(Del libro "El otro que soy", en proceso de redacción)
Mario bajó zigzagueando por la pendiente para alcanzar la explanada. Yo me quedé sentado en el borde del barranco desde donde podía ver cómo hacía movimientos excesivamente fuera de lo normal, a los que agregaba gestos femeniles. Daba saltitos como cuando los niños van haciendo alarde de felicidad, tomó dirección hacia un becerro solitario al que apenas le asomaban los pitones. Mario quería lidiarlo. Y para parecer un auténtico torero metió las mangas de los pantalones dentro de los calcetines y anudó la camisa a la altura del ombligo. El becerro no quería ser lidiado y salió corriendo, lanzando coces al aire. Desde el barranco yo veía a mi amigo con los músculos tensos y las nalgas levantadas, postura ridícula que me causaba mucha risa.
El becerro detuvo la carrera por un momento, el suficiente para que Mario gritara: «¡Cantá una española!». Así le decíamos a los pasodobles interpretados por Joselito, "El niño prodigio de España", al que mi amigo trataba de imitar en los Viernes Culturales del Liceo. Pensé en “Clavelitos”, que es como una canción de tuna, pero al final decidí tararear “Doce cascabeles”, más apropiada para la ocasión. Mario hizo un ademán de impaciencia agitando los brazos con un movimiento de abajo hacia arriba. Luego, haciendo pantalla con las manos en las orejas, dio a entender que debía subir el tono porque no escuchaba mi canto. Por eso, despaché a todo pulmón los primeros versos:
«Doce cascabeles lleva mi caballo por la carreteeeera, / y un par de claveles al pelo prendidos lleva mi moreeeena…»
Los versos salieron destemplados. Mario zapateó sobre la hierba, mejor que un bailaor de flamenco sobre el tablado, llevando los brazos a la altura de la cabeza y doblando las muñecas al tiempo que movía los dedos para percutir unas castañuelas imaginarias. El becerro detuvo de nuevo la carrera. Mario caminó como los cisnes, empuñó una espada que solo él veía y la apuntó a la cerviz del animal. De un salto –que me hizo caer de bruces– bajé del barranco. El animal reanudó la huida hacia cualquier parte. El torero desistió y se resignó a la frustrada faena, volviendo a ser Mario. A trote corto regresamos para reintegrarnos al el grupo de compañeros que jugaban bajo la vigilancia de los profesores responsables del paseo de fin de mes, tan esperado por los estudiantes del Liceo. Quizás también por los profesores.
Mario era uno de los tres amigos más cercanos a mis afectos... En realidad solo tres eran mis únicos amigos contando al Ñato y Parafina. A Javier Ramos lo llamábamos El Ñato porque la cirugía que le practicaron sin ningún costo para corregirle el labio leporino le descolgó la nariz y no le evitó esa habla nasal que terminó por marginarlo. Parafina, de apellido Orozco, no podía haber tenido otro apodo. De piel descolorida –casi transparente– y cara pecosa, tenía otras característica que lo distinguía del resto: además de ser el más bajo de estatura, era el más tímido, el más callado, el más solo... el más maltratado. Su papá le castigaba de manera despiadada y no perdia oportunidad de ridiculizarlo frente a todo el mundo. Lo odiaba, no quedaba duda. Eso lo arrinconó igual que a una rata, con la diferencia de que las ratas tienen más chance de escapar. En cambio, Mario Palacios era el más alto del salón, vestía bien incluso en casa. Su trato con los demás tenía un toque de especial amabilidad. En fin, era un muchacho normal, excepto por un pequeño detalle, según el pensar de los Otros: le gustaban los hombres. Pienso ahora que habría sido más afortunado si en vez de ser un marica que, por desgracia, aterrizó en un tiempo y ámbito saturados de prejuicios, la vida le hubiera premiado con la lepra. Es que a leguas se notaba que los Otros eludían su presencia con más repugnancia a la mariconería que a la enfermedad. A él no le importaba. Se autonombraba Mario de los Palacios e incluso escribía su nombre con la o final un poco girada hacia la derecha, en un ángulo que dejaba la posibilidad de ser una "a", de modo que también podía leerse: Maria (sin tilde). Maria de los Palacios.
¿Qué nos unía? Solo una cosa: la exclusión de la manada. Sin embargo, aquello que nos unía rara vez nos juntaba. Tal vez en parejas, cuando estábamos en El Liceo; pero casi nunca a los cuatro cuando salíamos del salón a gozar de los veinte minutos de descanso. Supongo que era por el fundado temor a convertirnos en el blanco de burlas y comentarios zahirientes o, cuando menos, de miradas maliciosas.
