La semana pasada logré llegar a los 75 y fue muy satisfactorio saber que ninguno de mis amigos lo recordó. De veras esperaba que nadie lo recordara, pues nada me molesta más que ese Feliz cumpleaños que finalmente sale de los más profundo del fingimiento. Esas dos palabras, inseparables como el amor y el odio, ya no dicen nada, hace mucho rato perdieron su esencia y se cantan solo por cantarlas. Por eso, aunque suene a perogrullada, resulta paradójico que a una persona le deseen que sea feliz ese día, cuando en verdad debiera ser motivo de pesadumbre si se mira desde el ángulo fatalista de la antítesis que reza: No se cumple un año más de vida sino uno menos.
Lo que quiero decir es que no soy de celebraciones. Me incomodan sobremanera. En cuanto me ha sido posible, he huido de los gritos destemplados que pretenden expresar un deseo que, lo repetiré, no es más que un mero formalismo social que va en contravía de la realidad. Fue por eso que mi compañera de todos los días guardó prudente silencio, aunque no pudo evitar mirarme por un momento. Fue por eso que mis dos hijos se ocuparon de sus asuntos y seguramente me agradecieron que no los hubiera puesto a palmotear por nada. Solo mi madre, por evidentes razones, madrugó a saludarme y desearme que viviera tantos años como ella. Gracias, madre, pero creo que 75 son más qusuficientes.
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A los 75 ya no me preocupa el paso del tiempo, lo que es significativamente ventajoso si se tiene en cuenta que los viejos tienden a desempolvar nostalgias y a recrearlas sin cesar con la intervención cómplice de los olvidos cotidianos. Lo que fue no me anima a la evocación constante, ni lo que será me incita a los proyectos ambiciosos, porque si ante ambicioné muy poco, ahora ya no ambiciono nada. Algunos suelen sentenciar que hay que vivir como si fuéramos a morir mañana, dando a entender que debemos hacerlo intensamente. Ya lo hice a mi manera. Ahora… ¿Vivirías intensamente si supieras que vas a morir mañana?
C O L O F Ó N._ Cuando aún podía hacer alarde de mi intrépida juventud, tropecé una y mil veces con las dudas, las paradojas y las contradicciones que le dieron razón a mi vida. Yo también llegué a creer que los viejos, por ser viejos y no por otra razón, alcanzaban el don de la sabiduría. Ahora, cuando ya estoy viejo, debo reconocer que no soy más sabio que cuando tenía veinte años y me ufanaba de saberlo todo. Aún tropiezo con los equívocos y a pesar del dolor que me causan, no logro aprender. Quizás sí he acumulado un poco más de conocimiento enciclopédico, de ese que de nada sirve en la vida práctica y sí mucho a la hora de resolver crucigramas.
¡Qué mentira esa de que los viejos son más sabios!