos, las pinturas las apuntalamos con latas de guadua en el césped y montamos un escenario imaginario donde se leerían poemas y cuentos, se presentarían recitales musicales y se atendería a un público de nacionales y extranjeros que necesariamente tendrían que pasar por allí.
El domingo 19 nos dimos cuenta que había orden de desalojo con la policía, pues al día siguiente estaría en Roldanillo el General Omar Torrijos, Presidente-dictador de Panamá, quien hablaría desde el balcón del segundo piso de la Alcaldía y, claro, un grupo de gitanos del arte a la vista de tan ilustre visita sería algo peor que un lunar canceroso. Como estrategia para evitar esa acción oficial, organizamos turnos que parmanecieran en vigilancia a toda hora. A la medianoche, cuando en el parque sólo se veían las sombras de algunos borrachos y de los trasnochadores de siempre, llegó el comandante de la policía, el capitán Fierro, con “fierro” al cinto, para decirnos que por orden de la alcaldía debíamos levantar esos mamarrachos pintados y desocupar el parque de inmediato. Hubo momentos de mucha tensión. Luego de algunas conversaciones donde pusimos las cartas debajo de la mesa y sacamos de la manga el as del tráfico de influencias: El capitán vivía como arrendatario en la casa de un conocido nuestro. Mediante un acuerdo sin papeles, nos comprometimos a no causar ningún inconveniente que pusiera en riesgo la imagen centenaria y culta de Roldanillo en todo el universo. Nos quedaríamos ahí tranquilos, sin utilizar el equipo de amplificación de sonido que Benjamín Torres había conseguido. Así logramos evitar el desalojo. Allí estuvo Benjamín Torres con su guitarra y sus composiciones. Estuvo Enrique Espinosa con sus bambusas en acrílico sobre lienzo. Y Diego Urdinola con sus cartones irregulares que oscilaban en las ramas de una acacia robinia, mostrando un abstraccionismo que era como un insulto al concepto de realidad de sus espectadores. Y Carlos Salazar con sus lápices que sólo eran útiles para escribir la génesis de una teoría cromática. Y Edgar Campo, xilógrafo y caricaturista consumado. Y Daniel Mayor que bebía la sal de su palabra. Y este servidor, cargando debajo del brazo su libro recién publicado. Y Pablo y Augusto Fori, dos hiladores de imágenes venido de Yumbo y a quienes les tiraron la puerta en las narices con el genial argumento de “esto es una celebración centenaria no una exposición de artesanías”, pero encontraron refugio en nuestro espacio. Y Omar Velasquez. Y Javier Arango. Y Alberto Ayala, Y Alberto Soto. Y Guillermo Toro. Y Pedro Alcalde. Y tantos otros que arrancaron, unos para seguir caminando y otros para quedarse a mitad del camino.
Muchas personas nos daban voces de aliento y palmaditas de apoyo en la espalda mientras miraban a todos lados para asegurarse de no ser vistos en tan comprometedora acción. Como aquel profesor que, sin siquiera ruborizarse, me dijo que me había enseñado a escribir en la escuela, cuando el realidad era uno de los que me había guiado en el aprendizaje del alfabeto. O aquél otro –también profesor– que dio vueltas como si temiera ser atrapado por el ojo divino y que al fin arriesgó a acercarse para decirnos, muy en voz baja, que él también era comunista como todos nosotros... Pero resulta que todos nosotros no éramos comunista. No faltó el que en medio de su beodez saltó al ruedo y compartió con nosotros unos minutos y aseguró que su solidaridad sería eterna si no ocupara un escritorio en la alcaldía.
Ah, y nos visitó Omar Rayo, la poeta Águeda Pizarro y el escultor Mardoqueo Montaña (autor del busto en bronce que se erigió en la esquina de la alcaldía) quienes escucha-ron la primera lectura de poemas que hice en público y apreciaron la primera exposición de obras de arte colgadas en el suelo y soportadas con latas de guadua. Incluso Rayo se animó a coger el micrófono y manifestar que el arte no podía seguir siendo el convidado de piedra o la cenicienta en los actos públicos del pueblo. Aplauso. Nutrido aplauso.
Omar Velásquez, Augusto fori, Mardoqueo Montaña, , Luis Antonio Cuellar, Águeds Pizarro, Omar Rayo, Enrique Espinosa, Pablo Fori, Alberto Soto.
