♦ El lugar de los hechos

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El lugar de los hechos

Primera edición 2024

Aníbal Manuel

anibal-manuel@outlook.com

Ediciones digitales Golpe de aldaba

graficaediciongmail.com

Derechos de autor según las normas que protegen la propiedad intelectual en Colombia.

A nadie en particular

1

Metió el periódico bajo el brazo y apresuró su paso para no dejarse alcanzar de la lluvia que tres cuadras atrás venía mojando techos y pavimento. Y andenes. Largos, grises, a medio desvencijar. Tac-tac-tac taconeando Calle Quinta abajo, pasó bajo el puente peatonal de Los Libertadores y se fue descolgando en dirección al viejo caserón donde vivía desde hacía tres años. El telón de la tarde ya empezaba a caer, desgarrado por los relámpagos que parecían detenerse fugazmente para luego desaparecer con el ruido sordo del trueno. Aún le faltaba largo trecho por caminar. Sintió los primeros goterones en la espalda y luego el olor picante de polvo humedecido que siempre le traía, como ensoñaciones, recuerdos de la niñez: «Tápate bien la nariz con el pañuelo para que las enfermedades no te entren». La voz chillona de su madre le llegaba como el chirrido de un millar de chicharras. «Abrígate bien para que no te resfríes». Recomendaciones que le sacaban de quicio. «Quítate esa ropa mojada para que no te duelan los huesos cuando seas viejo». Nunca pudo soportarla. El tono agudo le penetraba con tal violencia que ni con el correr de los años pudo deshacerse de ese tínitus que le taladraba el oído.

Miró hacia atrás. Todo era como la imagen recogida en una postal en sepia, de las que alguna vez coleccionó e intercambió hasta perder rápidamente el interés. La nube gigantesca que poco antes se agitó atrás de los edificios amenazaba ahora con caer de golpe sobre la ciudad. El ruido de motores y el bullicio de la gente, que a esa hora solía llegar a su punto más alto, se asordinó obligando a que las cosas se movieran con lentitud. Sintió en su rostro el viento frío que pasaba arrastrando papeles. Y en el ulular del viento alcanzó a escuchar el eco lejano de la voz de su madre: «Abrígate bien para que no pesques un resfrío».

A lo lejos alcanzó a ver la silueta borrosa de una mujer que atravesaba la calle dando saltitos ridículos para luego perderse detrás del reflejo rutilante de los avisos de neón aferrados a las marquesinas de los almacenes. Cerró los ojos como si con ese solo gesto pudiera atrapar la imagen que le hizo evocar la escena de una película cuyo título no recordaba. Con la misma prisa que lo empujaba al paso largo, se alejó de la zona central y pasó, sin detenerse, por frente de la cafetería a la que de manera invariable -unas veces de ida y otras de venida- entraba a tomar un café oscuro mientras ojeaba una revista noticiosa o el periódico del día anterior que un abogado, amigo suyo desde la infancia, le obsequiaba a diario.

Al llegar al viejo caserón, se detuvo ante el portón de la entrada para tomar aliento. Los goterones ya podían oirse en el andén. Justo en el momento de meter la llave en la cerradura, el cielo pareció desfondarse. «Ya se dejó venir este aguacero del carajo. Si no me hubiera dado prisa...», pensó y hasta alcanzó a decir entre dientes, mientras pisaba los primeros escalones de la grada de cemento que se prolongaba hasta el segundo piso y le permitiría llegar a su cuarto. Las agujas del reloj que siempre llevaba en su muñeca derecha marcaban las siete y veinte de la noche.

Con ese desgano que ya era gesto permanente tan suyo, subió hasta encontrar de frente la puerta de placa metálica de lo que él llamaba, de manera muy apropiada, “la cueva”: un cuarto de cuatro por cuatro metros, donde apenas había espacio para el catre de hierro, el nochero y la mesa de múltiples servicios, único mobiliario a disposición de un hombre solitario que ya bordeaba los sesenta y cinco años. Se detuvo un momento con la llave apuntando hacia la ranura de la chapa. Aguzó el oído para calcular la intensidad de la lluvia y musitó: «Este aguacero va para largo». Al batir la nave de la puerta se produjo ese ruido molesto que terminaba exasperando a los inquilinos, sobre todo en altas horas de la noche o hacia la madrugada. «Échele aceite a esas bisagras, don Nacho» le habían advertido en varias ocasiones, los del segundo piso, con amabilidad, pero sin ocultar la molestia que les causaba. También a él le molestaba el ruido, sin duda alguna, pero nadie sabía por qué hacía oídos sordos al llamado que, en ocasiones, rayaba en la súplica. Sobre la mesa permanecía, como una obra de arte conceptual o como objeto sin interés, el frasco de vidrio con aceite industrial que alguien había dejado, con evidente intención sarcática, a un lado de la puerta con un papel recortado a pulso en el que se leía, con letras remarcadas: Para las bisagras, don Nacho.

Estuvo un breve momento parado bajo el dintel como quien desconfía entrar en un espacio desconocido. Se detuvo para escuchar la lluvia azotando con estruendo sobre el caedizo de zinc de la ventana que daba a la calle. Tiró el periódico sobre la mesa siempre atestada de libros, hojas de papel, lápices y otros objetos de utilidad más que dudosa y que cada día dejaban menos espacio al computador portátil y la infaltable taza de café. Con parsimonia calculada desató sus zapatos y sin despojarse de la ropa húmeda se tumbó, boca arriba, en el catre. Tomó el libro que reposaba en el nochero y lo abrió en la página señalada con un trozo de cartulina azul, pero no emprendió su lectura. Casi de inmediato lo descargó con desgano, así abierto, sobre el pecho, cubriéndolo con las manos. Su mente quedó divagando y sus ojos se fijaron sin pausa en las figuras dibujadas por el agua de la lluvia que se filtraba manchando y descascarando la pintura del cielorraso. Estuvo así largo rato. Por momentos cerraba los ojos para dejar que los fantasmas de todo lo que que había captado empezaran a moverse en el telón rojizo de los párpados. «Miles... millones de personas en el mundo creen que los moribundos repasan, en los últimos segundos,cada instante de su vida y que aquellos que mueren con violencia capturan la imagen de lo último que vio. La imagen del asesino, por ejemplo; esa queda grabada en su retina.» Se sorprendió por haber tenido una idea tan tonta. Quizá lo había leído en alguna revista de variedades ojeada mientras esperaba en la antesala de un consultorio. Tal vez había llegado a sus oídos en una charla intrascendental entre amigos en la cafetería, donde, de tanto en tanto, la superficialidad departía y conciliaba con la inteligencia.

El golpe de la lluvia en los cristales de la ventana lo sacó de su ensimismamiento, justo para escuchar la voz de doña Tere:

—Baje a cenar, don Nacho. No demore que se le enfría la sopa de verduras que hice especialmente para usted.

A Ignacio Taborda le llaman, con respetuosa confianza, don Nacho. Solo sus padres tenían la prerrogativa, por derecho propio y por costumbre, de decirle Nachito, como expresión de cariño.

Ignorando el llamado de doña Tere, el hombre permanece un minuto -quizás un poco más- tirado en la cama. El arrullo del agua corriendo sobre el techo lo ha sumido en sus pensamientos a tal punto que se deja arrastrar por el tiempo. Doña Tere le llama por segunda vez. El hombre se levanta muy despacio, cierra el libro de un solo golpe y lo pune sobre la mesa. Baja las gradas como contando escalones y luego gira hacia la izquierda, tomando el zaguán que conduce al amplio comedor. Allí lo espera doña Tere agitando con impaciencia un trapo estampado a cuadros con el que evita que las moscas se posen en los platos. Don Nacho levanta el asiento, tomándolo del espaldar. Lo descarga de nuevo, con delicadeza, para acomodarse, al tiempo que toma los cubiertos, ejecutando un ritual propio de personas refinadas. Doña Tere, esboza una sonrisa entre complaciente y burlona, lo mira entrecerrando los ojos y enarcando las cejas. No pierde detalle. Ni oportunidad de soltar puyas, agravios que ella disculpaba denominándolos “mis franquezas”.

—Su excelencia debería sentarse a manteles a la misma hora, como lo hacen todos los plebeyos huéspedes de este castillo ¿No le parece? —dice la mujer, mostrando completo desconocimiento de las usanzas palaciegas, pero enfatizando las primeras palabras de tal manera que no quede duda alguna de su intención malévola.

Don Nacho no responde; se limita a dirigir a la mujer una mirada de reproche, indicándole que rechaza los excesos de confianza; sobre todo los de ella, que siempre están cargados de burla. Don Nacho se pone a la defensiva cada vez que entra en diálogo con doña Tere. En momentos como ése no podía dejar de recordar cuando llegó al viejo caserón. Había aceptado, casi con sumisión, las condiciones y deberes como inquilino: pago oportuno del canon, respeto a la tranquilidad de los demás, buenos modales... Por su parte, doña Tere, copropietaria del inmueble por derecho adquirido al enviudar de Ezequiel Pérez, se había comprometido con su nuevo inquilino a tener servidas las comidas media hora antes que a los demás y a no importunarle, bajo ninguna circunstancia, cuando se encontrara dentro de su cuarto. Solo dos cláusulas. Pudieron ser tres, si la intromisión hubiera sido detectada a tiempo. Sin embargo, las condiciones permanecían y el cumplimiento no había sufrido la mínima interrupción.

2

El Imperial fue levantado a principio del siglo anterior según el gusto neo-clásico adoptado por una capa social que nada entendía del arte arquitectónico, pero sí que sabía medir el poder económico por las hectáreas de tierra y cantidad de edificación que podían acumular. La ciudad, en ese tiempo, no se extendía más allá de las ocho calles y la gente distinguida andaba a diario de saco y corbata y tocaba el ala del sombrero para saludar. Por entonces, imitar casas de campo alrededor de la plaza principal, con amplios corredores y chambranas hacia la calle, era lo que daba categoría social. Don Ramón Rojas y Rengifo, que había insertado, por capricho arribista, esa Y entre sus apellidos, fue el primero en apartarse de tal tendencia de evocaciones rurales. Por eso acudió al buen consejo de un arquitecto capitalino para que le diseñara una casita (acentuaba la palabra casita) a semejanza de las que se mostraban en las ilustraciones de las crónicas de viajeros por las más importantes ciudades europeas. Y se la diseñaron. Y se la construyeron justo en una de las esquinas de la plaza.

