♦ Papeles al aire

EL APRENDIZ DE CARPINTERO


a la memoria de mi padre.

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Yo, señoras y señores, fui aprendiz de carpintero. Del carpintero José Aníbal Cedeño, mi padre. Cuando aún no me había alcanzado la edad del asombro, él me tomó de la mano y me fue adentrando con cautela en el territorio fantástico de su taller, allá en la Calle del Quindío de Zarzal. Igual que algún día lo hiciera Pandora, abrió lentamente la puerta de un enorme cajón y dejó escapar la visión de las herramientas que a diario utilizaba, todas organizadas de tal manera que podría pensarse en la posibilidad de que así habían permanecido siempre. Ese fue mi primer deslumbre. Me quedé mirando el brillo del cromo de las más consentidas y el filo de los formones alineados en espera de su turno para hendir la madera. Entonces, a la manera del mago que extrae conejos y palomas de un sombrero, sacó del cajón un martillo –el más pequeño– y una manotada de puntillas casi herrumbrosas. Escogió una –quizás la más torcida– sujetándola contra el piso de mosaicos con el dedo índice, y le dio algunos golpes para enderezarla. Lo hizo con la destreza del que todo lo sabe y, por eso, todo lo puede.

-¿Vio lo fácil que es? Ahora hágalo usted -me dijo.

Fue así como empecé mi aprendizaje de carpintero, cuando apenas sí lograba cargar con el peso de mis cinco años. Y una carretica con la tapa de una caja de betún como rueda, fue mi primera obra maestra.

Mi padre me llevó luego al rincón de los retales, donde me enseñó a reconocer el aroma dulzón del cedro rojo, a fastidiar la nariz con la acritud del laurel recién talado, a tomar confianza con el olor del pino que nunca dejará de evocar viejos amores y, claro está, viejos dolores. Y me enseñó a darle tersura con la lija al chanul de dureza sinigual. Y me instruyó en las artes de abrillantar con laca la superficie de la caoba que sería escritorio de oficina. Y me transmitió el secreto de conducir el serrucho por una línea que aún hoy estoy siguiendo.

De su banco de trabajo (que mis juegos de niño solitario convertía en un barco de piratas) vi salir el tablón de nogal convertido en un lecho propicio a toda suerte de pasiones, en la puerta que se abriría a la esperanza, en la mesa que seguramente serviría de soporte a muchos diálogos. Vi cómo el roble que cruzó el océano se transformó en arcón, y el fresno -noble como el corazón enamorado- en mullido sillón de sala.

Mi padre fue carpintero y de los mejores, tengo que decirlo. Yo lo vi serruchar sin cansancio telera tras telera y pulir el filo de los tablones con una precisión de tallador de gemas, mientras cantaba tangos y boleros o recitaba un poema de Silva, de Villafañe, de Barba Jacob… o suyo. Porque mi padre (y el de Henry, Milena, Liliana, Humberto, Fernando, Nancy, Jairo, Héctor y Alvarito) construyó poemas con la misma facilidad con que armaba una puerta. No tuvo maestros de rima ni de sinécdoques ni guías en la intrincada ciencia de la versificación, por eso algunas de sus composiciones le quedaban cojitrancas o alrevesadas, pero tuvo un sentido de la armonía igual al que poseen los virtuosos músicos que no saben interpretar una partitura y, sin embargo, les suena muy bien la flauta.

Muchas veces, mientras daba golpes con el mazo, entonaba “Percal” con voz impostada de tenor o imitaba con mediana fortuna a Charlie Figueroa. Eso bastaba para que una idea revoleteara en su cabeza. Entonces suspendía los golpes, apagaba en su garganta la canción y se sentaba a escribir con esa caligrafía cursiva de notario republicano que le heredé. Como le heredé esa pasión inocultable por la lectura.

Hace pocos días murió mi padre, cuando estaba pisando los 98 años de edad. Veinte días antes lo había hecho Jairo. Ellos querían vivir más, pero no pudieron. Lo que sí pudo mi padre fue cargar, hasta el último momento, con sus versos y sus coplas y esas historias que repetía una y otra vez como si las narrara por primera vez.