El lunes 20 de enero, ya cayendo la tarde, sentimos un movimiento grande entre la gente que se había apostado alrededor del parque Elías Guerrero. Era el ansiosamente esperado General Omar Torrijos, presidente-dictador de Panamá e hijo del roldanillense José María torrijos. Hacía su llegada al edificio alcaldía o palacio municipal, como le dicen los que siguen aferrados a su sueño de aristócratas de pueblo. Lo acompañaban algunos de sus ministros, entre ellos su hermano Moisés.
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El sector del parque que nos habíamos tomado «prestado» resultó ser un lugar privilegiado, tanto para los de la alcaldía que se asomaban por las ventanas y nos señalaban de manera que entendiéramos que nos estaban estigmatizando con sus índices; así como para nosotros, que recibíamos la atención de todo el mundo. Desde allí pudimos escuchar los discursos veintijulieros que derramaba la oficialidad y el cacicazgo aldeano. Un señor de nombre Alfonso López Michelsen también participó. Alcanzamos a ver la figura imponente del dictador, enfundado en traje militar y un sobrero como de boy scout guerrero. Él general también se rebosó en palabras elogiosas y recordó que su padre añoraba con extrema nostalgia este pedazo de tierra donde había nacido. En respuesta al dircusrso del panameño un patricio local le dijo, más o menos, que no se preocupara que enseguida lo llevarían a la casa donde nació su ilustrísimo progenitor el maestro de escuela José María Torrijos. Es allí nada más, a las tres cuadras.
Terminaron los actos de balcón. La comitiva de Omar Torrijos salió de la alcaldía, Rompiendo los protocolos de seguridad, en vez de tomar el vehículo que lo llevaría a la casa natal de su padre, donde develaría una placa diciéndole a la gente que en la casa de Laura Emilia Perea había nacido José María Torrijos, pero la gente empezó a decir que no, que el papá del dictador había nacido en un ranchito que existió en diagonal de la casa de Laura Emilia, enseguida la panadería de la esquina. De modo, pues, que el mandatario panameño se dirigió hacia ese pedazo de parque donde estábamos. Nos tomó por sorpresa. No esperábamos que el excelentísimo señor presidente-dictador de Panamá llegara hasta nosotros en cuerpo y alma. Por supuesto, nos estrechamos las manos y nos palmoteamos los hombros como viejos paisanos. Moisés Torrijos compró 50 libros de «Canto del Proletario», mi poemario recién publicado, así como algunos objetos de arte que se encontraban expuestos sobre el césped. Los curiosos nos aplaudían con tanto vigor que llegamos a pensar que todos perderían sus uñas. Los de la alcaldía nos consideraron importantes por diez minutos. Nosostros nos hicimos a unos cuantos pesos. Y todos quedamos sumergidos en un océano de felicidad.
En segundos habíamos pasado de villanos a ser un grupo que merecía ser mirado con respeto y que empezó a ser conocido como “Los Artistas del Parque”.
De repente los pueblos vecinos –y otros no tan vecinos– pusieron los ojos en esos locos románticos que se la jugaron a la oficialidad de la alcaldía y le ganaron la partida sin necesidad de elevar el grito al cielo ni arrojar una sola piedra ni obligar a la movilización de la fuerza pública ni decretar la ley seca con toque de queda por seis meses. Incluso esa oficialidad aldeana que nos quiso impedir un espacio en la historia de Roldanillo, trató de reivindicarse con una libro que finalmente no dijo mucho (en realidad, nada dijo) pero obtuvo un inmerecido premio, quizás porque incluyó a algunos personajes que no estuvieron en el parque y por eso no tuvieron el dudoso honor de estrechar la mano de Torrijos, aunque sus nombres eran políticamente convenientes.
Como siempre ocurre, En el laureado y en buena hora olvidado libro dejaron por fuera a varios de los verdaderos integrantes del grupo protagonista de un minúsculo pero fuerte movimiento que se gestó al calor de un tinto en una cafetería y que hoy, casi cuarenta y cinco años despúes, sigue dando de qué hablar.