Don Gregorio Valdez no hizo lo mismo. Terrateniente por herencia y amo sin entrañas por vocación, decidió cruzar el mar con su mujer en un vapor de gran calado y eslora, pues quería conocer Francia. Para una persona cargada de tanto dinero como de intuición para los negocios, ir a la Ciudad Luz era una bagatela, Allá estuvo un meses recorriendo calles y avenidas desde el primer día, visitando iglesias y catedrales donde depositó el óbolo de rigor, dando paseos vespertinos por la Place de la Concorde y los Champs Elysées; pero, sobre todo, conociendo las extensas campiñas tapizadas de viñedos. Al ver cómo los franceses consumían a todo momento copa tras copa de tintos, blancos, rosados y espumosos, al soñador que siempre había sido se le cruzó en el camino la idea de convertir sus sembradíos de tierra caliente en tapetes de parrales y destinar un lote en tierra plana para levantar una vinícola. Al descender del barco que lo trajo de vuelta, exclamó con emoción:

—Por allá se ven cosas cosas muy bonitas: El arco ése, la torre que tanto nombran y unos hoteles de lujo que... ¡Dios bendito! ¡Esos sí son hoteles! —No dejaba de repetirlo, inflando los carrillos y abultando el pecho en demostración de superior satisfacción.

Los giros inesperados de don Gregorio a nadie extrañaban. En él un arrebato daba paso a otro. Y a otro. Había iniciado tántos proyectos con finales inciertos que el balance de sus esfuerzos siempre inclinaba el platillo de los resultados hacia el lado de los aciertos parciales o los fracasos totales. Por eso, cuando cambió su parecer al descender del vapor, sus amigos no sintieron extrañeza al escucharlo en plan de construir, en lugar de la vinícola, un hotel al estilo de los franceses.

—Claro que será a la medida del pueblo, con un muchacho de esos que por allá le dicen botones, de uniforme azul y fez de fieltro... Lo del botones uniformado será la novedad —explicó entusiasmado.

⁎⁎⁎

La construcción inició sin protocolos ni aspavientos, aunque en el pueblo ya había corrido la voz. Una mañana de lunes, los de la Calle del Comercio y las mujeres que solían mañanear a comprar lo necesario para el almuerzo vieron pasar pequeños grupos de obreros armados con picas y palas, que que se congregaron en uno de los terrenos de don Gregorio Valdez. Todos se mostraban con buen ánimo y dispuestos a emprender cuanto antes la tarea zanjar y fundir cimientos, sembrar armazones de hierro y vaciar el concreto de las columnas que sustentarían los dos niveles de estructura previstos. En los primeros días la gente miraba con curiosidad, luego con incredulidad hasta que por fin aceptaron que lo del hotel sería una realidad.

El doctor Libardo Arce vio la oportunidad de fortalecer su prestigio local como político y, sin perder ni un segundo, entró una mañana en la oficina del señor alcalde para plantearle la conveniencia de organizar un acto de reconocimiento cívico al visionario empresario que estaba contribuyendo, como ninguno otro, al progreso del pueblo. En la mente del doctor Arce las ideas iban y venían en tropel. El homenaje tendría que ser con un acto solemne en el que recibiría la Medalla al Mérito Cívico, Por supuesto, la medalla iría acompañada de un decreto en pergamino firmado por el alcalde y el galardón lo colgaría en el pecho de don Gregorio por el invitado de honor, el senador Roberto Aramburo, dilecto hijo de la región. Sería la oportunidad de afianzar vínculos con el político y mostrarle la dimensión de su lealtad. De paso, le estaría dando un retoque a su imagen de líder de su partido en un pueblo donde solo existía un partido.

―El homenaje debe ser en el salón del concejo municipal y a puerta cerrada, claro está, para que lo más selecto de nuestra sociedad se sienta cómoda sin la presencia del populacho —propuso el doctor Arce, sin acudir a eufemismos.

El señor alcalde asintió con un leve movimiento de cabeza. El doctor Arce sonrió satisfecho.

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Todos vieron cómo la edificación tomaba forma y elevaba su imponencia, dejando adivinar el esplendor que mostraría al estar concluido. Así fue. Dos meses después de los veinticuatro del plazo previsto para la entrega de la obra terminada, El Imperial era un gigante que destacaba su inigualable elegancia junto a las casas que ahora se veían ordinarias, casi insignificantes, incluso aquellas de las que los más adinerados se sentían orgullosos.

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Con el paso del tiempo, implacable como la muerte ‒que es su negación‒ de manera imperceptible El edificio fue arruinando la fachada de frisos, dinteles y arquitrabes; la estructura interior fue cediendo a la fatiga, tornando lejanas –muy lejanas– aquellas épocas en que sus habitaciones, dotadas con comodidades que excedieron el lujo, hospedaron a las personalidades más notables y acaudaladas y congregaron, en el salón principal, a las parejas concertadas para los bailes de gala. En la marquesina aún se aferraban con terquedad algunas letras del aviso moldeado en cemento y escayola, en el que aún se podía leer: Hotel Imperial.

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La inauguración de El imperial fue anunciada, con descarga de bombos y platillos, en cada rincón de la provincia. Los carteles dieron noticia de la presentación exclusiva -y quizás irrepetible- de la “Jazz Band Colombia”, con el acompañamiento de la “Orquesta Emisora Fuentes”, bajo la dirección del Clímaco Sarmiento, afamado músico de la costa norte. Algo en la redacción de los carteles dejaba entrever que no se extendía una invitación abierta, que el anuncio era solo eso: un anuncio y no una invitación abierta.

—Hay que invitar a todo el pueblo —había dijo el señor alcalde a don Gregorio, sin ocultar la emoción que le invadía..

—¡Cómo se le ocurre tal cosa, mi señor! —exclamó la señorita Eucaris Arredondo, cortando de un solo sablazo el parecer del señor alcalde. —¿No ve que se nos llena esto de esa gente que va a desentonar en la fiesta? Me refiero a los de abajo. Imagínese, don Gregorio, a esos que van a la tienda de la esquina codeándose con nosotros. —concluyó de manera tajante.

Eucaris Arredondo es la secretaria de la Notaría. Lo ha sido desde el comienzo de los tiempos. Mujer poseedora del don de la eterna juventud, aunque los más atrevidos arriesgan a calcular que puede tener unos cincuenta años, también posee un porte distinguido, hay que reconocerlo. No oculta el fastidio que le produce la presencia de “los de abajo”, como acostumbra decir, arrastrando cada sílaba, y sin cubrir sus mejilla con el más leve tinte de rubor. Sin embargo, nada le impide, hacer parte de todas las asociaciones piadosas que existen para que los medianamente pudientes y los verdaderamente ricos finjan una pizca de humanidad y se muestren solidaridarios con los más necesitados. Pertenece a las Damas Grises, a las Damas Rosadas, al Voluntariado de San Vicente Ferrer, a la Sociedad de Mejoras Públicas a las Hijas de María Inmaculada, a las Dilectas del Sagrado Corazón de Jesús, a la junta directiva del ancianato municipal y a todas las juntas en las que el alcalde necesita estar representado. Por ser la secretaria de la Notaría, no se puede permitir dejar los papeles tirados para asistir a todas las reuniones donde debía estar como presidenta por derecho propio y por haber redactado los estatutos de todas las entidades. Por ello exigió que el horario de las reuniones para tratar los asuntos redundantes en beneficio del pueblo iniciaran a las siete de la noche en punto.

Cuando se enteró del proyecto de don Gregorio, corrió como una exhalación a ofrecerle su incondicional colaboración. No lo hizo empujada por el altruismo, sino por ese calculado interés que la movía a estar en el lugar más visible del escenario. A la señorita Eucaris le encanta figurar. Y maneja con habilidad inusual los hilos que afianzan el entramado social, mostrándose como líder de toda empresa que salga de su iniciativa o la de otros, que terminan avasallados por su acuciosidad. Porque la señorita Eucaris afirma que Dios la dotó de la virtud del liderazgo. “Soy una ejecutiva natural y no tengo la culpa de que los demás no alcancen mi nivel” dice, enarcando las cejas mientras lleva a sus labios la boquilla de los cigarrillos mentolados que fuma en los momentos en que necesita darle firmeza su imagen de mujer de que se desenvuelve con la misma naturalidad en el mundo de la acción benéfica como en plano celeste de la etiqueta de élite, Deja en claro, eso sí, que el término señorita no lo ha ganado por mera cortesía hacia su eterna soltería, sino por la virtuosa y rara condición de su himen intacto.

Entonces, por decisión impuesta se descartó la descabellada propuesta de don Gregorio. Los invitados serían escogidos por los apellidos, en primer lugar; por el monto de sus bienes y caudales en el banco, en segundo lugar; y por la categoría de los cargos desempeñados, en tercer lugar.

—El Imperial debe empezar con altura y así debe continuar, don Gregorio, Las cosas monumentales hay que hacerlas en grande, con estilo, con elegancia. —enfatizó, dándole tres golpecitos con el índice en el hombro.

Don Gregorio, que siempre hacía lo que le dictaba su voluntad (“Mi plata es mi plata y hago con ella lo que me dé la gana”), no encontró en esta ocasión argumentos para contradecir a la señorita Eucaris, y solo atinó a asentir con sumisos movimientos de cabeza. ¿Cómo llevarle la contraria a esa dama que se movía, con la agilidad de un ratón, entre los vericuetos de la vida pública?

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El sábado 17 de mayo, a las cinco de la mañana, el pueblo despertó sobresaltado con el estallido de petardos pirotécnicos y el retumbar de un bombo que logró opacar los otros instrumentos de la pelleja, compuesta por cuatro músicos que montaron en una vieja camioneta para anunciar, desde esa hora, el acontecimiento extraordinario que tendría ocasión en la noche: la inauguración del hotel El Imperial. Detrás de la camioneta, cabalgando ejemplares de mostrar que fueron engalanados para la ocasión, iban los notables: Don Gregorio, a la vanguardia, vestido con paño de vicuña y enfundado en zamarros recién confeccionados, se mostraba ufano: con el pecho henchido, la testa ceñida por el negro sombrero Stetson de ala ancha, el rostro altivo, la mano derecha sostenido las riendas y el pulgar de la izquierda metido en la pretina. Los demás le seguían tratando de asumir la misma postura, Atrás –muy atrás– sin atreverse a traspasar la frontera social trazada por quienes, como la señorita Eucaris Arredondo, consideraban que las cosas se hicieron y organizaron para “los de arriba” y “los de abajo”, el tumulto solo se dejaba arrastrar.

El desfile recorrió varias veces las calles del pueblo y ya despuntaba el alba cuando el bullicio y la pólvora menguaron hasta convertirse en un rumor en sordina. El señor alcalde salió a recibir el desfile a la puerta del palacio municipal, que no era un palacio sino una vieja casona donde, además de la cárcel, tenía sede el puesto de policía. Con la bandera de Colombia doblada sobre una bandeja de servicio de comedor, el señor alcalde se abrió paso para estrechar la mano de don Gregorio. Don Gregorio no tuvo la educación de apearse; solo se inclinó para recibir el saludo. El señor alcalde se quedó aferrado a la bandera.