Era eso, en últimas, lo que yo quería contarles: que mi padre se despidió de la existencia y de este mundo recitando sus poemas. Ahora que lo digo, creo no lo hubiera podido hacerlo de otra forma. No lo imagino muriendo como todo el mundo. Dizque al momento de ser ingresado a la UCI y a pocos pasos de llegar a su destino final, mi padre, el carpintero, en su fijación literaria le recitó a la enfermera que lo conducía en una camilla, un poema de su autoría. El que más le gustaba. Dicen que Goethe, en su último respiro, pidió ¡Luz, más luz! Mi padre, con esa voz extenuada que ya se negaba a salir con claridad, le pidió a la enfermera que le escuchara este poema:

 

El Beso.

Bajo un manto de hiedra, donde un fauno dormita, Arlequín, desdoblando su manto de color, cómo debe besarse a una mujer bonita, explicaba entre risas a un loco soñador. Avispa de oro que huye, rosa que palpita... Voy a decirles cuál beso es el mejor. Besar es una ciencia profunda y exquisita, lo dijo hace algún tiempo un sabio profesor. El beso más sutil, la caricia más loca, empieza en el cerebro, mas desflora en la boca, desciende al seno izquierdo y al corazón se va ¡Ingenuos! Dice el fauno, bajo los verdes ramos… de los miles de besos que a las mujeres damos el mejor, entre todos, es el que no se da.

            
          




EL EVANGÉLICO

Guardo especial afecto por un amigo de mi niñez a quien hace casi sesenta y cinco años no veo: Edinson Bocanegra, el hijo del fotógrafo Adán Bocanegra. Lo recuerdo no solo porque vivía cerca de mi casa y por eso era mi ocasional compañero de juegos, sino porque durante dos o tres años ocupamos el mismo salón de clase en la antigua sede de la escuela Francisco José de Caldas. Pero, sobre todo, lo recuerdo porque un incidente -del cual él fue protagonista- señaló para siempre la ruta que habría de seguir mi ya precaria religiosidad.

Don Adán Bocanegra, además de fotógrafo, era algo así como pastor adventista en un pueblo tan liberal como camandulero. Por supuesto, Edinson era adventista. No recuerdo con precisión, pero creo que esa práctica religiosa le ganó el único apodo que le sentaba bien: "El evangélico". Y por ser evangélico no se persignaba, no iba a misa, no cargaba escapulario, no tenía en su cuarto un cuadrito de la Virgen de las Mercedes, ni en la sala de su casa colgaba un cuadro del Sagrado Corazón de Jesús. Es más: no estaba bautizado (el bautizo adventista no valía) y como no había hecho la primera comunión, no podía confesar cada mes, después de las tardes de catecismo, sus terribles pecados.

En la escuela Caldas de ese entonces se rezaba todos los días, en formación, un padrenuestro y un Ave María antes de iniciar las clases. De igual manera, por el mes de mayo se rezaba un rosario en honor a la Virgen de Fátima. Un mayo de esos nos hicieron formar, tomando distancia con el brazo estirado y la punta de los dedos tocando el hombro del que estuviera adelante. Todavía tengo grabada la imagen de Luis Ernesto Rosales, Amado Jaramillo, Roberto Serna, Marino Vélez y la del señor Galvis, este último director de la escuela a quien decíamos, de manera burlona, "Barrilito" debido a su baja estatura y figura obesa. Parados el el corredor, que tenía una altura de unos cincuenta centímetros sobre el nivel del patio, presidían la ceremonia y vigilaban el comportamiento de los estudiantes. Iniciada la primera tanda de padrenuestros, el señor Galvis (¿Recuerdan que uno se dirigía a sus maestros como el señor?) ordenó que nos arrodilláramos. Todos pusimos rodilla en tierra, menos Edinson Bocanegra que estaba a mi lado. Adelante, Mayil Hernández y Fernando Llanos. Un poco más allá, Jairo Aguirre y, junto él, Fabriciano García. Bien atrás se podía ver a Hernán Vélez, el más alto del salón por ser el mayor. El señor Serna repitió la orden: ¡Arrodíllese!. Edison permaneció impávido, mirando al suelo pues sentía los ojos de todos puestos sobre él. De manera impulsiva, el señor Serna saltó del corredor y trastabillando llegó hasta mi amigo, lo agarró con fuerza de los hombros y violentamente lo obligó a arrodillarse. O mejor: a doblegarse. Pero no del todo, pues Edinson cambió de inmediato de posición y terminó sentado sobre sus talones y así permaneció hasta que culminó el rosario. Mejor dicho: así permanecimos, pues yo, sin medir la gravedad de la situación, asumí la misma posición para acompañarlo en ese difícil trance.

