♦ El aprendiz de carpintero

a la memoria de mi padre.



Yo, señoras y señores, fui aprendiz de carpintero. Del carpintero José Aníbal Cedeño, mi padre. Cuando aún no me había alcanzado la edad del asombro, él me tomó de la mano y me fue adentrando con cautela en el territorio fantástico de su taller, allá en la Calle del Quindío de Zarzal. Igual que algún día lo hiciera Pandora, abrió lentamente la puerta de un enorme cajón y dejó escapar la visión de las herramientas que a diario utilizaba, todas organizadas de tal manera que podría pensarse en la posibilidad de que así habían permanecido siempre. Ese fue mi primer deslumbre.

Me quedé mirando el brillo del cromo de las más consentidas y el filo de los formones alineados en espera de su turno para hendir la madera. Entonces, a la manera del mago que extrae conejos y palomas de un sombrero, sacó del cajón un martillo –el más pequeño– y una manotada de puntillas casi herrumbrosas. Escogió una –quizás la más torcida– sujetándola contra el piso de mosaicos con el dedo índice, y le dio algunos golpes para enderezarla. Lo hizo con la destreza del que todo lo sabe y, por eso, todo lo puede.

-¿Vio lo fácil que es? Ahora hágalo usted -me dijo.

Fue así como empecé mi aprendizaje de carpintero, cuando apenas sí lograba cargar con el peso de mis cinco años. Y una carretica con la tapa de una caja de betún como rueda, fue mi primera obra maestra.

José Aníbal y el aprendiz de carpintero

José Aníbal y el aprendiz de carpintero

Mi padre me llevó luego al rincón de los retales, donde me enseñó a reconocer el aroma dulzón del cedro rojo, a fastidiar la nariz con la acritud del laurel recién talado, a tomar confianza con el olor del pino que nunca dejará de evocar viejos amores y, claro está, viejos dolores. Y me enseñó a darle tersura con la lija al chanul de dureza sinigual. Y me instruyó en las artes de abrillantar con laca la superficie de la caoba que sería escritorio de oficina. Y me transmitió el secreto de conducir el serrucho por una línea que aún hoy estoy siguiendo.

De su banco de trabajo (que mis juegos de niño solitario convertía en un barco de piratas) vi salir el tablón de nogal convertido en un lecho propicio a toda suerte de pasiones, en la puerta que se abriría a la esperanza, en la mesa que seguramente serviría de soporte a muchos diálogos. Vi cómo el roble que cruzó el océano se transformó en arcón, y el fresno -noble como el corazón enamorado- en mullido sillón de sala.

Mi padre fue carpintero y de los mejores, tengo que decirlo. Yo lo vi serruchar sin cansancio telera tras telera y pulir el filo de los tablones con una precisión de tallador de gemas, mientras cantaba tangos y boleros o recitaba un poema de Silva, de Villafañe, de Barba Jacob… o suyo. Porque mi padre (y el de Henry, Milena, Liliana, Humberto, Fernando, Nancy, Jairo, Héctor y Alvarito) construyó poemas con la misma facilidad con que armaba una puerta. No tuvo maestros de rima ni de sinécdoques ni guías en la intrincada ciencia de la versificación, por eso algunas de sus composiciones le quedaban cojitrancas o alrevesadas, pero tuvo un sentido de la armonía igual al que poseen los virtuosos músicos que no saben interpretar una partitura y, sin embargo, les suena muy bien la flauta.

Muchas veces, mientras daba golpes con el mazo, entonaba “Percal” con voz impostada de tenor o imitaba con mediana fortuna a Charlie Figueroa. Eso bastaba para que una idea revoleteara en su cabeza. Entonces suspendía los golpes, apagaba en su garganta la canción y se sentaba a escribir con esa caligrafía cursiva de notario republicano que le heredé. Como le heredé esa pasión inocultable por la lectura.

Hace pocos días murió mi padre, cuando estaba pisando los 98 años de edad. Veinte días antes lo había hecho Jairo. Ellos querían vivir más, pero no pudieron. Lo que sí pudo mi padre fue cargar, hasta el último momento, con sus versos y sus coplas y esas historias que repetía una y otra vez como si las narrara por primera vez.

José Aníbal el día de su cumpleaños 97

Era eso, en últimas, lo que yo quería contarles: que mi padre se despidió de la existencia y de este mundo recitando sus poemas. Ahora que lo digo, creo no lo hubiera podido hacerlo de otra forma. No lo imagino muriendo como todo el mundo. Dizque al momento de ser ingresado a la UCI y a pocos pasos de llegar a su destino final, mi padre, el carpintero, en su fijación literaria le recitó a la enfermera que lo conducía en una camilla, un poema de su autoría. El que más le gustaba. Dicen que Goethe, en su último respiro, pidió ¡Luz, más luz! Mi padre, con esa voz extenuada que ya se negaba a salir con claridad, le pidió a la enfermera que le escuchara este poema:

 

El Beso.

Bajo un manto de hiedra, donde un fauno dormita, Arlequín, desdoblando su manto de color, cómo debe besarse a una mujer bonita, explicaba entre risas a un loco soñador. Avispa de oro que huye, rosa que palpita... Voy a decirles cuál beso es el mejor. Besar es una ciencia profunda y exquisita, lo dijo hace algún tiempo un sabio profesor. El beso más sutil, la caricia más loca, empieza en el cerebro, mas desflora en la boca, desciende al seno izquierdo y al corazón se va ¡Ingenuos! Dice el fauno, bajo los verdes ramos… de los miles de besos que a las mujeres damos el mejor, entre todos, es el que no se da.