Hace poco vi a Mario sentado en la barra de una heladería de la Avenida Cuarta. En un comienzo dudé. ¿En verdad era Mario? Sí, era él. Habían pasado los años –treinta, quizás– pero los recuerdos mantenían vigentes nuestros rostros, como si durante todo ese tiempo hubiéramos andado y desandado el mismo camino sin perdernos de vista. Mientras caminaba hacia él, puse mi mano con las palmas hacia abajo sobre mis cejas, a manera de visera, uno de los gestos que utilizábamos para comunicarnos sin palabras. Mario hizo lo mismo, como en los viejos tiempos. De veras sentíamos gran alegría por encontrarnos otra vez. Se levantó de la barra con los brazos abiertos y luego, con un apretujón prolongado que transmitía calidez, unió el pasado con el presente y le dio continuidad a una charla que se detuvo con brusquedad aquella tarde cuando, harto de recibir garrote social, él decidió salir por la puerta trasera con una maleta cuero en la mano y en su corazón el propósito de llegar a la capital para jamás regresar.
El día de su partida la casualidad me hizo pasar por el paradero de los buses que hacían estación por veinte minutos en la tienda de don Ricardo Posso. Lo vi asomado por una de las ventanillas reteniendo las últimas imágenes de lo que seguramente no recobraría jamás. Le pregunté para donde iba. Él me respondió que a casa de una tía que vivía en la capital. Y agregó con tono firme: «A este pueblo de mierda no vuelvo ni a recoger los pasos, pero vos y yo algún día nos volveremos a ver».
—¿Recordás ese día?
—Claro que lo recuerdo, Mario. Aquí estamos cumpliendo esa promesa.
—Contame… ¿Qué ha sido de tu vida?
—Pues nada del otro mundo. Es decir: cuando terminé el bachillerato entré a la universidad y me recibí como abogado, me dediqué al litigio, me casé y tengo dos hijos. Lo típico, ya sabés. ¿Y vos, Mario?
—Ah,, mi vida. Mi vida ha sido tan llena de aventuras como la tuya: Obtuve el título de arquitecto, trabajo con Campuzano Rojas y Asociados y aún no me caso ni tengo hijos. —contestó, fingiendo tristeza —¿Sabés por qué? Porque en mi camino no se ha cruzado el hombre que he soñado desde que estábamos en la escuela. —concluyó, acompañando sus palabras con mohines y pucheros exagerados que me obligaron a sonreir con socaronería. Mario, en cambio, soltó una estruendosa carcajada que atrajo las miradas de quienes estaban a nuestro alrededor. Este era otro Mario que yo no conocía: locuaz, natural, desparpajado, mas no ordinario. Y muy perspicaz.
Poco a poco nos fuimos hundiendo en los recuerdos. Aunque rápidamente regresamos a la superficie al comprender que era mejor afianzarnos al presente si no queríamos ahogarnos en las tribulaciones, en los resentimientos que se van pegando a nuestras vidas como bancos de rémoras.
—¿Qué habrá sido del Ñato? —le pregunté dando un giro brusco a la conversación.
—Hasta donde tengo noticias, el Ñato murió hace siete años en un accidente. No supe cómo, ni quise averiguar, pero me golpeó el ánimo por muchos días porque de verdad lo apreciaba; lo apreciaba muchísimo, como a vos y a Carlos.
—¿A quién?
—A Parafina.
—Ah, sí, ese era el nombre. Lo recuerdo mucho porque era un muchacho muy callado. ¿Qué será de Parafina?
—Lo mataron hace como cinco años. Cosas del destino, querido. Se metió en negocios turbios y al final estuvo dedicado al oficio del sicariato —contestó Mario, haciendo énfasis burlón al pronuniar la palabra "oficio" y buscando en mi rostro una muestra de asombro. Prosiguió: —Con un padre como el de Orozco, hasta San Romualdo se habría dedicado al mismo oficio ¿No creés?
Arqueaba las cejas y entornaba los ojos mientras hablaba, ademán que acompañaba tocando suavemente mi brazo con la punta de los dedos cada vez que le ponía un punto seguido a alguna frase que para él era destacable. Me sumí en el silencio. Mario no me apartaba su mirada. La mía estaba puesta en el vacío.
—Con un padre como el de Parafina no queda más que darle la razón a Rousseau, por aquello de que el hombre nace bueno y...
—Y la sociedad lo vuelve malo —cortó mi amigo.
Regresamos al silencio. Es que el rencor, ése que no pudimos desprender de nuestra niñez, no era de expresar con palabras. Entonces recordé el día en que el papá de Parafina fue citado por el director para recibir quejas por una falta que había cometido su hijo. El señor no fue a la Dirección sino que entró en tromba al salón de clases. Con la ira quemándole el rostro y enrojeciendo sus ojos, se sacó el cinturón y agarrando a Parafina de una oreja lo levantó del pupitre ante el asombro de todos. Los azotes no se hicieron esperar. Nadie se atrevió a pestañear. Ni siquiera el profesor. Parafina siguió recibiendo azotes y los gritos de ruego se escucharon por todo el corredor hasta la puerta de salida del Liceo: «Ay! ¡Ay! ¡No me pegue más, apacito, que no lo vuelvo a hacer!».
Todavía lo escucho.Siento ahora mismo el impulso de buscar a ese señor y arrastrarlo de las orejas para darle su merecido. Pienso que Parafina no se dedicó al oficio del sicariato. Es que su papá se lo inculcó y le puso una pistola en la mano para que lo ejerciera.
Para ahuyentar esa imagen desagradable le pregunté a Mario:
—Bueno,¿Y vos todavía seguís intentando torear becerros?