⁎⁎⁎El esplendor del hotel se opacó sin que su dueño pudiera hacer algo por evitarlo, pues la ciudad solo despertaba cada año para las fiestas de San Pascual, patrono impuesto por un franciscano doctrinero que pasó divulgando la palabra divina, luego de sembrar cuatro cruces de cuatro metros de alto en las cuatro esquinas de la plaza principal. Con prisa complaciente, aunque en medio del tedio burocrático, los notables que integraban el Concejo, tomaron la decisión de oficializar ese patronazgo y otorgarle a la aldea el nombre del santo, ordenando que el 17 de mayo de cada año se procediera a celebrar ese extraordinario acontecimiento.

Una mañana –ya muy distante– la letra H del aviso dejó de aferrarse a la marquesina, quedando hecha añicos sobre el andén. Su dueño no la sustituyó -como no lo hiciera con las que ya habían sucumbido- dejando que el paso del tiempo se encargara del resto. A partir de ese momento, la propiedad pasó de mano en mano hasta que un comerciante de cosas al por mayor y al detal se dejó ganar por el espíritu aventurero de algunos antioqueños y lo adquirió con la intención de hacer que sus luces volvieran a brillar con la inicial intensidad. O más. Invirtió ingentes sumas de dinero, pero en vez de contratar arquitectos expertos en restauración y remodelación, enganchó maestros de obra cuyo conocimiento no iba más allá de resanar con yeso y cemento y levantar muros de ladrillo cocido. Por más empeño que puso en esa empresa, no logró que El Imperial tuviera siquiera un destello. La realidad lo obligó a cerrar las puertas de algunos cuartos -que ya permanecían cerrados y con el mobiliario a merced del polvo- y a aminorar la calidad de sus clientes, aceptando como huéspedes a viajeros ocasionales que no alcanzaban a realizar sus diligencias en un día, a vendedores que iban de pueblo en pueblo con una valija de cuero llena de baratijas y a los que la noche atrapaba en cualquier parte, a gente cuya estatura social estaba bien por debajo de los habituales de antaño.

3

Como si hubiera chocado contra un muro, la joven mujer retrocede, trastabillando, hasta caer sentada sobre las baldosas rojas y verdes del recibidor. Allí queda sin mover músculo alguno, el rostro en una congelada expresión de asombro y la mirada clavada en el cuerpo de un hombre tendido en el andén, justo frente al portón de entrada. Su primera impresión le hace ver a un ebrio extraviado que cayera bajo el peso del sueño antes de llegar a su casa. Después de observar con detenimiento, nota que la inmovilidad y la palidez -señales que llegaron a su intuición como una certeza bajo la luz de la lámpara del alumbrado público- eran las de un cadáver. No era necesario poner la mano en su pecho o en el cuello, como en las películas policíacas, para saber que ese corazón ya no latía.

Es un hombre joven, a lo sumo treinta años, de tez trigueña, algo obeso. Un poco más de un metro y setenta de estatura. Lleva puesta una camisa negra, pantalón caqui y zapatillas de cuero color café. Todo de fina confección, observó ella. Yacía con los brazos abiertos y las piernas sobre la superficie de la calle, flexionadas hacia la izquierda. En su cabeza rapada se veían pequeñas heridas circulares -dos, tal vez- de las que había manado abundante sangre, formando líneas púrpura que confluían hacia la costra oscura formada sobre el hombro y el pecho.

La joven mujer se irguió apresuradamente y regresó, dando zancadas, hacia el segundo piso. Respirando con dificultad dejó escapar un grito:

—¡Doña Tere, doña Tere… hay un muerto en la calle!

Una cabeza despeinada asomó, a contraluz, por la puerta del primer cuarto. Era doña Tere, quien ya bordeaba los cincuenta años, aunque siempre aparentaba tener cinco más. Aún llevaba el camisón de dormir. Se quedo mirando a quien había llamado su atención, pero no pronunció palabra alguna. Se limitó a fruncir el ceño y bajar rápidamente para corroborar lo escuchado. Sin acercarse demasiado al cuerpo tendido, evaluó la situación y determinó las medidas a tomar. Sin más preámbulos ordenó:

—Patricia, hay que llamar a la policía. Vaya y les avisa. Vaya rapidito. —le ordenó.

Retornó a su cuarto. Su rostro mostraba auténtica preocupación y no podía ser para menos.

⁎⁎⁎

El reloj colgado en la pared frontal del vestíbulo marca las cinco y siete minutos de la mañana. Patricia no quiere regresar. No quiere abrir de nuevo el portón de entrada, pero las circunstancias del momento y las órdenes de doña Tere están por encima de sus temores. Pasa en puntas de pie evitando tropezar con el cuerpo. Con el corazón en las manos gana la calle, aún cubierta por las sombras de la madrugada. A pasos cortos, casi dando saltitos, se dirige a la estación de policía. El trayecto de ocho cuadras lo recorre acompañada por la imagen inexpresiva del hombre tirado en el andén. No había alcanzado a detallarlo, pero las emociones y sensaciones acumuladas le dibujaban en la imaginación facciones que confunden en su mente un solo rostro: el rostro de la incertidumbre. Por instantes le llega el recuerdo de alguien que vio por casualidad el día anterior en la calle, alguien que bajó del bus en preciso el momento en que ella pasaba por la plaza. Quizás algún cliente ocasional del que algún detalle le había llamado la atención en la cafetería. Los interrogantes se agolpan en su mente: «¿Era el mismo? ¿Dónde lo he visto antes? ¿De qué lo conozco?». En su cabeza las ideas bullen de manera tan caótica que le es imposible detenerse a pensar en una sola cosa. «Esto sí que es un problema para doña Tere», piensa. No se detiene al pasar por “El Portal”, la cafetería donde trabaja desde hace cuatro años- sigue de largo; sin embargo, alcanza a hacer señas al administrador para indicarle que va de prisa y que el asunto que la ocupa no es para detenerse a dar explicaciones de su inusual comportamiento. «Esto sí que es un problema» repite, ahora en voz alta, mientras trata de hacer más raudos los pasos. El administrador no alcanza a escuchar. Patricia va más rápido. No solo quiere eludir en ese momento un diálogo con el administrador; busca, también, la posibilidad de no ser sorprendida hablando a solas. Mira hacia todo lado. Nadie. El de la cafetería se queda observando a su empleada hasta que la ve dar vuelta en la esquina.

4

La gente forma tumulto en la calle y la confusión de voces se torna cada vez más intensa. Por las esquinas la gente asoma y se da prisa para cerciorarse del hecho cuya noticia había volado a oídos de los madrugadores.

Doña Tere entra a su cuarto respirando fuerte, buscando el oxigeno que el impacto emocional le sustrajera a sus pulmones. Toma una ducha rápida y sin escoger el traje del día se enfunda lo primero que encuentra en el clóset: una batola de colores chillones -de las usadas en las playas- que no alcanza a disimular los kilos de más acumulados en las nalgas y el abdomen. Doña Tere es, muy a su pesar, una mujer obsesa. Veinte años atrás se habría parado frente a las puertas abiertas del ropero, desnuda y sin pudor. Tomándose todo el tiempo, habría escogido con cuidado las piezas del ropaje del día. Las habría puesto sobre la cama, observando sus pliegues, analizando los contrastes, evaluando las combinaciones. Seguramente habría repasado todo el vestuario hasta satisfacer su voluble gusto. Pero los de ahora eran otros tiempos. Y otros eran los actuales momentos.

Cuando sale al corredor varios de sus inquilinos ya están averiguando qué sucedió. Doña Tere, asume aires de importancia y postura de actriz de melodramas. Economizando palabras les comunica que la tragedia tenía el pie puesto sobre El Imperial. Entorna los ojos para recrear, con detalles exagerados por su imaginación, la escena fugaz que atrapara Patricia. Esos momentos son los que doña Tere aprovecha para rasguñar algo de un protagonismo que cada vez palidece más en su ego.

—Abajo en el andén está tirado —les hace saber sin delicadezas, antes de que su auditorio se desbande, descendiendo a tranco largo, hacia la planta baja.

Unos pocos quedan con doña Tere. Los comentarios empiezan a aflorar y las hipótesis van tomando diversas formas.

—Yo no oí nada. —dice Josiel Rendón, el huésped permanente del cuarto 6, comerciante de ropa, dueño de un pequeño almacén que representa su único capital y fuente de sustento.

Don Nacho permanece en silencio, pero atento a cada palabra expresada por el grupo. Observa detenidamente el gesto de todos.

—¿Quién es el occiso? —pregunta.

—¡Pero si es el que llegó anoche! —exclama doña Tere, como si de repente cayera en la cuenta de algo que había pasado desapercibido en su memoria. En realidad está reafirmando.

—¿Anoche, doña Tere? No lo vi. Anoche estuve entretenido en mi pieza con la tele —dice alguien de quien solo se escucha la voz .

Doña Tere hace una pausa calculada. Mira a su alrededor en busca del que acaba de hablar. Ella es es una actriz natural y conoce los secretos de la dramática que consigue conmover los sentimientos.

—El finado (ya se le puede llamar así ¿verdad?) el finado llegó pasadas las nueve de la noche, sin maleta de viajero. Eso me pareció raro y, claro, por eso le exigí pago anticipado. —dice la mujer, respirando profundo. Agrega: —Le mostré la pieza y casi de inmediato dijo que iba a salir un rato y a hablar con un cliente, pero no dijo cliente de qué y yo no quise preguntarle nada.

—¿Volvió? —preguntó don Nacho.

—No, señor. Pensé que ya se había ido del todo cuando pasaron las once y era el único que faltaba por entrar —concluyó doña Tere sin perder su pose de soprano.

⁎⁎⁎

El creciente ulular de una sirena se escuchó de repente. Los curiosos agolpados alrededor del cadáver han formado un círculo muy estrecho. Cuatro policías descienden con rapidez de una radiopatrulla y hacen sonar sus botas en el pavimento. Aunque el tumulto cedió con la sola presencia de los uniformes, los policías hacen espacio a fuerza de empellones. El tumulto no quiere ceder y vuelve a cerrar el círculo y lanza insultos solapados.

—¡Despejen que esto no es un espectáculo de circo! —grita, amenazando con la tolfa, uno de los policías.

Los curiosos más reticentes dieron paso hacia atrás sin dejar de mostrar disgusto. Alguien entre la multitud dirige frases sarcásticas y provocadoras. Uno de los policías lo mira frunciendo el ceño e intentando responder, pero desiste y se da a la tarea de atar, a la reja de la ventana de la casa vecina, la punta de una cinta plástica de color amarillo sobre la que estaban impresas las palabras NO PASAR. Lleva el extremo de la cinta hasta un arbusto de jardín y cierra la calle aislando el cuerpo inerte en un área rectangular que delimita el espacio donde pudo ocurrir el homicidio. Porque no había duda: Era un homicidio.

—Listo, mi teniente. Acordonada la escena del crimen. —anuncia el policía que puso la cinta plástica.

