LOS OTROS Y EL PRIMER DÍA EN LA ESCUELA



(El siguiente texto corresponde al libro EL OTRO QUE SOY, en proceso de producción.)

Se me ocurre ahora afirmar que todos somos diferentes a todos. Pero algunos somos bien diferentes a los demás. Lo supe desde niño. Antes de alcanzar los seis años de edad solía esconderme en un rincón del patio de mi casa mientras mis amigos de la cuadra iban corriendo, como potros desbocados, de juego en juego. Escuchaba sus risas en la calle. Oía sus gritos destemplados que me fastidiaban. Pocos meses después, al llegar a la escuela primaria, lo corroboré: en los recreos me sentía muy a gusto quedándome en el salón de clases, pues me sentía… no sé cómo decirlo. Me sentía muy a gusto viendo desde mi pupitre hacia el patio y participando en todos juegos sin tener que hacer el titánico esfuerzo de evitar todo contacto con los que ya había empezado a llamar Los Otros, pues yo no era como ellos ni ellos eran como yo. Los Otros no pertenecían a un grupo especial de muchachos. Eran todos los que vivían fuera de mi universo, de mi realidad; esos que en el primer día de clases en el primer año de escuela hicieron coro de burlas para acompañar al profesor que me había tocado en suerte.

Ese primer día, tal vez para ambientar el comienzo de un largo camino de aprendizaje académico, el profesor impuso a cada uno de sus alumnos la tarea de componer en el cuaderno de dibujo el entorno familiar. Yo lo había hecho muchas veces, por mero gusto, en casa. Sin embargo, esta vez me propuse hacer algo más bonito y por eso me quedé largo rato mirando la hoja en blanco y pensando dónde ubicar con precisión las imágenes que ya había escogido para dibujar. Solo la voz suave pero autoritaria del profesor me obligó a clavar la cabeza sobre la tabla del pupitre para iniciar el dibujo de la típica casita con chimenea, una puerta y una ventana, un árbol frondoso a la izquierda y un camino bordeado de plantas florecidas que se extendía, sin perspectiva, desde la puerta hasta el borde de la página. A la derecha puse a correr un río del que se podía escuchar su murmullo y se veían cinco peces nadando de costado. Las nubes no faltaron. En frente de la casa tres personas –dos mujeres y un niño– posaban rígidas como si esperaran eternamente el clic de una cámara fotográfica.

Fue un dibujo de rápida realización y estoy seguro que fui el primero en terminarlo; no obstante, esperé a que los demás entregaran el suyo. Entonces me dirigí con paso medido hacia el escritorio del profesor, donde resaltaba una banderita de Colombia y un tajalápiz con una pequeña manivela. Lo de ser el último en entregar la tarea fue una estrategia que pasó ante mis ojos como un relámpago de inspiración y que buscaba que fuera la primera en ser calificada. En efecto, él miró el montón de hojas y notoriamente impresionado tomó la primera, la mía. Un viento muy suave me rozó la cara y tuve que apretar con fuerza mi pecho para que no saltara el corazón. El profesor la tomó con el índice y el pulgar ‒como si estuviera embadurnada de excremento‒ e izándola sobre su cabeza hasta donde le alcanzaba el brazo, preguntó a la clase:

—¿Y esto qué diablos es?”.

Titubeando palabras inaudibles, palabras que se negaban a salir o apenas sí lograban un impulso tembloroso en mis labios, creí decir:

—¡Cómo que qué diablos es eso! Es el dibujo de una casita con chimenea, un árbol frondoso, un camino bordeado de flores, un río que se oye correr, unas nubes, mi abuela, mi madre y yo. ¿Acaso no lo ve?

Desde luego que el profesor no me escuchó. No podía escucharme porque yo no existía. Agitando la hoja se dirigió de nuevo a la clase para exclamar:

—¡Yo lo único que veo aquí es un manchón rojo!”.

La clase respondió con un estampido insoportable de risas que me dejó paralizado. No sé por qué tuve la sensación de estar desnudo y que todas las miradas se dirigían hacia mí. Y sentí como quizás se sientan quienes cometen un crimen que no tiene perdón en esta vida. Ni en la otra.

(En este punto debo decir que el rojo es mi tono favorito. Es vibrante y vital y lleno de significados. También me gusta el naranja, que sale de combinar el rojo y el amarillo, pero solo lo aplico a mis dibujos cuando me siento aburrido, pues en esos momentos todo lo veo de ese color, incluso el aire.)

Ese primer día de escuela yo estaba un poco confundido por encontrarme en un espacio desconocido, pero de ninguna manera sentía aburrimiento. Entonces, de la cajita de cartón que contenía doce lápices de gama básica extraje el rojo encendido. Con la punta bien afilada delineé los contornos de la composición y luego fui agregando detalles: las tejas del techo en una hilera de curvas hacia arriba y otra hilera hacia abajo, la agarradera de la puerta, las hojas ovaladas del árbol, las flores del camino, la corriente del río con cinco peces nadando de costado. Las personas las dejé para el final, pues quería asombrar profesor con un trabajo muy realista, teniendo en cuenta que yo podía dibujar de memoria el diablo de la caja de fósforos y el indio de los cigarrillos Pielroja. Así que me esmeré en ser fiel con el cabello, los ojos, las cejas como flacas eses acostadas, la nariz, la boca… Luego fui cubriendo con el mismo color rojo el interior del delineado, pasando con firmeza varias veces el lápiz para que el cubrimiento fuera uniforme. El profesor no dejaba de observar mi dibujo y de mover la cabeza indicando reproches. Con rostro disgustado me preguntó qué se suponía representaba ese mamarracho. Se lo repetí, esta vez procurando que las palabras no se me atragantaran: una casita y un árbol y un camino y… Con gran disgusto me preguntó:

—Si ahí están su mamá y su abuela, ¿dónde está su papá?

—Mi papá está en Zarzal, en la carpintería —le respondí con inocencia.

Un coro de carcajadas me golpeó de nuevo como un puñetazo directo a la mandíbula, apabullándome de tal manera que estuve a un paso de salir corriendo y no volver a la escuela. Quise alejarme para siempre de ese infierno. No obstante, pude soportarlo. Incluso, días después y sin pensar en las burlas, dibujé una ballena y la coloreé de amarillo, azul y rojo. Como la banderita que seguía en el escritorio, al pie del tajalápiz.