Es que por aquel entonces los maestros eran portadores de una consigna de la vieja escuela: La letra con sangre entra. Y Roberto Serna fue, en la Caldas, su ejemplar ejecutor. En cambio creo que Luis Ernesto Rosales era de la línea menos dura (al menos en su actuar) y por eso, a pesar de ser el director de mi grupo, no me molió a reglazos por el comportamiento solidario que tuve con Edinson, sino que le contó su versión a mi papá. Yo esperaba lo peor. Pero mi papá, en vez de sacar el rejo se quedó mirándome y me recriminó con un: "Usted si es muy aguacate" y siguió en su labor de carpintería.

Al año siguiente estábamos en cuarto grado (el señor Rosales era nuestro maestro) cuando llegó a la escuela un sacerdote franciscano en plan de misionero. Como se acercaba el día de las primeras comuniones, nos llevaron a la iglesia para el acto de confesión. Unos lo hacían con el padre Arenas y otros con el franciscano. Para mi desgracia me tocó con éste. Con el corazón en la mano me aproximé y haciendo lo que todos hacían, me arrodillé en un reclinatorio frente al franciscano. "Confiese sus pecados", me dijo con autoridad. Yo estaba paralizado del terror y lo único que pensaba era que así debió sentirse Edinson Bocanegra el día del rosario a la Virgen. "Confiese sus pecados" me gritaba y me zamarreaba para que vomitara mis inmundicias. Para escapar de ese examen inquisitorial, le dije que yo era desobediente con mis padres, que le había mentido a un tío y que a veces me cogía a puñetazos con algunos compañeros de la escuela. Al fin el confesor me absolvió de esas terribles ofensas criminales contra Dios y yo salí del templo de Las Mercedes con la secreta satisfacción de haberme guardado otros pecadillos: en dos ocasiones había robado unas monedas del bolsillo de mi papá, con frecuencia le mentaba la madre a mis primos y en una ocasión accidentalmente había visto a una vecinita orinando en el patio. Sí, jamás volví a cometer el error de confesarme como lo indica ese sacramento.

¡Ah… mi amigo Edinson! ¿Qué habrá sido de él? Ojalá recuerde el día en que el padre Arenas fue a la Caldas a atosigar con sus largas peroratas religiosas y cuando nos recordó que debíamos ser humildes ante los ojos de Dios y ser resignados ante las adversidades, yo miré a mi amigo y le dije en voz muy baja: Se resignará su madre. Y soltamos la carcajada hasta que intervino "Barrilito" para callarnos a coscorrones.

Como el drogadicto en proceso de rehabilitación, poco a poco me fui alejando de los templos. Y tomé la decisión de no recaer en adicciones religiosas, de mantenerme sobrio en ese sentido y lidiar, en cambio, con las contradicciones de mi espiritualidad, esas que me hacen afirmar ahora que, de no haber sido por Edinson Bocanegra y mis primeros maestros, hoy yo sería un monje; pero no un monje trapense, ni ermitaño. Un monje maldito, seguramente. ¿Un monje ateo? No soy ateo. Arreligioso sí, sin lugar a dudas, gracias a los muchos señores Serna y los innumerables señores Galvis que fui encontrando en la ruta de mi vida.





ESOS VIEJOS...

Hace dos años, el día de mi cumpleaños, escribí esta reflexión. Hoy, días después de haber pasado de los setenta y tres, la publico nuevamente. ¡Se siente el paso del tiempo!


Parece que el paso de los años viene aparejado con esa práctica tan propia de los que hace rato dieron vuelta a la primera guasca y van disminuyendo en vitalidad, pero ganando en memoria lejana: Los viejos.

Ya ustedes han visto los grupos de viejos que a diario se da cita en los parques de todos los pueblos del mundo. Y habrán notado cómo se reúnen los mismos viejos en el mismo lugar, ocupando el mismo sitio en la misma banca y, claro está, hablando de las mismas cosas, de las mismas pendejadas.

Quienes crean que esos grupos se conforman para ver cómo le dejan un legado de valía a los jóvenes o para intercambiar experiencias que se aglutinen para aportar a las nuevas generaciones, están errados. Los viejos, gremio al que pertenezco con muy poco entusiasmo, no cogen... no cogemos experiencia. Nadie coge experiencia. Lo digo por experiencia.