El teniente no responde. Es seguido por un policía uniformado y dos de civil integrantes del servicio de inteligencia. Camina mirando hacia el suelo. Con un leve movimiento de cabeza indica que verifiquen la identidad del occiso. Los de civil se miran por un instante: Esperan a ver quién toma la iniciativa, pero la mirada de reproche del teniente les punza las espaldas y ambos proceden a tantear los bolsillos delanteros del pantalón del occiso. Con cierta dificultad dan vuelta al cuerpo y repiten la operación en los bolsillos traseros. En el derecho encuentran una billetera de cuero y de ella extraen varios papeles y documentos personales, de los que separan la cédula de identificación. Uno de los de civil recita un nombre y un número. El otro toma apuntes en una libreta. Enseguida regresan la billetera al bolsillo de donde la habían sacado. El cuerpo es retornado a su posición inicial, de manera tan torpe que hicieron golpear la cabeza del cadáver contra el pavimento. Los curiosos lanzaron en coro un uf prolongado. Quince minutos después hizo arribo un furgón de la CIN, siglas del Cuerpo de Investigación Nacional.

5

Don Nacho prefiere quedar al margen de todo. Así suele actuar siempre. Fue el único huésped que dio vuelta y se metió en su cuarto, en una actitud que bien podría tomarse por impasibilidad ante los hechos presentados. La curiosidad de la gente alrededor de un cadáver le parece, por demás, morbosa. Sin embargo, asoma a la ventana desde donde puede abarcar en perspectiva el área acordonada. No quiere perder detalle de todo cuanto hacen los policías.

Observa el cuerpo yacente. «Hombre joven. Bien vestido. Apariencia de…» De repente, al ver a los técnicos de la CIN buscando elementos que posteriormente pudieran servir como evidencia, recordó un detalle: al meter la mano en los bolsillos del pantalón del occiso, los policías violaron una de las reglas capitales del procesamiento de una escena del crimen: dejar todo como lo encontraron, no tocar nada para evitar la contaminación de los elementos que posteriormente serían presentados como prueba ante un juez.. «Si esa billetera fuera sometida a análisis de huellas digitales, los policías se llevarían una desagradable sorpresa. Pero eso no va a pasar. Los técnicos piensan sin lugar a dudas seguirán pensando que la billetera no salió de ese bolsillo ni fue tomada por otras manos distintas a las de su dueño» reflexionó con satisfacción.

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Ignacio Taborda es un burócrata en uso de buen retiro. Es aficionado a la historia tanto como a otras disciplinas y ciencias. Por su cuenta estudió alemán y esperanto, sin ninguna razón. Se apasionó con la grafología, pagó una capacitación por correspondencia para obtener la licencia de detective privado, dedicó todo el tiempo al dibujo arquitectónico y cuatro años antes de entrar a disfrutar de su jubilación su interés se centró en la criminalística y la criminología. Lo de la criminalística le llegó en el vuelo inspirador de una hoja de papel anunciando la apertura de un curso presencial que, en apenas tres semestres, convertiría a cualquiera en experto y aguzado investigador. Estuvo un paso de inscribirse, pero logró entender a tiempo que le resultaba incómodo sentarse junto a muchachos a los que triplicaba en años vividos. Así que se entregó a la tarea de consultar y estudiar por su cuenta en todos los sitios de la red informática. De modo que compararlo con Bouvard y Pécuchet sería lo más acertado.

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La ocurrencia de un homicidio en sus narices es la oportunidad de explorar los terrenos de una investigación verdadera. Por ese motivo don Nacho se da a detallar todo el lugar. Su ojo escrutador recorre el espacio aislado, centímetro a centímetro, como lo hubiera hecho el más experto. Desde la ventana de su en el segundo piso puede abarcar, en su totalidad, la escena del crimen. Le parece bastante caótica. La gente empuja a codazos para estar más cerca del cadáver. Dentro del área encintada, un grupo de policías habla en voz baja. De seguro están enfrascados en conjeturas que buscan develar lo sucedido. Otros van de un lado a otro y sin ningún objetivo aparente. Don Nacho ya ha visto, con desaprobación, a dos hombres jóvenes que se acercan al cadáver y con brusquedad le dan vuelta para sacar de los bolsillos del pantalón la billetera de la que extraen su contenido. Hace una mueca como de asco. Luego desvía su mirada hacia los curiosos amontonados al otro lado de la cinta plástica. Trata de retener en la memoria la amalgama de rostros y expresiones que de manera excepcional llaman su atención. Entre esos rostros alcanza a reconocer a Alex, el hijo de doña Tere.

—Steven Albornoz, mi teniente —grita el policía de civil, agitando una pequeña lámina rectangular de plástico que sostenía entre el índice y el pulgar de la mano derecha. —3-2-1-2-8-4-6-5, mi teniente — añade, pronunciando uno a uno los números correspondientes a un documento de identificación.

Don Nacho frunce el ceño y da media vuelta. No oculta su disgusto. Camina en dirección del nochero de donde toma una libreta de apuntes y lapicero. Despacio, dibujando letras muy parejas, escribe el nombre que había alcanzado a escuchar. 3-2-1... No alcanza a retener todos los números pese al esfuerzo. Vuelve a asomar por la ventana en el preciso momento en que los policías empiezan a forcejear con la gente y blanden las tolfas para recuperar el área acordonada.

—Esto es un desastre— dice en voz alta mientras continúa escribiendo algunas notas en la libreta. Asumiendo un aire de profunda reflexión, con la mirada recorre de nuevo la escena.

El furgón del CIN arribó al lugar de los hechos. Rueda en reversa hasta casi tocar la cinta de acordonamiento. Dos hombres y una mujer descienden presurosos cargando maletines de lona. Llevan trajes blancos de bioseguridad. Sólo un uniformado de la policía espera, forzando una actitud grave, dentro del área protegida para hacer la entrega de toda la información preliminar consignada en el formato oficial diligenciado a mano con términos técnicos.

La mañana avanzaba hacia las seis y media pero eso no parece importar a los curiosos. Los del CIN inician su labor en silencio. Uno de ellos ya había tomado varias fotografías antes de entrar al área acordonada y como si pretendiera sorprender a alguien dirigió la cámara hacia los espectadores. Clic, clic, clic. Abarca con el visor de la cámara toda la escena, desde un ángulo que deja apreciar el cuerpo del infortunado. Clic. Pega la cara al pavimento y luego coloca el marcador con el número dos junto a una vainilla de las que expulsa un arma de fuego al ser disparada. En sus movimientos hay una calculada intensión de teatralidad. Camina cuidando de dónde pone la pisada. Se acerca al cuerpo sin vida y acciona el obturador.

—¿Ya vio que hay muy poca sangre? —pregunta el fotógrafo.

—Ya vi. Creo que el homicidio no fue aquí —responde el encargado de examinar el cuerpo para hacer la primera descripción de las heridas y buscar los elementos adheridos a la piel o a la ropa del occiso y que el laboratorio analizará a fondo.

El fotógrafo pone otro marcador, ahora con el número uno. El número uno es para el cuerpo. El cuerpo es la evidencia capital. «Salvo que no haya cuerpo» piensa don Nacho, asomado en la ventana de su cuarto. Los técnicos del CIN continúan la búsqueda metódica, pero solo hallan otra vainilla metida entre la ranura que dejaba la tapa de un desaguadero.

Don Nacho nota la opacidad del latón expuesto mucho tiempo al sol y al agua. Ese detalle le hace pensar en la posibilidad de un falso elemento de prueba. El fotógrafo corre a registrar el hallazgo tan pronto como ponen otro, éste identificado con el número tres. Guarda cuidadosamente la cámara y echa mano de una tabla con gancho de presión que sujetaba unas pocas hojas de papel en blanco. Toma posición en el lado opuesto de la acera y procede a realizar un bosquejo a mano alzada, ubicando a escala las medidas que sus compañeros le dictan en un código particular. El cuerpo El cuerpo es introducido en una bolsa negra de plástico y llevado, en una bandeja metálica dentro del furgón. Con idéntico afán con que llegaron, los técnicos emprenden el regreso.

5

Nada supera la sensación de dejadez que se apodera de la voluntad cuando las penumbras de la madrugada ceden a la luz lechosa de las primeras horas del día. Eso lo sabe Alex y lo disfruta al máximo. Cuando la calle comienza a tomar vida, el hijo de doña Tere toma la almohada y la aprieta contra su cabeza para amortiguar los ruidos de los vehículos y las voces de los trabajadores que dan vida al mundo exterior. Dormir hasta bien tarde es su placer. Aún no se anima a trazar planes para su futuro, pero no tiene afán alguno. Su mayor ambición se aproxima a la consecución de un automóvil de lujo y a ampliar el círculo femenino de las amistades que no dejan de rodearlo. Alex sabe un poco de todo para ganarse la vida pero, al final de cuentas, nada sabe y nada hace en concreto. En consecuencia, sus ocupaciones se reducen a esto o aquello que no exige esfuerzo físico de ningún tipo ni conocimiento especializado. Pocas veces sus bolsillos están vacíos. Doña Tere se encarga de proveer lo necesario para complacer sus gastos diarios. No coge la cama antes de la medianoche ni la deja antes de las diez de la mañana. Disfruta como ninguno de las cinco o seis horas de sueño que le quedan después de que Patricia se levanta, antes de las cinco, para alistarse y estar a tiempo en la cafetería. Entre los recuerdos desagradables, detesta el de su época estudiantil, cuando doña Tere acudía a todos los recursos para obligarlo a dejar la cama, a tomar el baño, a desayunar a las carreras y enviarlo al colegio. ¡Qué fastidio! es lo que exclama a diario, a manera de protesta, cuando al fin logra poner un pie en los mosaicos del piso.

Hoy puede atrapar el calor de las cobijas y dejar que la luz del día se quede afuera, mientras deja que la pereza lo invada. Sólo el calor fuerte de los rayos del sol que penetran por la ventana logra estrujarlo. Se queda largo rato sentado en el borde de la cama. Va al baño y toma posición en la tasa del sanitario. Allí se queda quince o veinte minutos con la mente en blanco, el pensamiento tapiado, la voluntad desconectada. Se mete bajo la ducha y abre el grifo para que el agua tibia caiga como una caricia sobre su cabeza. «Quiubo, hijo, no malgastes el agua que las facturas de los servicios están por las nubes» Le dice doña Tere desde los tiempos distantes. «Desayune rápido que le va a coger la tarde» Le repite cada mañana. Las palabras aún golpetean en sus oídos, como si fueran de ayer nada más. Ahora se da largas para ducharse, para seleccionar la ropa adecuada. El tiempo ha sido lo de menos. Sin embargo, esta mañana es la excepción. A la hora de la conmoción en el interior del caserón, Alex se encontraba afuera. Cuando, al regreso, quiso ingresar a su casa, la policía ya había acordonado la calle impidiendo el paso. Opta por acomodarse a las circunstancias y se convierte en un espectador más. Al mirar hacia el segundo piso ve a don Nacho. Don Nacho lo ve desde la ventana de su cuarto.

