De las amistades más extrañas que me han tocado en suerte como inquilino de esta aldea, está la de Gilberto Llanos Cabrera. Nada teníamos en común, empezando porque cuando vine al mundo, él ya había vivido al menos veinticinco años. La brecha era bien ancha, pero tres circunstancias hicieron tender un puente para que pudiéramos acercar nuestras distantes orillas.
La primera circunstancia se dio cuando yo tomaba un café donde Héctor Betancourt y por una de las puertas de la cafetería entró don Gilberto. Alto. Imponente desde todo punto de vista. Se detuvo unos segundos junto a mí, buscando dónde sentarse. Todas las mesas estaban ocupadas. Entonces me dijo: «Voy a sentarme aquí». No me preguntó: «¿Me permite compartir la mesa con usted?» o algo parecido. Simplemente tomó asiento e inició un diálogo de esos que nada dicen ni pretenden abordar algún asunto. Entre sorbo y sorbo de café, alcancé a contarle que cuando yo tenía diez años había trabajado en uno de sus cultivos cosechando fríjol, con un jornal de cincuenta centavos diarios, la mitad de lo que ganaba un adulto. Don Gilberto soltó una carcajada que hizo girar la cabeza de todos los contertulios. Es que don Gilberto nunca pasaba desapercibido porque hablaba y reía duro y por su pinta de galán de cine europeo.
La segunda tuvo lugar en la Inspección Nacional del Trabajo, de la que yo fui secretario después de dar un salto desde los cañaduzales de un ingenio azucarero en el Departamento del Cauca. A esa oficina llegó don Gilberto para comprar mi segundo libro de poemas. Hablamos un poco. Me felicitó por mi "logro" y agregó algunas frases que no consiguieron despojarse de su apariencia de cumplido social. Seguramente por congraciarme con don Gilberto −o quizás por ocultar un poco mi timidez− le dije que ya podía ir comentando que tenía un pariente lejano que, desgraciadamente, era poeta. Me miró, entre curioso y asombrado, sin saber si esa mirada era de aquellas que exigen saber más o solo me estaba reprochando por haber dejado escapar un adverbio aciago y menospreciar el oficio de los poetas. Entonces me apresuré a tapar el desliz y le aclaré que sabía que mi bisabuela paterna y su abuelo fueron parientes cercanos (algo así como primos) y que el apellido Cabrera lo llevaba el padre de mi bisabuela, pero no ella, por ser hija ilegítima. Hija extramatrimonial, se dice hoy con más elegancia jurídica. Y negra, por añadidura. «Pero te aclaro que en mi familia no hay negros» enfatizó. Yo le repliqué: Es que del árbol genealógico de los Cabrera. A usted le tocó la rama frondosa de jugosos frutos; a mí me tocó la rama chamizuda de frutos podridos. Carcajada estruendosa.
La tercera circunstancia llegó cuando renuncié a la secretaría de la Inspección del Trabajo. Al día siguiente don Gilberto me ofreció un empleo que no tenía nombre en la nómina de la hacienda “La Ciénaga”, pero que me ocupaba como el encargado de comprar frutas en La Unión y Versalles para luego trasladarlas en un camión a Cali y Bogotá, y descargarlas en un supermercado Carulla. Cuando no estaba viajando, después de terminada la jornada diaria, solía quedarme a comer −por invitación de su esposa Stella− luego de lo cual nos sentábamos en la terraza a tomar un café o un, para mí, desacostumbrado whisky. Una noche, mientras contemplábamos cómo los mosquitos eran atraídos hacia una lámpara para de inmediato explotar por los efectos de la luz ultravioleta, me dijo:
Gilberto Llanos Cabrera se fue a vivir a Cali. A veces me llamaba y yo contestaba desde el teléfono de un vecino. Luego, también me fui a vivir a Cali y cada fin de semana lo visitaba. Él mantenía bien informado de las minucias del pueblo, que le gustaba recrear para reír un poco. Siempre había algo de qué hablar. Sin embargo, mis visitas se hicieron menos frecuentes, hasta que un día cesaron definitivamente. Con el tiempo supe que había fallecido, que había partido hacia ninguna parte el amigo que mis conocidos catalogarían como el más extraño que me haya tocado como inquilino de esta aldea, pues él era una inevitable alusión cuando la gente afirmaba que para ser un verdadero roldanillense era necesario cumplir tres requisitos: Haber dormido con la Cooper, odiar a Gilberto Llanos y... el otro no lo recuerdo.