La verdad es que la sociedad en la que desde niños nos hemos aconductado en todo tiempo nos enrostra eso de la experiencia. "Vea, mijo, estudie y consiga un trabajo, pero no lo suelte para que sea alguien con experiencia en la vida" es lo que nos dicen desde temprano. Pero sucede que uno consigue trabajo y dura años ejerciendo el mismo oficio, (porque también nos tragamos el cuento de la "estabilidad laboral") y ya a punto de jubilarnos nos damos cuenta que en realidad solo tuvimos un año de experiencia y cuarenta o más años de repetida rutina. Porque la experiencia, en resumen, no es más que la oportunidad que nos dan los años para seguir improvisando, con más autoridad y con mayor seguridad, lo que aprendimos algún día ya lejano.

Y aquí viene otra realidad que termina convirtiéndose en una iconoclastía que eludimos como el excremento abandonado en el andén de la casa por el mejor amigo del hombre: El verdadero propósito de la vida es enseñar a los hijos todo lo que no logramos aprender de nuestros padres. Eso sí: desde que nacemos nos tintinean la cháchara de que tenemos toda la vida para aprender. "Están crudos", nos dicen, con evidente perversidad, en la escuela primaria. "Uno nunca termina de aprender", nos recuerdan, con la misma perversidad, después de obtener el título universitario en cualquier vaina. Es verdad: Tenemos toda la vida para aprender, pero nadie nos advierte que sólo contamos con unos años para practicar. Tal vez por esa razón me tomé siete años en hacer la primaria, nueve años en hacer el bachillerato (usted sí salió súper-preparado, me decía mi madre en tono de burla) y once años tratando de ser doblemente profesional, esto como un acto de revanchismo académico. ¡Toda una vida de academia! ¿Y de experiencia? El otro poquito de mi existencia productiva.

Claro que los viejos tienen sus ventajas, empezando por la más preciada: Gozan del privilegio de entrar sin pagar a algunos espectáculos, que si se mira bien no es algo tan gratuito. Ah, también gozan de otra ventaja: Los viejos no están obligados a la prudencia y por eso pueden decir lo que les dé la gana y a quien les dé la gana, porque las consecuencias les vale un carajo. Y cuando dicen idioteces -que es casi siempre- ni siquiera se ruborizan. Al contrario: las disfrutan. ¿Otra ventaja? Antes creían que su única misión era trabajar como caballo carretillero. Ahora improvisan la cotidianidad y su única preocupación es... sí, coger camino al parque. Además, han desarrollado el sentido de la percepción (malicia, le llaman otros) y de aquella ingenuidad infantil que sacaban cuando la enfermera les hablaba con mimos para asestarles un chuzón con la jeringa, han pasado ahora a la certeza senil de que, cuando el médico les habla condescendientemente poniéndoles la mano sobre el hombro, es porque hay alistar las maletas y empezar a despedirse de este mundo.

Por supuesto que ser viejo tiene, también, algunas desventajas... muchas si uno no sabe envejecer. Por ejemplo, cuando se han acumulado muchas millas, es inevitable no arrastrar los pies. Eso puede tener una explicación científica: los zapatos pesan más; de ahí que los viejos no gasten afanes y se acostumbren a caminar con lentitud. De otro lado, empiezan entusiasmados con un tema y, como si nada, siguen con otro y con otro y luego con otro. Eso también tiene una explicación: No es que divaguen o las ideas se les vayan sin aviso; es que las mandan a explorar otras posibilidades. Y así, más o menos, en otros aspectos, incluyendo el sexual, tema tabú excepto para las mofas y los chistes flojos.

Por último -aunque no es lo último, pero sí lo más dramático- la famosa sabiduría de los viejos, se limita a la capacidad de prever el olvido y la inutilidad a que algunos se ven sometidos, como ocurre con los muebles desvencijados. Muchos terminarán ignorando el presente aun a sabiendas de que todo tiempo pasado no fue mejor y ofrecerán una resistencia férrea a las novedades. No les importa. Después de todo, el alemán, personaje de siniestra presencia que les taladra el cerebro y los deja navegando en un mar de incertidumbres, vendrá para arrebatarles lo único que consideran valioso: los recuerdos. Remato, entonces, con esta frase un tanto lapidaria:

Los años nos regalan tanta sabiduría como la que contuvo la biblioteca de Alejandría. Pero llega el alzheimer y nos desorganiza todos los libros.