6

Los huéspedes permanentes darían lo que fuera por saber quién era Ignacio Taborda, ese hombre de regular estatura, contextura delgada -sin ser flaco-, rostro de expresión adusta que se acentúa con la mirada ceñuda a que lo obliga la miopía progresiva que los gruesos lentes de sus gafas no logra corregir. Tiene sesenta y dos años de edad. Su cabello descuidado, sobrepasa esa tonalidad grisácea que antes atraía la atención de las mujeres. Cuando los más osados le preguntan con irreverencia ¿Quién es usted? responde: «Soy un hombre en decadencia» Es la descripción de sí, aceptando lo inevitable.

Un día cualquiera llegó a El Imperial con una vieja maleta de viaje en la mano. Antes de entrar estuvo parado buen rato en el andén observando el edificio, examinando cada detalle como lo haría un avesado coleccionista frente a una obra de arte. Preguntó por el administrador. Cuando salió doña Teresa de Pérez y se presentó como administradora y dueña del hotel, el recién llegado no dudó en considerar que si bien el hotel parecía venido a menos, la propietaria era una mujer en evidente y franco declive.

—¿Y como cuánto tiempo se va a quedar?

—Podría ser un día, una semana, un mes, un año...

—A ver, a ver, Sea más preciso. Un día tiene un precio y una semana tiene otro precio. Si es por un mes o más tiempo se cobra por mensualidad.

Fueron al recibidor a discutir las condiciones y valor del canon. La mujer hizo una seña con la cabeza. La muchacha que había permanecido en la recepción salió diligente y poco después regresó con dos tazas de café.

—Bueno... me presento: Mi nombre es Teresa de Pérez, pero los que me conocen me llaman Tere —dijo la mujer alargando la mano para saludar con esa formalidad que acerca a las personas y las ingresa en el círculo de los asociados.

—Ignacio Taborda, jubilado —fue la respuesta concisa, sin adornos, casi forzada.

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Suben al segundo piso. En el rellano la mujer hace un gesto de cortesía para indicarle a Ignacio Taborda que tome la delantera. Recorren a paso lento el corredor, deteniéndose en los cuartos disponibles. Ignacio Taborda observa con atención hasta llegar al fondo. No quiere pasar por alto algún detalle que luego le cause disgustos por hacer elecciones apresuradas. Regresan desgranando una charla intrascendente, pero sin alejarse de aquello que más interesa a ambos: cerrar un trato.

Hay un cuarto que han dejado de lado. Ignacio Taborda lo señala y la dueña se da prisa en abrir la puerta de acceso. Un vistazo es suficiente para darle su aprobación. Ingresa para calcular el área, contando baldosas a lo largo y ancho. Las paredes, de azul claro, dejan ver algunas manchas desagradables, algo que tiene solución.

—Me gusta éste, sobre todo porque tiene ventana hacia la calle —manifiesta el hombre.

—Hum... está bien que le guste, mi señor, pero le advierto que esa ventana le aumenta el precio — aclara la dueña.

—¿Y como cuánto más me cuesta “esa ventana”?

La pregunta de Ignacio Taborda va cargada de un tono irónico que se hace más acentuado hacia el final.

—A partir de este momento esta será mi cueva — dice casi para sí mismo.

Un catre de hierro, un nochero, una silla y una mesa de madera constituyen el único mobiliario ofrecido por El Imperial. Ignacio Taborda, acordado canon mensual y asistencia de alimentación, toma posesión inmediata y conforme de La Cueva.

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Ignacio Taborda tomó la costumbre de salir a las ocho y media de la mañana, después del desayuno. Hace una caminata de cuarenta minutos, sube a La Cueva, toma una ducha larga que disfruta a plenitud y permanece encerrado el resto de la mañana. A las once y media baja a almorzar.

Detesta (es su palabra favorita) sentarse en la mesa con otros comensales. Mucho más con los huéspedes permanentes de El Imperial. Esa costumbre la adquirió desde niño y ni siquiera él podía dar razón del origen de un comportamiento inusual que se convirtió en manía. En esas ocasiones en que debía comer en un restaurante, pagaba anticipadamente para asegurar un sitio alejado y regresaba cuando los clientes hubieren marchado. Doña Tere y los demás huéspedes consideran que es un acto de engreimiento el comportamiento de Ignacio Taborda.

Las conjeturas sobre el pasado de Ignacio Tabora-da era tema frecuente de conversación en el comedor. Sobre su existencia se levantaba un armazón de histo-rias que desbordaban la imaginación. Invariablemente le atribuían el cargo de profesor en un colegio público, sin descartar la posibilidad de que hubiera trabajado en un banco. Nadie acertaba. El señor Taborda optó por no referirse a los cuarenta y dos años que trabajó, hasta el día de su jubilación, como contador en una oficina del gobierno nacional. La modesta mesada que recibía mes a mes le era suficiente para vivir con al-gunas necesidades, pero sin sobresaltos económicos. Pagaba cumplidamente a doña Tere y las reservas las guardaba en distintos sitios: entre las páginas de un libro, debajo de la lámpara, pisada con un frasco o la caja donde guardaba facturas y otros documentos, en cualquier parte donde fuera tan evidente que nadie buscaría. No era tacaño. Simplemente gastaba lo que el bolsillo le permitía.

De sus parientes no hacía referencia alguna. En cierta ocasión mencionó el nombre de un hijo, pero de inmediato se interrumpió y desvió la conversación hacia otro tema, quizá con la esperanza de borrar de la memoria de su interlocutor todo rastro que lo rela-cionara con parientes cercanos o remotos.

7

La calle de las violetas, llamaba a esa estrecha vía que se extendía hasta el parque. Era más larga que la calle Quinta, pero menos agitada y ruidosa. En esas ocasiones cuando la tarde no era calurosa y sentía el impulso de caminar por gusto, subía por el corto re-pecho pavimentado hasta alcanzar la parte más alta del altozano; seguía por el borde de la calzada y pa-saba por el antejardín sembrado de violetas, unas de un azul intenso, otras del color de las moras, otras casi rojas, todas formando un tupido seto de poca altura que demarcaba el camino de entrada a una ca-sa de elegante construcción. El jardín carecía de otra clase de flores. El señor Taborda solía detenerse unos segundos a observar el brote de una nueva flor, hecho natural que le producía inexplicable y raro placer, da-do que él no se inclinaba por expresar sus emociones. Reemprendía la ruta. A veces soltaba un silbo que daba forma a una vieja canción. Al cabo de veinte minutos llegaba a esa esquina desde donde ya podía verse una parte del parque. Buscaba un banco apar-tado de la curiosidad de la gente, de quienes podían llegar a plantearle charlas inoportunas.

No dejaba de llevar consigo una libreta de bolsillo y lápiz. Cargar con el computador portátil para digitar las ideas repentinas se le hacía incómodo. No lograba adaptarse, como los estudiantes universitarios, a convertir sus rodillas en un escritorio improvisado. Pero la libreta era solo para atrapar las ideas y luego quitarles las ataduras frente a la pantalla. Sin acudir a la ayuda del despertador, salía del sueño a las cua-tro y media de la mañana. Después del baño cotidiano con agua fría pasaba a la mesa, donde permanecía a merced de la palabra, escribiendo artículos de opinión que nunca enviaba a los periódicos, tejiendo retazos de historias que jamás terminaba, intentando recons-truir episodios de su vida solamente para no olvidar-los.

Caminaba alrededor del parque evitando el en-cuentro con aquellos a quienes había permitido con anterioridad un saludo o algunos comentarios sin trascedencia. Lo hacía despacio, midiendo cada paso. Vivir cerca de la gente pero lejos de las personas era su lema. Siempre fue fiel a él. En cuanto le era posible, eludía una charla, el contacto social, la oferta de amistad. Debía hacer esfuerzos para eludir situaciones que sobrepasaran su tolerancia a las aglomeraciones. No soportaba el bullicio poroducido en el centro de la ciudad en la mañana o en primeras horas de la noche. Toda esa carga de ideas, juicios, convicciones arraiga-das en lo más profundo de sus temores irracionales creaban un cerco que él estrechaba cada vez más.

Los pocillos de café consumidos a largo plazo son, de manera cierta, una disculpa para observar a Patricia moviéndose de prisa entre los clientes de la cafetería. Don Nacho finge estar sumido en sus pensamientos o estar concentrado en la lectura del periódico, pero en realidad sigue los pasos de gacela de la muchacha. A cada sorbo de café, don Nacho se regodea con la figura cuya frescura empieza a ceder ante los embates del ajetreo.

—¿Le apetece otro cafecito, don Nacho? —pregunta Blanca con esa familiaridad que únicamente los de El Imperial se podían permitir con él.

—Puede traerlo. Otra taza de café nunca está de más, querida amiga.

Blanca da vuelta. Don Nacho fija la atención dn la firmeza de las nalgas que el traje de camarera destaca con generosidad. La mira anteponiendo la estética a la lascivia. Su gusto por las proporciones, la armonía en los volúmenes, lo lleva a alabar la delicadeza de las curvas. Salvo por la baja estatura, que él puede pasar por alto, Blanca considera que es la versión criolla de una escultura clásica, reservándose el derecho de pensar de manera hiperbólica.

En el Imperial son pocas las oportunidades que tiene de verla, pues ella acostumbra estar mucho tiempo en cama, recuperando algo del vigor dejado entre las mesas de la cafetería. Ahora la tiene ante sí por el tiempo que sea necesario para satisfacer su capricho.

La clientela disminuye y el establecimiento reduce la actividad al nivel de permitir un respiro a los dependientes. Blanca se acerca a Don Nacho. Llega sonriendo mientras seca sus manos con una pequeña bayeta que lleva en el bolsillo el delantal.

—Entonces, don Nacho… Es extraño verlo por aquí a esta hora.

—Es que quise dar una vuelta. Los ermitaños también se cansan del encierro y, a veces,es conveniente cambiar la rutina, Blanquita —replicó el señor Taborda, sorprendiéndose, tanto por su inusual locuacidad como por la expresión de cariño acentuada con el diminutivo.

—Se le nota de buen ánimo, don Nacho ¿Acaso se sacó la lotería? Comparta conmigo, don Nacho.

—Ya quisiera yo que la suerte me hubiera rozado siquiera un poco, pero nunca he jugado a la lotería. No me gustan los juegos de azar... La verdad, ningún tipo de juego. Si algún día ocurriera eso, créeme que serías partícipe, no lo dudes.

—Ay, don Nacho. Usted sí es un hombre de corazón muy grande. ¡Dios lo proteja!

Gracias por tus palabras, querida amiga, pero mi corazón no es grande; al contrario: ha latido por tántos años que ya empieza a encogerse.