EL BOXEADOR DE ROLDANILLO
Timbró mi tablet a las tres y media de la tarde. Ese sonido característico de las llamadas telefónicas llamó mi atención, pues no le tengo instalada simcard, chip, procesador de señales de humo, intérprete de lenguaje de sordomudos ni ningún otro dispositivo que facilite la comunicación interpersonal. La uso sólo para escribir, porque su tamaño me permite cargarla y utilizarla en cualquier parte. La llamada era vía Messenger, lo que hizo que la curiosidad me empujara a ver quién se había equivocado de contacto. Arriba de la pantalla leí el nombre de Luis Antonio Chacón Millán. Corrí a buscar unos auriculares y de inmediato establecí comunicación con este paisano, a quien seguramente pocos de los viejos de este pueblo evocarán y ninguno de los jóvenes tendrá en su registro actual. Debo admitir que yo sí lo conocía pero pocos recuerdos tenía de él. Nunca, hasta ese momento, habíamos cruzado palabra alguna.
A Luis Antonio Chacón Millan, hombre que anda por los 80 y cuya verdadera profesión ha sido –y sigue siendo– la de vivir la vida a plenitud, lo veía con mucha frecuencia cuando ambos éramos más jóvenes que ahora (yo diez años más joven que él) y nuestras casas estaban en el mismo sector, a dos cuadras una de la otra. Los muchachos de entonces, cuando él pasaba por La Amistad, lo señalábamos para indicar, a los que no lo sabían, que Luis Antonio era un conocido boxeador roldanillense competidor en varios encuentros pugilísticos de la región. «Ese que va ahí es el boxeador», decíamos con tono reverente, sin entrar en los detalles de si era un campeón o si en las planillas de los jueces aparecía como el derrotado. Lo que había que resaltar era que se trataba de un pugilista que empezó batiéndose a los golpes con el día a día y terminó dándose puñetazos con otros, primeros en las calles de Roldanillo y luego en los cuadriláteros de este país del Sagrado Corazón de Jesús, donde los ídolos están obligados a conformarse con vivir de las glorias efímeras. Luego lo perdí de vista. No era mi amigo, pero por ese orgullo precario que uno guarda al saber que comparte espacio y querencias con un personaje destacado de la aldea, a veces preguntaba: ¿Qué es de la vida del boxeador? Nadie me daba razón de Luis Antonio, el hijo de misiá Trina Millán, la señora que vivía a cuadra y media de La amistad y era muy solicitada por el toque especial que le ponía a la preparación de comidas tipicas. Yo suponía que andaría en otros pueblos u otras ciudades retando al destino, asestándole oppercut directos al mentón de las dificultades, ganándole por knockout a las adversidades. Con el paso del tiempo se me extravió en los recovecos de la memoria y su imagen atlética dejó de bajar por la carrera 4. Hasta hace menos de tres meses, cuando recibí su solicitud de amistad en la red. No lo ubiqué de inmediato y hasta el día de ayer no habíamos intercambiado mensajes. De pronto algún comentario a una publicación suya o mía, pero nada más.
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Cuando a la tres y media de la tarde, escuché el inusual timbre en mi tablet, pensé en algún desconocido más despistado que yo. Pero no, era el boxeador que efectivamente se había equivocado de interlocutor, aunque no del todo. «Buenas tardes, Luciano», saludó.. «Buenas tardes, paisano –le contesté– No soy Luciano, soy Anibal Manuel», agregué. Luego de indicarme que de toda manera tenía planeado llamar a este servidor después de hablar con Luciano, Luis Antonio me habló como si lo hiciera todos los días: con calidez, con la confianza que concede el solo hecho de ser paisanos. Me contó de sus dichas y desdichas. De sus dolencias. Me transmitió sus nostalgias. Me hizo conocer su trayectoria en el mundo del hacer de todo un poco y de los empleos que hoy le permitían recibir una cuota pensional que no alcanza para mucho pero de algo servía, según su apreciación. Se refirió a la Barranquilla donde vive con su mujer. Me nombró personas cuyo recuerdo lo mantienen unido a Roldanillo. Me habló de sus poemas y finalmente me cantó, por teléfono y a capela, dos canciones: una del médico Alfonso Ortiz Tirado y otra de su autoría, una letra de elemental factura que dejaba ver el sentimiento del hombre sencillo que un día de hace muchos años salió de su pueblo llevando recuerdos que conserva intactos. Lo escuché en silencio y con emoción contenida. Su voz, sonaba un poco cansada por los años y los efectos de una reciente intervención quirúrgica al órgano que más ha usado: el corazón. Reflejaba la nostalgia. Y el apego por un pueblo al que desea volver para recorrer sus calles y estrechar las manos de sus amigos. Al menos de aquellos que no han partido y aún lo recuerdan.