AYER MURIÓ "PEPA"

Una tarde de abril 2011 iba yo por uno de los tantos callejones de Aguaclara, en Tuluá, cuando vi un perrito que cojeaba por la mitad de la vía. Se notaba desorientado. Con las precauciones necesarias me acerqué y le tendí mi mano. El perro se acercó con desconfianza olfateando desde la distancia y siguió hacia ninguna parte. Me fui detrás sin acosarlo. Al poco rato encontré una tienda y allí compré una pieza de pan, de la que le ofrecí un pedazo. El animalito no quiso acercarse, pero con la mirada me hizo entender que se lo arrojara. Así lo hice. Luego le tiré otro más cerca y más cerca y más cerca, hasta que lo tuve a menos de un metro de distancia. Finalmente aceptó recibir de mi mano.

Salido de no sé dónde apareció un hombre con un zurriago. “¿Es que se la quiere robar?” me gritó. En esos momentos otra persona que también pareció salir de la nada intervino: “Róbesela, que con el maltrato que le da este animal le hace un favor a la perrita”. Era una perra. Una perra criolla. Entonces relató cómo desde hacía cuatro años, cuando aún era cachorra, el hombre –que tenía el oficio de carretillero- le daba garrote y hambre. “Mire nada más como la tiene toda coja” agregó.

Entonces, me identifiqué como miembro del CTI y, aunque no eran mis funciones, le advertí al carretillero que ese maltrato animal constituía un delito y que iba a retener la perra. Le dije que la iba a llevar a un veterinario y los costos correrían por cuenta de él y que se presentara al día siguiente para tomarle una entrevista judicial y entregársela. Por supuesto, el hombre no se presentó porque yo, de manera consciente no le había extendido citación. Tampoco lo hizo en los días siguientes para reclamar su animal, que ya había recibido atención veterinaria y estaba en mi casa. Como no sabía el nombre, la llamamos PEPA, porque mi hija, muy pequeña entonces, dijo que era una “pepa”… distorsión fonética de la palabra perra.


"Pepa" hace diez años, mes y medio después de que la rescatáramos.


Ayer murió Pepa. Nos acompañó diez años. Le dimos la mejor vida que pudimos. La llevábamos al río, yo la sacaba dos veces por día en paseos por la transversal 12, estuvimos pendientes de sus vacunas y en los últimos cuatro años de mi estada en Roldanillo,se convirtió en mi fiel acompañante de caminadas en la madrugada. Como ya era una anciana de muy avanzada edad y conservó por siempre la cojera, me tuve que acomodar a su lento paso.

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"Pepa" hace quince días


Ayer murió Pepa. Ayer mismo la enterramos. Mis hijos lloraron. Hoy, como todos los días salí de mi casa a las cinco de la mañana. Al pasar por los lugares en los que ella se detenía a olfatear sus rastros o los de otros perros, sentí en el estómago esa sensación de vacío que algunos llaman soledad, nostalgia, tristeza. Apresuré mi marcha cargando la imagen de mi perrita. De mi ancianita, como terminé llamándola. Y aunque parezca cursi, no pude evitar unas lágrimas.

Roldanillo, 17 de marzo de 2021





ENTREVISTA CON LA RESIGNACIÓN

Fui a ver a Edilma Henao a su casa. No había terminado de saludarme cuando ya estaba preguntándome si quería una taza de café. Edilma no nació en Trujillo, pero desde siempre vivió allí. Hasta que un día tuvo que salir porque no le dieron otra alternativa. Es que se puso a averiguar por un hermano suyo, de nombre Edison*, que una noche de hace varios años iba caminando por el parque cuando fue obligado a abordar un carro sin que se hubiera vuelto a saber de él. Es una de las tantas luchadoras que tratan de hacer entorno lejos de su casa. Lejos de la violencia.

̶̶̶ ¿Sólo por estar preguntando usted tuvo que salir de Trujillo?

