EL TIO MANUEL Y VARGAS VILA

Mi tío Manuel saltó del oficio de matarife al de ayudante de construcción, de ahí al de oficial y finalmente al de maestro de obra, títulos que no otorga la academia sino la experiencia. En teoría era analfabeta, pero lograba tartamudear algunas frases impresas gracias a que mi abuelo generosamente le dejó hacer año y medio de escuela primaria. Por eso la N de Manuel la escribía con el palo del medio descendiendo a la izquierda y no a la derecha. Sin embargo, una tarde se apareció con un pequeño libro de hojas amarillas que llevó directo a la pieza y puso sobre una tabla-repisa sostenida con cordones, hasta donde no alcanzábamos los menores de la casa. Lo había adquirido porque el vendedor, un hombre que se paraba en la calle de la galería con un cajón, una sombrilla de colores y un loro en la mano, le dijo que era un libro prohibido.



Como nada ataja la curiosidad de un niño, corrí una mesa en la que trepé para alcanzar el misterioso tesoro. Ante mis ojos se presentó la imagen dibujada de una mujer que tenía de fondo un manojo de flores. Y un título en la parte superior: “Aura o las violetas”. Y en la parte inferior un nombre: José María Vargas Vila. Como si llevara el producto de un robo, por varios días me escondí con el libro detrás de la caseta de la letrina que había en el patio, para leerlo ya sin tartamudear, porque unas semanas antes había terminado tercero de primaria.

Muchas de las palabras de Vargas Vila huían de mi comprensión y si insistí en su lectura solo fue porque quería descubrir lo prohibido. Pero mi tío Manuel, que nunca oyó de Índice perversamente elaborado por la no tan santa Inquisición, me pilló clavado en las páginas de “Aura o las violetas”. Un correazo en la espalda me sorprendió sin darme la chance de escapar del castigo.

¡Por qué está leyendo libros prohibidos! Me gritaba el tío Manuel, agarrándome de las orejas para llevarme al interior de la casa.

El libro desapareció

Por fortuna mi curiosidad no.