(Del libro "El otro que soy", en proceso de escritura)
Pues sí: Decidí aislarme para no verme aislado por los Otros.
Cuando sentía la necesidad de ser como los Otros niños y hacía enorme esfuerzo para participar en sus juegos, podía notar cómo nadie quería hacer pareja conmigo. Y en los juegos de conjunto yo era el último en ser elegido para hacer parte de éste o aquel grupo. Eso ocurría por mi torpeza. “Este muchacho tiene manos de trapo” solía decir mi madre. Era cierto. Entre lo que yo debía hacer y lo que finalmente podía hacer había una distancia abismal. A eso hay que agregar que entender las reglas de los juegos era un proceso de aprendizaje en el que tardaba más de lo ordinario. Por eso nunca me atrajo el ajedrez. Por eso y porque soy de los que solo exige practicidad. Narro aquí lo siguiente: Una tarde unos primos me invitaron a jugar fútbol, pero no tenían lo principal: la pelota. Mi madre me había regalado una de caucho, de esas que tenían letras y números grabados en la superficie. Yo nunca había participado en ese juego (casi en ninguno, ahora que lo recuerdo), pero el privilegio de ser el dueño de la pelota los obligó a incluirme. Como siempre, quedé como la última opción. El orden de elección indicó que la voluntad de los dioses, el destino, la teoría de las probabilidades (o lo que fuera) me tenía reservado un lugar en el equipo A, compuesto por tres. Pero el líder del equipo A, por encima de toda consideración, dijo: “Te lo regalo”. Así que terminé jugando con los muchachos del equipo B. Ellos se apresuraron a enseñarme lo fundamental: "No cojás la pelota porque te cantarán mano. No dejés que salga por debajo de la cerca de alambre de púas porque los otros harán saque de banda".
Ya dentro de la cancha y después de los movimientos iniciales, la pelota rodó hacia mí. Yo sabía que tomarla con las manos iba contra las normas, eso lo recordaba muy bien, No obstante, me agaché con la intención de agarrarla, pero esa cosa redonda y esquiva pasó por entre mis piernas y siguió de largo. Corrí tras ella, no sin antes dar un traspié, hasta que la atrapé. “¡Mano, mano!” gritaron a mis espaldas. Entonces me quedé parado en el sitio, inmóvil, absorto, mirando detenidamente las letras y números grabados en la superficie de caucho. Y pensando que mi oportuna intervención había evitado que la pelota pasara por debajo de la cerca. De pronto sentí que alguien me arrebataba con furia la pelota y me empujaba hasta hacerme caer. De inmediato sentí la descarga de patadas no muy fuertes –era claro que no pretendían causarme daño sino advertirme del disgusto colectivo, era un reproche– y tuve que salir del campo de juego, sin comprender lo que había ocurrido. Y sin saber a dónde ir. ¿Tal vez a encerrarme en mi soledad?
Casualmente, anoche escuché esta frase: “La soledad no es estar sin compañía; la soledad es estar sin opciones”. La dijo un youtuber que se nombra PlanetaJuan y recorre el mundo mostrando y describiendo ciudades y lugares interesantes. Me gustó mucho. Por fin alguien veía la soledad como yo lo hacía y me apresuré a anotarla antes de que se extraviara en el barullo que hay en mi cabeza; pues si bien tengo una memoria que me califican de privilegiada, los años acumulados me empiezan a jugar malas pasadas. La leí y la releí. Pese a que de ordinario me acuesto a dormir a las nueve de la noche y duermo sin pausas hasta las tres de la madrugada, llegué a la medianoche sin conciliar el sueño porque las palabras de Juan no dejaban de dar vueltas en mi cabeza. ¡Qué frase!
Pienso que la soledad es mi privilegio. Ese privilegio lo logré cuando el 30 de diciembre de 2016 entré a disfrutar de la jubilación. Ese día trabajé hasta las 5 y 25 de la tarde. Recogí unos documentos, dejé sobre el escritorio algunas de mis pertenencias para quien las qusiera y me dirigí a la oficina del jefe para aceptar el saludo de despedida que había organizado el grupo de compañeros de trabajo. Detesto los actos sociales, pero ahí estuve agradecido de verdad, aunque conteniendo las ganas de salir corriendo.
A partir del momento en que llegué a mi casa me sentí libre de amarras, no solo laborales sino de todo lo que, como consecuencia de mi vida productiva, había sido un estorbo en los aspectos de mi vida personal. Me sentí liberado de muchos obstáculos que me impedían ser el otro que soy y que me habían obligado a actuar como el intérprete de muchos papeles en mi propia película. El más alto logro fue poder reducir a la mínima expresión mi interactuar con los Otros. No estaba obligado a salir de mi casa. Tampoco lo quería ni lo necesitaba. Es más: empecé a disfrutar plenamente de lo que los Otros denominan soledad, en un intento por definir ese estado de desazón que los invade cuando se encuentran sin compañía. La empecé a disfrutar a partir del 30 de diciembre de 2016 y desde entonces solo salgo de mi casa para la caminata diaria, que inicio a las cuatro de la mañana porque a esa hora nadie transita por las calles que escogí para trazar mi trayecto. A veces, cuando nadie puede hacerlo por mí, salgo a realizar alguna diligencia o una compra que no logro hacer por la internet, pero esa aventura no tarda más de los quince o veinte minutos que puedo soportar en la absurda realidad de la calle.