̶̶̶ Es que cuando levantaron a mi hermano la cosa en Trujillo era bien fregada porque mandaban los que le trabajaban a don Diego junto con los Paras y ellos eran los que estaban haciendo un poco de daño. Eso fue hace más de veinte años, cuando llegaron los Paras dizque a acabar con la guerrilla porque la guerrilla había matado a unos soldados creo que por los lados de Venecia o de La Sonora. Los Paras llegaron de a poquitos y cuando menos pensamos estaban regados por el pueblo. Al principio, nada… las cosas normales, uno los veía por el parque, por la galería, por los lados de los negocios de mora caminando tranquilos porque uno en el pueblo conoce a todo el mundo, sobre todo a los que nos del pueblo; pero después la cosa ya no… mejor dicho, todo se dañó porque empezaron a matar mucha gente. Eso cayó de todo: campesinos, vendedores ambulantes, dueños de tiendas, muchachos, zapateros, carpinteros, de todo… Edison era jornalero, él jornaliaba donde le resultara, pero más pa’ La Sonora. Cuando eso se puso malo por allá, voltió pa’ Cerro Azul y luego regresó y se quedó en el pueblo. Mejor hubiera sido que se hubiera quedado por allá, en la loma. Ah, y entonces una noche iba caminando cerca de la cafetería del parque, la de arriba, cuando un carro que todos conocían en el pueblo, un Toyota blanco, se le arrimó y lo metieron a la fuerza. Dicen que habían tres policías afuera del cuartel que queda frente a la cafetería y sólo se quedaron viendo sin hacer nada, más bien voltiaron a ver para otro lado y se hicieron los pendejos. Cuando me avisaron yo salí corriendo a preguntar que si habían visto que a Edison lo habían trepado a un carro, que pa’ donde cogió, que qué sabían de él, pero nadie dio razón ni buena ni mala. Yo me dediqué a averiguar por mi hermano porque yo decía que si estuviera muerto pues ahí había quedado o alguien lo había encontrado, pero como nadie lo había encontrado, pues quería decir que estaba vivo. Entonces yo seguía averiguando, hasta que un día uno del DAS… era del DAS porque a esos detectives todo el mundo conocía… uno del DAS que era bajito, gordito pelilacio y parecía que a toda hora sudara, me dijo: “Vea, vieja hijueputa, siga preguntando y verá que van a tener que preguntar por usted” y no me dijo nada más sino que voltió y salió con otros dos tipos que no eran detectives.

̶̶̶ ¿Qué hizo, entonces?

̶̶̶ Coger los chiritos y echar pa’ Riofrío, donde una amistad me dio posada. En Riofrío no pude conseguir trabajo, ni siquiera mantequiando, entonces eché para acá, pa’ Tuluá. Ustedes no saben por las que pasé. Casi me toca salir a pedir. Una amistad de aquí de Tuluá me ayudó a conseguir trabajo en un restaurante, sirviendo mesas. Tengo que trabajar de 10 de la mañana a 10 de la noche y me pagan con monedas, pero gracias a Dios tengo trabajo, gracias a Dios tengo que salir de la casa a trabajar y no a conseguir trabajo.

̶̶̶ ¿Y su hermano?

Desaparecido… Nadie sabe nada de él. Alcancé a saber que lo habían levantado que dizque porque era de la guerrilla o algo así, pero mentiras; Edison era muy trabajador. Un poquito mujeriego, pero muy trabajador. Cuando le tocó quedarse en el pueblo no pudo conseguirse una coloca pero se rebuscaba para conseguir algún centavo honradamente. Por la noche se quedaba viendo televisión y nada más. A veces salía, pero nadie puede decir que a robar o a meterse con la gente de la guerrilla o cosa así. Entonces yo no sé por qué dicen esas cosas. Mi consuelo es que eso mismo dijeron de muchos en Trujillo pero a lo último descubrieron que eso era falso.

̶̶̶ ¿A qué autoridades acudió para que ayudaran a encontrar a su hermano?

̶̶̶ A ninguna… Fui a Buga, a la Procuraduría y de una me dijeron que sí, que me recibían la denuncia pero que… ya ni me acuerdo que fue lo que me dijeron.

̶̶̶ ¿Y la Policía, el Ejército, el DAS, la Fiscalía?

̶̶̶ ¡No me haga reir! ¿No le dije que tres policías vieron cuando levantaron a mi hermano y se hicieron los pendejos? ¿No le dije que los del DAS me sacaron amenazada del pueblo? Es que si le contara que a mi hermano lo llevaron a la hacienda esa de don Diego y de allá se les voló mientras le voliaban motosierra a otros en el beneficiadero de café. Él se les voló y salió corriendo por potreros y llegó al puesto del DAS. Allá le tomaron declaración y todo y en el carro del DAS lo regresaron a la hacienda esa. Y hasta el sol de hoy, pues no aparece ni vivo ni muerto. Del Ejército ni se diga… todo el mundo sabía que estaban amangualados con la gente de don Diego y del Alacrán y con los Paras. Eran tan descarados que la gente los veía tomando cerveza juntos en los bares de la galería. ¿La Fiscalía? Yo fui a Tuluá a poner el denuncio y una señora que dijo que era la Fiscal me miró de pies a cabeza y me preguntó que si estaba buscando que el gobierno me diera plata. A mi me dio mucha rabia porque a mi hermano no me devuelven con plata. Al final me recibieron el denuncio y me dijeron que fuera con ese papel a otra Fiscalía de Buga que manejaba los casos de Trujillo. Mejor dicho, empezaron a pelotiarme de aquí para allá y de allá para acá.