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Post scritum: Hace poco, muy poco, Luis Antonio me envió un mensaje conmovedor: Ahora, que aún puede, quería saludar a sus amigos, decirles cuánto los aprecia. Sentí un tono de despedida, como cuando se presiente la presencia agazapada de la muerte. Al final me dijo que le habían diagnosticado alzheimer en su etapa inicial. No, no era una despedida en el viaje hacia la muerte; era una despedida en el viaje hacia el olvido.
LA ZOOONA
Se llegaba a esa esquina, que era como la frontera entre la sana cotidianidad y lo pecaminoso de un pueblo aletargado. Luego se caminaba, con ciertas prevenciones, por una calle larga, sin pavimento, donde estaban ubicadas unas diez cantinas y que hace más de setenta años era “zona de tolerancia”. Todos la llamaban simplemente La Zona, pronunciando esa palabra en voz baja y mirando a todo lado como si fuera la más prohibida del diccionario de la decencia, alargando el sonido de la o y acentuándola hasta darle un efecto especial de vocal repetida. «Vamos pa’ la Zooona», decían los que se creían muy hombres porque podían llegar a ese territorio vedado a los muchachos que no alcanzaban los 21. Las señoras la articulaban en un susurro que se hallaba entre el asombro y el disgusto, resaltando así el tabú: «Esa mujer es de La Zooona». No faltaba la que, además, se santiguaba con inocultable señal de reproche al tiempo que profería alguna frase cargada de asombro: «A mí me respeta que yo no soy de esas de La Zooona».
La Zona, hacía parte del barrio Los Llanitos y era como una llaga más que había que tolerar. Empezaba en la esquina de “La milonga”, a la que se entraba apartando unas pesadas cortinas de color rojo. En el interior el ambiente sombrío era acentuado por bombillas amarillas que derramaba su luz lechosa en todos los rincones del pequeño salón. Seis mesas de madera, con cuatro asientos cada una, eran suficientes para acomodar esa clientela de campesinos que amarraban los caballos en el poste del frente y entraban en silencio, deteniéndose un instante en medio del salón antes de iniciar, con la primera cerveza, ese tortuoso camino que los llevaría de manera irremediable a embriagarse hasta perder el sentido. Como aprendices de delincuentes de mínimo riesgo, los muchachos del pueblo que estaban a punto de estrenar su adultez, llegaban allí a reconfirmar esa condición, exhibiendo una mundanidad de torpes posturas que en algunos no alcanzaban a ocultar su inexperiencia. De los hombres casados y los que posaban de decentes y que furtivamente ingresaban rompiendo la penumbra para ocultar su pecado, es mejor no hablar.
Los asiduos a la ronda vespertina de esa calle llevaron a la fama local, además de “La Milonga”, cantinas que el paso del tiempo no logra borrar de la memoria. “El Barranco”, “Luces de Buenos Aires”, de Andrés Quintero, la cantina de Eva –hermana de Andrés– y que era como la frontera opuesta de La Zona, Y el “Copacabana”, el pequeño cabaret antillano de Blanca Aguirre.
Eran las más visitadas porque tenían pianola, bombillas de colores en la marquesina y mesas y sillas metálicas. Y las putas más apetecidas y solicitadas. Las otras eran bebederos sin gracia a los que acudían los rudos de la montaña y aquellos que andaban por la periferia y se conformaban con la música rayada que a duras penas tosía un viejo tocadiscos.
Después del mediodía del sábado, pianolas y tocadiscos de todas las cantinas desgranaban tangos, pasillos ecuatorianos y boleros que se entremezclaban en una barahúnda sinigual, mientras los peones de las veredas cordilleranas bajaban a pie a lo suyo y los mayordomos, en sus caballos, a comprar los víveres de la semana. Dos o tres costales atados sobre las grupas, un zurriagazo en las ancas y las bestias retornaba a las fincas aupadas por su instinto. Peones y mayordomos se quedaban compitiendo a ver quién era capaz de cubrir, en menos tiempo, la superficie de la mesa con botellas de cerveza.