Quedan en silencio. La mujer juega en su imaginación con las posibilidades y sueña con la opción de tener en la bolsa dinero suficiente para darle un rumbo diferente al curso de su vida. ¿De dónde llegaría ese dinero? No es de importancia en sus quimeras. Don Nacho, en cambio, no es de los que fantasean. Pragmático como ninguno, prefiere tener los pies puestos en la tierra, pisar en firme y dar pasos seguros.

8

Lo único que altera el ritmo tranquilo de la vida de doña Tere adopta el nombre de Alex cuando éste traspasa los límites de la mesura. Registrado como John Alexander Pérez Rebollo en el libro notarial de nacimientos, es su único hijo, su más grande orgullo. Entró en la mayoría de edad el año pasado, haciendo alarde de ese acontecimiento, pero actuando como siempre lo había hecho: con irresponsabilidad.

Doña Tere no permite que mencionen a su hijo con palabras que signifiquen juicios adversos, ni tolera a quienes no comprenden que los muchachos de ahora actúan con más libertad comparados con los de antes. Ahora son más naturales y espontáneos.

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—No espero sino la hora de ver llegar la noche —dice Aurora Cañas sin mirar a su hermana Cecilia.

Tararea para acompañar a Leo Marini, que se escucha por el radio de transistores,

A Cecilia la conocen como Chilita, pero a ella entra en disgusto con quien la llame con ese mote que le acompaña desde que era una niña de cuna. Ahora ya está en los diecisiete y su hermana en los dieciocho. Haciendo cuentas, su padre, don Feliciano Cañas Suárez, asegura, echando mano de sus decires, que ellas están un poco quedadas, pues a una edad en que toda muchacha ya ha sido pretendida, sus hijas aún no conocen ni siquiera un admirador. Las razones no son difíciles de desentrañar: los cánones estéticos no fueron benévolos con las jóvenes Cañas, lo que da siempre resquicio a las lenguas perversas que no preguntan: ¿Cuál de las dos es más hermosa? sino ¿Cuál de las dos es menos fea? Difícil escrutinio, es lo que agregan. Al padre le llegan esas maledicencias que lo atormentan tanto que, luego de buscar en todos los recovecos de su imaginación, terminó por suponer que la Presentación en Sociedad, evento organizado año de por medio por la señorita Eucaris, era una buena posibilidad de hacerlas visibles ante los apetecidos “partidos” que andaban por ahí, desperdiciando la posibilidad de una relación seria, muy esquivos a los noviazgos formales.

—Yo también estoy muy emocionada, hermanita. Anoche se me fue el sueño pensando en lo de hoy.. —asiente Aurora sin dejar de mirar en el espejo el progreso de la dispendiosa labor de maquillaje que con esmero le aplica doña Margarita de Cañas.

Doña Margarita no para de hacer recomendaciones sobre la forma de caminar cuando pasen frente a la mirada examinadora de vecinos, amigos, conocidos...

—Deben dar un paso con un pie delante del otro, como lo hacen las reinas de belleza —advirtió doña Margarita. —No olviden que en ese momento ustedes son las reinas del universo —remató.

A pesar de los kilos, cada vez más inocultables, la madre intenta una demostración; pero sus movimientos han perdido la cadencia de gacela que, con otros atributos, una tarde de junio llamó la atención de don Feliciano hasta extraviarlo en los misterios del amor.

La Presentación en Sociedad no era otra cosa que la exposición de aquellas muchachas que dejaban la adolescencia para adentrarse en esa edad en la que cobra importancia pensar en el futuro. Y el futuro, sin necesidad de verlo en una bola de cristal, no era otro que un camino de rosas hacia el altar, con música nupcial de fondo. La animosidad de las muchachas tenía justificaciones más que sobradas, pues sentían, en lo más recóndito de sus corazones, que sus vidas estaban dando un giro de enorme trascendencia y que al día siguiente, al despertar, sentirían que ya no eran una niñitas sino verdaderas mujeres. Ya se podrían dar algunas libertades como no pedir permiso para ir a casa de sus amigas, sino solo avisar e ir acompañadas de alguien responsable, desde luego, e informar la hora del regreso.

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La señorita Eucaris va de un lado a otro del salón principal. El ceño fruncido denota preocupación. No cesa de dar órdenes y señalar lo que no le agrada. De veras impone su don de mando. Los empleados del hotel y los colaboradores ad honorem con los que no deja de contar en ocasiones especiales se mueven frenéticamente, llevando manteles blancos a las mesas, colgando en las paredes serpentinas y borlas , acomodando arreglos florales en las peanas talladas a mano.

—Esas sillas no van ahí. Necesito que las acomoden allá. Y pongan diez más en el lugar de los músicos. ¡Caramba con esta gente!

Ella sabe que el éxito del evento será su éxito, solo su éxito. Cuando se pone al frente de un proyecto, los demás apenas sí cuentan para estar a su servicio. Así es en el Festival del Viento celebrado cada año por la época de agosto, cuya finalidad es recoger fondos para ayudar a los niños más pobres. Así, también, en el Banquete de la Solidaridad que se organiza para apoyar el ancianato por ella dirigido desde la distancia. Así es en todo.

el protagonismo omnipresente de la señorita Eucaris es causa de algunos comezones que sus detractores no pueden evitar. «Esa vieja está en toda parte, menos en el infierno porque ni el diablo la quiere», comentan al unísono. «¿No será envidia?» replican los seguidores sin condición, pertenecientes a su círculo, en especial el grupito de amigas con las que casi a diario comparte una taza de café. O de te, para estar al nivel de la aristocracia inglesa, así la porcelana de los pocillos sea de fabricación nacional.

Una hora antes de la fijada para dar inicio al acto, la señorita Eucaris realiza la última revisión. Reacomoda esto, corre un poco más allá aquello, quita eso que sobra. No queda totalmente satisfecha, pero decide dejar las minucias porque los invitados ya le pisan los talones.

La orquesta estuvo un rato afinando instrumentos. Cuando los primeros en llegar presentaron en la recepción del hotel la tarjeta impresa con caracteres dorados, los músicos cesaron de inmediato el afinado. Órdenes de la señorita para que nadie se sintiera incómodo por llegar demasiado temprano. El director de la orquesta repartió partituras, cuidando de incluir entre las primera piezas a ejecutar algunas melodías suaves. Así los invitados no cogerían temprano el tedio y los músicos no tendrían que repetir el repertorio fuerte que vendría después de la ceremonia principal.

A las ocho en punto de la noche sonó la sirena de los bomberos. En el pueblo la gente preguntaba si sería incendio o algún accidente. En el hotel los los ánimos se estimularon haciendo que la gente se moviera expectante por todo el salón principal. El señor alcalde, seguido por don Gregorio, la señorita Eucaris, el señor notario y otras personas destacadas del pueblo buscaron el entarimado de madera que hacía de escenario y se dirigieron, con paso ceremonioso, al asiento que les correspondía en la mesa cubierta con manteles blancos y adornadas con elaborados ramos de flores blancas y amarillas. Todas las miradas estaban digiridas a ellos y ellos lo sabían; por eso,

Cuco Velásquez se paró a un lado con una hoja de papel en la mano. La naturaleza lo había favorecido con un vozarrón más grande que su figura escurrida, dándole la única herramienta con qué ganarse la vida. Carraspeó, como siempre lo hacía, y de golpe descargó

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—Pienso que Albornoz era de una banda de narcotraficantes — se atreve a especular Patricia con tono inseguro.

—¿Por qué lo dice? —pregunta don Nacho esbozando una sonrisa complaciente. Corre hacia el centro de la mesa del comedor el plato con las sobras de su almuerzo. Mira a los cuatro comensales restantes que están sentados junto a él y luego clava certeramente la mirada en Patricia.

—Es que doña Tere comentó que el tipo se traía sus vainas y a su parecer tenía pinta de los que trabajan con esa gente.

La muchacha se incomoda: No es de palabra fluida y siente que los ojos de los presentes caen sobre ella como las piedras que en tiempos lejanos arrojaban a las adúlteras. Don Nacho repregunta:

—¿Y usted que opina?

—Yo creo que sí, porque él venía con ropa muy fina. —responde la muchacha haciendo una pausa. —Y los zapatos que traía... Debieron costarle cuatro veces, o más, lo que valen los míos —agrega, echando un vistazo a los que calza.

En el comedor queda flotando el silencio. Los comensales están expectantes a la dirección de las conjeturas, las sopesan y en sus adentros hacen las propias.

Todos piensan que no es descabellado lo expresado por Patricia. Después de todo, abundan los que emergen de las aguas turbias donde han sobrevivido a duras penas y luego, en un abrir y cerrar de ojos, están haciendo alarde de riqueza.

Imagino que venía de la costa y que vivía desde hace tiempo en la capital. Doña Tere dice que hablaba con acento. Consiguió trabajo en una fábrica pero era ambicioso y se fue a trabajar a una ‶cocina″... ya saben: un laboratorio de coca en el monte. Se portó juicioso y ya le hacían encargos de mayor confianza. Vino al pueblo a entregar una plata... No, él vino fue a recoger una plata de las ventas de vicio. Ustedes saben que el que se mete en esos negocios no firma contratos sino la pena de muerte. Después de recoger la plata se vino a dormir y entrando al hotel le vinieron por la espalda y le dispararon para robarle. —dijo la muchacha, mostrando desazón en cada frase. Sabe que no tiene habilidad para armar el andamiaje de una historia compleja. Su expresión verbal es limitada, tanto que, en situaciones como esa, se apresuraba a alejarse de las personas que llegaban con temas en los que resultaba ineludible extender argumentos inteligentes.

Interesante hipótesis, mi querida amiga ―salió al paso de manera oportuna don Nacho para sacarla del apuro. —Quizás le faltó una pizca de sal a ese estofado, pero es una hipótesis con forma.

Sí, eso parece tener sentido intervino Espitia.

Espitia llama, en realidad, Espiritusanto Rojas. El nombre no tiene par. Lo recibió de unos padres que cada tarde acudían al rosario en la capilla levantada en devoción a la tercera persona de una deidad que causaba confusión en la mente llana de sus fieles por ser una y tres personas a la vez. «No puede ser Padre-eterno, ni Hijo-de-Dios, Eso sería un despropósito y una blasfemia, Espiritusanto no da a pensar nada malo» había dicho Eusebio Rojas al escoger el nombre de su hijo. La madre acató la voluntad de su esposo. Pero la voluntad de las personas suelen tomar rutas alternas, caminos que acortan las distancias, y desde el primer año de escuela sus compañeros de aula lo rebautizaron ″Espitia‶. El apodo lo ha acompañado durante casi sesenta años.

—La historia no es que me convenza del todo, Pudo ser un abogado, Después de todo, los abogados visten bien y viajan con mucha frecuencia —opina Josiel Rendón.

—Estoy de acuerdo con el compa Josiel: pudo ser un abogado ¿Tenía cara de abogado? —pregunta Leonardo Castillo.