Panorámica de Trujillo, un pueblo masacrado

̶̶̶ Al parecer las cosas han cambiado en Trujillo.

̶̶̶ Pues sí y no. Cuando mandaban don Diego y don Henry y los Paras o sea los de las Autodefensas, uno vivía en una azare que ni pa' qué le cuento. Que vea, que mataron a Fulano, que mataron a Zutano, que el hijo de doña Carmen no se sabe nada de él, que no se meta a averiguar pendejadas porque o si no termina en “La Picadora”... Después la cosa se aplacó y esa gente se fue del pueblo. Pero sucede y acontece que fueron quedando otros que tomaron el puesto de los que se fueron. Y vaya a ver todo lo que hicieron y siguen haciendo… El pueblo se llenó de viciosos y sicarios, de muchachos del mismo pueblo que se dedicaron a matar por cosas de vicio. Mejor dicho: Trujillo estaba lleno de Paras y ahora… porque no me vengan a decir que la policía no sabe que allá en el pueblo las ventas de vicio están por todas partes y donde hay vicio hay sicarios y donde hay sicarios sigue habiendo muertos.

̶̶ ¿Entonces no ve cambios significativos?

̶̶̶ ¡Ja! Tal vez pa’ los ricos los cambios sean buenos. A Trujillo fueron un poco de señores de Cali y de Bogotá y hasta del extranjero con el cuento de que iban a descubrir la verdad, que la paz por aquí, que la paz por allá, que rataplín y rataplán… Puros cuentos. Si uno no hace las cosas por uno mismo, mucho menos lo van a hacer unos señores que no son de por acá. Para ellos sí hay cambios pues al menos vienen a pasiar con plata del gobierno, pero se van y las cosas siguen lo mismo, los pobres seguimos siendo pobres, los delincuentes siguen siendo delincuentes y los ricos… ¡Ni se diga!

Edilma recoge los pocillos vacíos y con eso da a entender que la charla terminó. “Es que tengo que alistarme para ir a trabajar”, nos dice. Nos acompaña hasta la puerta la casa donde vive con su recuerdos y obsesiones y nos despide con un: “Vuelvan por acá. Que no se les olvide el camino ¿No?”




EL MUERTO AL HOYO Y...

Desde unos años hacia acá veo con más frecuencia obituarios de personas conocidas, de amigos entrañables, de parientes cercanos y lejanos, gente que de alguna manera entró en mi recuerdo y de un momento a otro partió definitivamente. Cada vez que veo una nota en Facebook haciendo mención de la muerte de uno de ellos, no dejo de pensar que ahí estoy haciendo fila, no sé si de primero o detrás de quién. Lo pienso sin temor, con la convicción de quien ya pasó de los setenta y sabe que los que años vengan ya serán por añadidura.

A propósito de esto, mi mujer, a la que llevo un poco más de veinte años de edad, me preguntó si yo sentía temor viendo cómo “la pelona” andaba tan cerca. Sin pensarlo mucho le contesté que no, que no siento temor por la muerte sino por lo que se venga después de la muerte. Y no hablo del más allá –que dentro de mis no creencias solo existe como concepto- sino, precisamente, de los obituarios en Facebook, de esos mensajes que, con el nada original sentido pésame, mandan a un cadáver a descansar en paz, a volar muy alto, a convertirse en un ángel que cuida de sus parientes desde el cielo.

Vamos por partes: El sentido pésame es una frase de cajón carente ya de significaciones emotivas, como cuando su vecino saluda con un ¿Cómo amaneció? y usted acciona el automático para contestar: Bien, gracias ¿Y usted? Todos sabemos que a nadie le importa un rábano como amanecemos y, en contrapartida, usted responderá siempre con igual positivismo, así esté llevado del carajo. De otro lado, volar alto o transmutar en un ser al que le ponen alas para remontar vuelo y asumir el rol de vigilante perpetuo no es lo que yo esperaría que me desearan, si algo quisiera que me desearan después de muerto. Como dicen por ahí: ¿Qué tal que la fobia a las alturas que siento en el más acá se me prolongue en el más allá? Además, harto he hecho en el transcurso de mi existencia para seguir ocupado luego de que me han deseado descansar en paz.