Pocos metros adelante de Luces de Buenos Aires, a mano izquierda, inicia otra calle, estrecha y de tierra calichosa que antes sólo se prolongaba hasta un broche de alambre de púas, rústica puerta de entrada al galpón de Arcesio Hurtado, fabricante artesanal de tejas y ladrillos. En esa calle, que todavía no había sido bautizada sin protocolos oficiales con el nombre de “Marquetalia”, existían pocas casas. Siete, tal vez… no más de nueve. La primera, esquina en el costado izquierdo, diagonal a la cantina de Eva, era la casa de los padres de Chepe Hurtado. Enseguida la de mis abuelos Isabel Rodriguez y Uldarico Venegas,casa donde la historia materna asegura que nací, mientras llovía cántaros, a mediados de 1950, contradiciendo la versión paterna que da por seguro que la primera luz que vi fue la de un atardecer zarzaleño con arreboles y otros artificios, frente a la estación de Expreso Trejos. Razones tendrían ellos para esas afirmaciones. Lo que sí no puede controvertirse es que mi fe de bautismo, registro de nacimiento y otros aditamentos oficiales son de...
Chepe hurtado fue el primer amigo de mi niñez. Los patios de nuestras casas no tenían tapia y esa falta de frontera proporcionó más espacio al universo de fantasías que tejíamos sin ningún orden. Ahí estaba, también, mi primo Salvador, a quien desde niño apodaron «El loco». Los tres agotábamos el día recorriendo los alrededores, llevando de un lugar a otro los escenarios de nuestras increíbles aventuras, convirtiendo el palo de la escoba en un brioso corcel o una caja de cartón en lo más parecido a un bólido de Nascar.
Hace poco fui caminado por La Planeta para recoger los recuerdos más lejanos de mi lejana niñez. Me detuve un instante en el triángulo vial que enmarca el monumento a una de las tantas vírgenes de la iconografía católica, pues recordé que algún improvisado historiador afirmaba con borrosas fotografías que detrás de ese monumento se encontraba la casa donde había vivido el escritor Eustaquio Palacios. Arrastrando los recuerdos, fui subiendo por la calle 9 hasta la carrera 4 y, girando a la izquierda, me encaminé a la zona de tolerancia. Ya no es la zona. A alguien se le ocurrió que debía llamarse la Calle de la Esperanza. ¿Sería la esperanza cumplida de erradicar todas las cantinas, menos la de Blanca?
El calor del mediodía había obligado a los vecinos a dejar en solitario la calle. Ni un leve toque del viento. Nada que hiciera pensar que aquella calle tuvo, setenta años atrás, tanta actividad como el pecado mismo. Sí, ahí estaba “La Milonga”… o lo que quedaba de su gloria. Más allá, “El Barranco”. Unos pasos más adelante, con la misma fachada pero sin el aviso, “Luces de Buenos Aires”. Y “Copacabana”.Enseguida, aún terquean las ruinas de la tienda del hoyo donde dejé mis primeras monedas a cambio de mecato. Y justamente en el mismo lugar de mis evocaciones, la cantina de Eva.
Largo rato estuve parado en la esquina de «Marquetalia», sintiendo que sobre mí caían muchas miradas que escudriñaban por las hendijas de las puertas y a través de las ventanas entreabiertas. Ah... la casita que fue de mis abuelos. Su frente angosto. Su andén alto. Una de las dos casas donde nací. La puerta de madera pintada de amarillo escandaloso fue reemplazada por una metálica pintada de azul. Y la ventana diminuta por donde a duras penas podía entrar la luz, desapareció.
Ah...la casita que fue de mis abuelos
Antes que la cursilería y el sentimentalismo intentarán forzaran una lágrima de emoción, fui bajando por la calle de Los Tramposos. En la memoria quedaba ese paisaje que el tiempo había transformado pero que los recuerdos se obstinaban en mantener.
A mi espalda oí con claridad cuando salía de la cantina de Eva, convertida en tienda, esta vieja canción que encajaba como anillo al dedo:
Vieja calle de mi barrio Donde he dado el primer paso Vuelvo a ti doblado el mazo En dificil barajar Con una daga en el pecho Con mi sueño hecho pedazos Que se rompio en un abrazo Que le diera la verdad Aprendí todo lo bueno Aprendí todo lo malo Sé del beso que se compra Sé del beso que se da Del amigo que es amigo Siempre y cuando le convenga Y sé que con mucha plata Uno vale mucho más Aprendi que en esta vida Hay que llorar si otros lloran Y si la murga se ríe Uno se debe reir No pensar ni equivocado ¿para qué, si igual se vive? Y además corres el riesgo Que te bauticen gil.
Seguí caminando por la calle de Los Tramposos, tarareando la canción, sin mirar atrás ni pensar más en nada. Definitivamente, no quería cargar con más recuerdos.