—Aquí estoy tratando de buscar respuesta. ¿Y cómo es la cara de los abogados? Me imagino que muy diferente a la de los ingenieros o los médicos o los... o los... —Don Nacho titubea. Su rostro desencajado no deja disimular el disgusto que le producen las personas simples .

—No es para tanto, don Nacho. Yo estoy de acuerdo con usted, también con el compa Josiel, con Espitia, con la dama aquí presente. Estoy de acuerdo con todos. —dice, con tono conciliador Leonardo Castillo.

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Don Nacho hizo un cambió en la rutina. Una accidental situación –de esas que se encuentran a la vuelta de la esquina– mientras daba su matinal paseo para darle tregua a la lectura de libros ya leídos y la escritura de textos con intenciones literarias que nunca terminaría, don Nacho tropezó con un viejo conocido: un condiscípulo de los tiempos de escuela con el que solía hacer las tareas de matemáticas.

El encuentro inesperado lo detuvo casi media hora. Aunque don Nacho no hacía concesiones ni desviaba tan siquiera un ápice en sus hábitos, invitó a su amigo a un café.

Al llegar al caserón, en la mesa del comedor le esperaba el plato de sopa y el de arroz con carne molida servidos por doña Tere con anticipación, según lo acordado. Saludó con un ″buenas‶ que fue retornado con otro ″buenas‶ coreado. Tomó asiento e casi de inmediato inició el ritual previo al paladeo de su almuerzo. Los otros comensales no le quitaban el ojo. No querían perder detalle de la ceremonia conocida solo de oídas y que había abierto la puerta a juicios lindantes con lo fantasioso.

El tiempo transcurrió en silencio. La presencia de don Nacho lo impuso e hizo que el tedio cambiara el semblante de los otros comensales. De vez en cuando doña Tere hacía rondas, atenta al eventual pedido de alguno de ellos o a lo que pudiera faltar en la mesa. Sonreía a cada uno y luego desparecía tras el batiente de la puerta de la cocina.

Don Nacho corrió los platos con la punta de los dedos. Tomó una servilleta de papel y apenas sí rozó con ella sus labios en una delicada acción de limpieza.

Es un milagro verlo aquí, don Nacho. Nos complace que se siente con nosotros a compartir ‶el pan nuestro de cada día″ —dijo Josiel Rendón echando mano del plural para hablar por todos sin que nadie le hubiere otorgado ese derecho,

Ah, amigo, gracias por la deferencia... Tuve un grato encuentro con un amigo a quien no veía hacía mucho y el tiempo se me fue sin darme cuenta. Pero bueno...

—¡Qué bueno que nos acompañe! —interrumpió Patricia.

Don Nacho giró la cabeza hacia la izquierda. La muchacha sonrió dejando escapar un halo de timidez inusual en alguien que el oficio había preparado para cualquier circunstancia.

—Es mejor estar con todos, pero al mismo tiempo lejos de todos —les manifestó don Nacho.con tono conciliador—Así los disgustos, los malentendidos y, en general, todos los factores que agrietan una buena convivencia se mantendrán lejos.

No entiendo... —expuso Leonardo Castillo

Tanto mejor, estimado amigo. Aquello que está lejos de nuestra comprensión es lo que nos lleva por el sendero de la felicidad. Por eso, los sabios no son felices. En cambio a usted, apreciado amigo, parece que nada le perturba. —opinó don Nacho, asumiendo una actitud reflexiva acompañada de ironía. . Luego se dirigió a Josiel para preguntarle si era feliz.

¡Qué va! Uno no deja de tener tropezones que amargan la vida por momentos. —replicó el comerciante. —Pero tengo un primo de poco espíritu que desde que éramos niños viene poniendo cara de haber ganado la lotería. Mi tía Elvira, que en paz descanse, perdía la paciencia cuando lo veía y le daba coscorrones y le decía «Este bobo de qué se reirá a toda hora».

Josiel remató con una carcajada que contagió a los demás, excepto a don Nacho. Él permaneció inmutable, circunspecto.

Doña Tere asomó la cabeza por la puerta de la cocina, solo por la curiosidad que le causó el alboroto repentino. El gesto dejó expectantes a los del comedor. Leonardo, con los brazos abiertos y la palma de las manos hacia arriba, preguntó qué pasaba con la señora. Nadie sabía. Patricia se movió en su asiento y todos comprendieron que la muchacha estaba a punto de retirarse.

—Espere un minuto, por favor... Solo un minuto. Un suceso notable nos ha tocado en los últimos días y no podemos ignorarlo: el homicidio de Steven Albornoz. Nada sabemos porque la Fiscalía mantiene la reserva judicial ¿Qué cree usted, Patricia, que piensa que hay detrás del asunto Albornoz? —preguntó don Nacho sin perder el tono autoritario con que inicialmente se dirigió a la muchacha para retenerla.

***

Hundido en el sillón de la sala de recibo, Josiel recordaba aquellos tiempos cuando su padre era el propietario de la miscelánea El Triunfo, la única en el pueblo que ofrecía ‶Desde una aguja hasta un tractor″, según el lema se podía leer en la fachada. Eran tiempos de abundancia para don Miguel Ángel Rendón, su padre, un hombre de fino olfato para los negocios que empezó vendiendo, de puerta en puerta, blusas, camisas y piezas de tela para la confección de vestidos. «Si no tengo lo que busca, se lo consigo y dentro de ocho días se lo traigo» decía a sus clientes.

En vacaciones escolares, mi hermano mayor tenía que cargar una maleta de cuero con mercancía y salir detrás de mi papá a ofrecerla en las veredas y en los pueblos vecinos —rememora Josiel.

Los huéspedes escuchan con atención. El relato de Josiel les atrae y no quieren perder los pormenores.

Mi papá fue un negociante de los mejores, eso hay que resaltarlo. Cuando empezó, le ganaba a un artículo más de la mitad, casi el doble, y si lo vendía al fiado le ganaba más del doble. —continuó, mostrando una emoción que considera justificada, pues quiere levantar un sólido pedestal a don Miguel Ángel. —Es que usted no compra huevos para vender huevos sin sacar alguna ventaja. A mi papá le tocó ir a pie por los pueblos y veredas gastando suelas, sudando la gota gorda. Por eso tenia que buscar buenas utilidades.

Josiel no puede olvidar que don Miguel Ángel logró reunir un mediano capital que invirtió para instalarse en un local rentado. Con el tiempo y su espíritu ahorrativo compró el local. Luego se hizo a la casa vecina, lo que le permitió ampliar el negocio y agregar a la oferta más artículos de los llamados: de primera necesidad. Habían transcurrido diez años desde la lejana mañana que salió con la maleta de cuero en la mano hasta el día en que mandó a poner en la fachada el aviso de Miscelánea El Triunfo. Y el lema de ‶Desde una aguja hasta un tractor″ que daba fe de que allí el comprador encontraría lo que buscara.

Fueron los mejores años de mi vida. La comida sobraba. Estrenábamos ropa cada mes. Mi papá nos llevaba al paseo dominical en carro de lujo. Dos veces fuimos al extranjero: viajamos en avión a Miami cuando yo tenía como diez años y después, en barco, a Tierra Santa. Tierra Santa no me gustó y a mi papá tampoco. Al preguntarle sus amigos qué tal nos había ido por allá, el resumía la experiencia con una frase: «Muy bien, muy bien, excelente». Mi papá no dejó de ser de escaso vocabulario.

Don Miguel Ángel estuvo al frente de la miscelánea hasta el día de su fallecimiento causado por la traición de su corazón que lo sorprendió con un infarto fulminante. Todo lo había previsto, menos su muerte. Dejó una viuda y cuatro herederos en pugna por la dirección de los negocios. El hijo mayor, que llevaba sobre sus hombros el peso del nombre de su padre, tomó las riendas El Triunfo, pero no pudo exhibir las habilidades del fallecido. Dio un traspiés aquí, otro más allá, cayó en las trampas de los tratos comerciales de riesgo inminente, probando tras fracaso, hasta que terminó confundiendo sus necesidades con las del negocio e inició el período del derroche previo a la quiebra, contando para ello con la eficiente colaboración de sus tres hermanos. La viuda, entre tanto, veía impotente cómo el capital construido por su difunto esposo, a golpe de gastar suela y sudar la gota gorda, se iba por el desaguadero.

Josiel, el menor de los cuatro, probó suerte con una ferretería sin pretensiones, pero las deudas iban apareciendo sin que él pudiera darles cauce, lo obligándolo a desistir y entrar vergonzosamente en remate judicial para satisfacer a los acreedores. El fracaso comercial se aparejó con el fracaso familiar, y cuando menos lo había pensado se encontró sin brújula y viendo cómo se rompía el lazo del apoyo que esperaba de su mujer y sus hijos cuando, al final de sus peripecias, estaba trastabillando muy cerca del borde de un acantilado.

Esos tiempos quisiera olvidarlos para siempre... Fueron muy duros —dice Josiel. Los huéspedes a su alrededor le observan sin interrumpir el relato. —Pero cuando el Padre Eterno no puede acudir, manda en reemplazo a su hijo, y se me ocurrió lo mismo que a mi papá: abrir una venta de ropa en el zaguán donde ahora me consigo la vida.

***

Parado en el balcón del palacio municipal, que le da visión amplia de la plaza, el señor alcalde observa a la señorita Eucaris. «Es toda una dama. Una dama muy valiosa» piensa. Eucaris Arredondo deja a su paso aromas de perfume floral que permanecen flotando en aire del mediodía. Sabe que desde la alcaldía los ojos de los empleados están puestos sobre ella y eso la anima a mostrar el garbo aprendido con el acicate del relieve social. El alcalde la pierde bajo la arboleda de la plaza.

La señorita Eucaris oculta en la historia de su vida algunos episodios que le causan escozor. Y otros que son una carga fatigante que no le dan respiro. Pero el lastre más pesado es el de su origen. Su madre, Rosalbina Arredondo, empezó a trabajar siendo muy niña en casa de don Ramón Rojas y Renjifo allí permaneció por más de treinta años. A los dieciséis se vio atrapada por un embarazo inesperado que habría motivado salir con el rabo entre las piernas; sin embargo, el patrón permaneció indiferente, guardando sospechoso ‒incluso cómplice‒ silencio que nadie osó perturbar. Nueve meses más tarde, en día lluvioso y frío, vino al mundo la niña que llevaría el mismo nombre de la hermana menor de don Ramón.

Al entrar a colaborar con el grupo de catequistas del padre Enoc, Eucaris empezó a labrar el papel protagónico que ya no cedería, a la par que se empeñaría en forjar un apellido que fuera consonante con el Arredondo. Intentó, incluso, buscar uno apropiado en la “Genealogía de los apellidos castellanos”, pero desistió por el temor a caer en el ridículo. El padre Enoc se lo sugirió, aconsejándole que se sintiera orgullosa de su madre y su propio apellido, «Jesús no tuvo apelativo alguno y su padre terrenal fue un humilde carpintero» fueron las palabras del sacerdote.