Si realmente mis amigos tienen la noble intención de mandarme a “descansar en paz”, les pido que de verdad me dejen en paz después de la muerte. No me aburran con sus rezos, que ninguna cosa es más aburrida que la muerte y, además, no creo en la taumaturgia de los rezos. No me encarguen que cuide de nadie desde el cielo, pues ni siquiera de mí he podido cuidar. No me abrumen con elogios inmerecidos que hablen del mejor padre, el mejor hijo, el mejor amigo, ya que simplemente he sido padre, hijo y amigo, con unas pocas virtudes y una gran cantidad de defectos. No digan que con todo el mundo fui generoso en extremo, pues nunca tuve nada para dar. No afirmen que dejo un vacío enorme que nadie podrá llenar. Eso es mentira. El único vacío que dejaré será el del lado izquierdo de mi cama y el de la silla donde me siento a escribir estas vainas. Ah… y no afirmen que estaré por siempre en el recuerdo de quienes me conocieron. La verdad es que un mes después –casi siempre menos- nadie habla del fallecido y, por lo tanto, nadie me mencionará; solo los parientes más cercanos conservarán un destellos de lo que fui. Bien lo dijo el ya olvidado cantante: “El muerto al hoyo y el vivo al baile”.





EL REINO DE LOS CIELOS

Ese es uno de los sofismas más perversos. Y por dos mil años han logrado mantenerlo con astucia los mercaderes de una ideología que sembró el concepto de ser pobre para poder entrar en el reino de los cielos; conscientes de que en el cielo no existe reino alguno, sencillamente porque tampoco existe el cielo. Al menos no el que ha calado en las mentes llanas que han idealizado un lugar arriba de las nubes y en el que no se hace nada, excepto tocar la lira aunque no se tenga ni idea de música.


No hacer nada y tocar la lira es una perspectiva harto atrayente para un pobre diablo que en la tierra tuvo que trabajar como una mula sin lograr ninguna recompensa material que le permitiera alcanzar, al menos, las mínimas satisfacciones de hacer otra cosa. Por eso, es tan mamey para la clase económica dominante vender la idea de que “más fácil entra un camello por el ojo de una aguja que un rico en el reino de los cielos”. Es decir, si quieren ir a tocar la lira eternamente, ni se les ocurra aspirar a una camioneta de esas que cuestan lo mismo que veinte casas estrato uno. Púdranse en la pobreza. Y si mueren en la extrema miseria es mejor, pues tendrán asegurada la gloria eterna.

¿Entonces qué pasará con los ricos? Desde luego, no me refiero a los ricos de estrato tres, cuatro y cinco. Me refiero a los verdaderos ricos, aquellos que tienen más bienes muebles e inmuebles que espirituales y solo viajan en jet privado y tienen cuenta de ahorros en los bancos suizos. De ellos debió afirmar la sentencia bíblica que, en realidad, es tan fácil que un rico entre el reino de los cielos inexistentes, como que una aguja entre en el ojo de un camello. En últimas, con la plata se compra todo. Pero esa perspectiva ideológica no es conveniente y, gracias a Dios, la formación académica de los pobres es tan precaria que la fe es su único conocimiento, algo fundamental en todas las religiones y provechoso para los poderosos en el propósito de mantener a sus inferiores en la crasa ignorancia.

Ustedes me replicarán que también hay ricos ignorantes. Sí, por supuesto. En los estratos tres, cuatro y cinco se encuentran en cantidades que desbordan todo cálculo. No obstante, la de ellos es una ignorancia bien administrada. Ignorancia hipócrita, diría yo, pues la manifiestan cuando es necesario justificar ideas erróneas y acciones equivocadas.

En todo caso, la mencionada cita bíblica viene como anillo al dedo cuando es interpretada como se hace con las leyes. Y más si se refuerza con aquello de que “Dios proveerá” que, en lenguaje coloquial, significa: Siéntese ahí que lo que usted necesite caerá como lluvia del cielo. Y si no cae, es por la voluntad divina.

Amén... per sécula seculorum