***

La señorita Eucaris atraviesa la plaza conservando el porte señorial que mostró a los empleados del palacio municipal. Va a la casa del doctor Libardo Arce porque quiere invitarlo a presidir la junta organizadora de la celebración del bicentenario de fundación del pueblo. El ofrecimiento a presidir la junta es un derecho que corresponde naturalmente a ella, pero hay circunstancias que, por estrategia, obligan a ceder terreno: El doctor Arce sabe nadar en los torrentosos cauces de la burocracia y tiene amigos en las dependencias oficiales de la capital donde se consiguen los auxilios que manan de la ubre presupuestal.

La señorita Eucaris lleva en una carpeta que acuna en sus brazos con si se tratara de un recién nacido. Allí reposa el presupuesto de la celebración del bicentenario, discriminando los pormenores de cada acto. Un mes dedicó a elaborarlo, cuidando de no dejar escapar ningún detalle.

Honor que me hace, señorita Eucaris, y que yo acepto complacido. apondré todo mi empeño para que la celebración esté a la altura de un hecho tan histórico —dijo el doctor Arce exagerando el tono ceremonioso.

Ni más faltaba, doctor. Usted, junto con el señor alcalde y el padre enoc son las personas más importantes de este pueblo. Al césar lo que es del césar, doctor. Ah, le traía de una vez el presupuesto para que lo estudie despacio.

El político abre la carpeta hojeando el documento sin detenerse a leer.

Ahí encontrará un rubro dedicado a los gastos varios e imprevistos... Usted sabe que esas cosas se presentan y...

No se preocupe, señorita; yo entiendo de esas cosas. No olvide que el manejo de los presupuestos es lo mío.

El doctor Arce mira con ojos maliciosos a la señorita Eucaris. Sus palabras van cargadas de ese tono que usan quienes comparten un terrible secreto. La señorita Eucaris logra sonrojarse, pero una sonrisa descarada ataja a tiempo todo indicio de debilidad en sus principios éticos. Ya había tenido la oportunidad de hacer el aprendizaje siendo secretaria de la Notaría, donde había redactado cientos de escrituras públicas que legalizaban el traspaso de dominio de tierras que eran arrebatadas, a cambio de nada, a los campesinos de pocos recursos.

Cuente con esa plata, señorita. Hoy mismo haré una llamada telefónica al senador Valencia para que mueva los hilos en Presupuesto Nacional, y con el Gobernador para que abra un huequito en cualquier parte y destine una buena partida a la junta —aseguró el doctor Arce. Y agregó, hablando con la solemnidad que le caracterizaba: —No olvide, señorita, que es del todo necesario sacar los porcentajes de rigor destinados al partido, al senador Valencia y a este servidor, que debe trabajar arduamente por el progreso de un pueblo que no suele ser lo suficientemente agradecido. Claro que, además de lo que usted necesita para ‶imprevistos y gastos varios″, tendrá una bonificación por su entrega a las nobles causas. Personas como usted, que trabajan desinteresadamente por los más necesitados y hacen patria cada día, deben ser compensadas con creces.

El doctor Arce era dado a extender la palabra hasta hacerla sonora, en un estilo de expresión perfeccionado por el trajín político que inició, recién salido de la adolescencia, en la Liga de Jóvenes Defensores de la Tradición. La señorita Eucaris lo conocía desde aquellas épocas. A diario lo veía pasar por la Notaría ‒muy tieso y altivo‒ camino al colegio; los útiles en una bolsa de tela cruzada al hombro, vistiendo ropa que se ponía día de por medio y calzando zapatos agrietados pero relucientes. Le causaba rechazo, pero no el suficiente como para negarle un comentario favorable: «A pesar de ser de familia pobre, a ese muchacho se le ve futuro». Con el transcurso de los años, Libardo Arce, luego de desempeñarse en diversos oficios de llevar y traer, fue recomendado para un empleo en la alcaldía. Saltar desde allí hasta el ámbito político de la capital no le exigió mayor esfuerzo y le permitió obtener el título de Doctor en Leyes. Desde que el político empezó a codearse con los de la capital, la señorita Eucaris ya no lo miraba de soslayo y con menosprecio; al contrario: se mostraba solícita al extremo de ser servicial y al dirigirse a él lo hacía con suma reverencia.

—Ojalá las cosas nos salgan como las tenemos pensadas, doctor.

Ojalá, por nuestro bien y el bien del pueblo. —cerró el doctor Arce, sobreponiendo los intereses particulares a los generales.

Ambos quedaron en silencio, sin mirarse a los ojos. El doctor Arce no desdibujó en ningún momento la sonrisa que aprendió desde cuando descubrió que esa gesto tenía más fuerza y era más convincente que un apretón de manos. La señorita Eucaris trató, con gran esfuerzo pero sin ningún resultado que le favoreciera, de apuntalar su dignidad con argumentos que ya habían perdido soporte frente al político.

***

Al ver a don Nacho asomado en la ventana de su cuarto en el segundo piso, Alex trató de ocultarse tras los curiosos que tenía delante. El rápido pero torpe movimiento que realizó para agacharse fue advertido por el ojo observador de don Nacho, quien continuó tomando nota de la labor de los técnicos en el lugar de los hechos, como si nada hubiera notado.

«Ah... Alex, Alex. Este muchacho...» murmuró en tono de reproche dirigido a nadie.

¡Cuántas veces se ha mencionado, a sottovoce, su nombre en los corrillos de El Imperial! El hijo de doña Tere no puede ‒tal vez no quiere‒ dejar de ser el ‶hijo de doña Tere″. Mimado por las mujeres que arriban a su vida, tolerado por quienes lo rodean, encubierto por sus compinches, amado ciegamente por su madre, Alex se siente el rey del mundo. Sus caprichos son órdenes de perentorio cumplimiento. Los huéspedes permanentes de El Imperial lo odian, desde luego, pero cuidan de no demostrarlo pues temen a su carácter vengativo y a la ira de la madre que no tolera el menor reparo dirigido al joven o al hotel. Después de todo, es su hijo y es su hotel y ambos representan lo único que le queda de su difunto marido.

Alex había salido empezando la noche anterior, como lo hacía cada noche, mas en esta última ocasión nadie le vio regresar a dormir. Tampoco se le sintió en la madrugada empujando subrepticiamente la puerta de Patricia, tal como costumbre cuando necesitaba los favores íntimos de la muchacha. Así, pues, cuando don Nacho lo vio tratando de ocultarse, ya era un hecho que el muy tarambana había pasado fuera de casa.

Don Nacho lo buscó de nuevo entre los curiosos detenidos por la cinta amarilla del acordonamiento. Lo hizo tratando de no ser evidente, pues no quería que el joven darle ninguna importancia. «Alex se da ínfulas, pero no seré yo quien se las engorde» dijo para sí.

***

Tocado por un rayo de inspiración, Don Nacho empezó a armar en su imaginación el andamiaje de los hechos:

«Steven Albornoz salió muy temprano en la mañana de su casa, situado en un sector de los llamados de ‶clase media″, de empleados oficiales, secretarias de salario mínimo y comerciantes que estaban obligados a llevar al extremo su imaginación para mantener activos sus pequeños negocios. Luego de caminar cinco cuadras, se detuvo frente a un edificio de tres pisos. Presionó uno de los botones de la caja del intercomunicador y, casi de inmediato, una voz se escuchó a través de la rejilla. Albornoz subió, caminando despacio, se detuvo frente a la puerta rotulada con los números 3-5 y dio tres suaves golpes con los nudillos. Una mujer enfundada en un vestido de casa acudió al llamado y le invitó a seguir, extendiéndole el brazo para darle la bienvenida. En la sala le esperaba un hombre corpulento, de vientre , voluminoso y movimientos toscos, con quien conversó durante quince minutos, o menos, sobre asuntos relacionados con la misión que el visitante debía cumplir ese día.

Usted lo único que hará es entregar este maletín a la persona y en la dirección que están anotadas en esta tarjeta. Eso es todo —le dijo el hombre, a quien llamaban el patrón. —El maletín cuídelo con su vida. Si lo llega a perder... Mejor no pensemos en eso.

¿Espero alguna respuesta? —preguntó Albornoz,

No, eso es todo.

Salió, esta vez a toda prisa, y se dirigió a la terminal de buses. Cuando el patrón deba órdenes había que cumplirlas de inmediato. «Calculo que llegaré a la once de la mañana» se dijo.

***

Nada cae mejor, después de un viaje colmado de saltos abruptos y otras incomodidades, que un café negro y un cigarrillo. Del cigarrillo podría prescindir, ya que había hecho la promesa de dejarlo, más por cuestiones de apariencia que de salud. Colocando la mano sobre la frente a manera de visera, buscó una cafetería. A mitad de cuadra, frente a la plaza, ubicó El Portal y hacia allá dirigió sus pasos; pero desde afuera pudo comprobar que no había lugar disponible por ser día de mercado. Continuó caminando, En la esquina siguiente pudo hallar un pequeño salón de aspecto poco atractivo. Las paredes manchadas y el mobiliario que reclamaba a gritos una mano de pintura lo obligó a un gesto de resistencia. Sin embargo, decidió entrar, pues el viaje si paradas le había fatigado y necesitaba satisfacer el deseo de una buena taza de café. El cafetín era atendido por una sola persona: una vieja de formas abultadas que permaneció detrás del mostrador.

¿Qué quiere tomar el caballero? ⸻preguntó con sequedad.

Albornoz estuvo a punto de marcharse, pero el cansancio y la necesidad de un aliciente lo retuvieron. Contestó con similar aspereza:

⸻Un café. Que sea oscuro.

Desde la greca salió un aroma exquisito que flotó y lentamente llegó, como desde tierras lejanas, al olfato de Albornoz. La vieja caminó balanceándose desde el mostrador y llevó la taza de café hasta la mesa donde Albornóz esperaba. «Hummm... Las apariencias engañan» pensó, mientras lo saboreaba con deleite, sorbo a sorbo.

***

Albornoz tomó asiento en un mullido sillón frente al patrón. Los dos guardaron silencio. El patrón tomó de la mesa de centro un frasco de vidrio tallado y vertió en dos vasos un licor que tenía la apariencia de whisky. Albornoz levantó su vaso en ademán de brindis, movimiento que no obtuvo respuesta.

Yo a usted le tengo mucha confianza y espero que siga siendo así ⸻dijo el patrón, sin dirigirle la mirada.

Cosa que le agradezco, señor; ssted sabe que puede contar conmigo pa lo que sea.

⸻Eso espero, porque ya sabe lo que pasaría si le da por... ⸻El patrón dejó inconclusa la frase.

Albornoz sentía incomodidad. Aunque en su vida no hizo más que recibir órdenes y agachar la cabeza con sumision, la presencia del patrón lo intimidaba en extremo. No podía evitarlo. En algunas ocasiones intentó traspasar esa barrera, acortar la distancia que