Hace poco pasó por mi calle un viejo (tan viejo como yo) pateando una pepa de singla. Me quedé mirándolo, tan en lo suyo, sin importarle nada a su alrededor. Media cuadra atrás vi venir un vehículo con equipo de perifoneo anunciando un circo: el Royal Dumbar. ¿Será el mismo? me pregunté. El viejo pasó a segundo plano porque el nombre del circo desvió mi atención, haciendo que las imágenes cinceladas por el recuerdo evocaran tiempos que cada vez se tornan más lejanos.
No sé cuál sería mi edad en aquel entonces, pero aún era un niño. ¿Doce? Posiblemente. Vivía en casa de mi abuela, a medio trecho de la calle de “Los Tramposos”, cuando una tarde pasó un automóvil con un enorme corneta altoparlante en el techo. Anunciaba que por corto tiempo estaría en Roldanillo, frente a la bomba de Ciro Jiménez, un circo: el famoso Royal Dumbar, uno de los más grandes que recorrían el centro y sur de América. Tres pistas, los mejores artistas de carpa, los payasos más chistosos, un mago mejor que Mandrake, variedad de animales amaestrados (incluyendo un elefante que levantaba las patas delanteras para barritar), tigres de Bengala, trapecistas sincronizados como un Rolex, contorsionistas con huesos de plastilina… En fin: lo máximo. Le dije a mi abuela que me iba a asomar por allá, que iba a ver qué tan grande era ese circo. Mi abuela respondió que sí era como el Atayde, entonces sí era grande. Y agregó que iba a comprar material para hacer unas empanadas que vendería frente a la carpa.
Un montón de madera, que luego sería la gradería y el tablado de la pista, se veía desde lejos. Muchos hombres iban y venían cargando cosas. Algunos cavaban para fijar estacones. Me acerqué con curiosidad. “Oiga, chino, páseme esa barra”, me dijo uno. Le pasé la barra. “Páseme ese tarugo, chino”. Le pasé el tarugo. Y así, una cosa y la otra hasta que me convertí en ayudante de primera mano y, de carambola, en alguien con derecho a entrar gratis a la primera función.
El Royal Dumbar quedó listo.
—Pero solo armaron una pista. ¿Acaso no eran tres?
—Si, pero una era suficiente para cumplir la promesa.
—¿Cuál promesa?
—Ya le digo. Es que en el Royal Dumbar trabajaba un muchacho que era de Roldanillo; del barrio Ipira, aseguran. Cierto día de un mes incierto este muchacho fue con el hijo del dueño del circo, un joven flaco de nombre Wilson, a nadar a un río ancho y profundo… el Magdalena, creo. Estaban disfrutando y asumiendo retos que cada uno imponía aumentado dificultades en su cumplimiento, cuando un calambre puso en aprietos al joven Wilson. El río se lo iba tragando y de seguro se habría ahogado si el muchacho de Roldanillo no hubiera nadado como el mejor para agarrarlo del pelo y llevarlo hasta la orilla. Como en los cuentos infantiles, el papá del joven Wilson le dijo al de Roldanillo que pidiera algo para compensarlo, si estaba dentro de sus capacidades hacerlo. El de Roldanillo solo pidió que el circo Royal Dumbar fuera a su pueblo. Así será, le prometió el dueño. Y se llevó en camiones una de las tres pistas, descargándola donde quedó dicho: Frente a la bomba de Ciro Jiménez.
Les cuento que no sólo estuve en la primera función: estuve en todas. Pero no como espectador del montón sino como un artista más, pues un señor de enorme barriga y que mostraba cierto mando me preguntó si quería encargarme del cajón de dulces y cigarrillos. Sí señor, le contesté, sin pensarlo dos veces. Y sin pensarlo dos veces me enfundé una chaquetilla verde que no pude llenar del todo, me tercié el cajoncito de madera y me fui por la gradería ofreciendo los Parliament, los Luky Strike, los Kool mentolados, las bananas de miel, las almendras, las chocolatinas, las galletas de vainilla.
Royal Dumbar en 1962
Veinte años después, sin preámbulos ni historias de sustento, incluí en “Cotidiana”, mi cuarto libro, este poema:
ROYAL DUMBAR STAR CIRCUS
En el centro de la pista
el malabarista compite con su habilidad
mientras un indiscreto payaso de vespertina
intenta arrancar aplausos con una parodia.
Junto a ellos,
la trapecista de las lentejuelas opacas
aparece doblando las muñecas
y esforzando una sonrisa
que no alcanza a ocultar el diente ausente.
Luego se presenta el mago
con un negro sombrero de cartón
y capa de popelina
y hace desaparecer una baraja que nunca recuperaría
por lo cual trata de convertir su vara mágica
en un pañuelo rojo,
para cederle el paso a los del trapecio
y al equilibrista
y a la contorsionista casi imposible
y al cantor de boleros en los intermedios…
En el centro de la pista
los reyes de la risa se golpean con palmetas
en tanto que más allá,
justo en medio del público de galería,
Aníbal Manuel va ejecutando su difícil suerte
de vendedor de cigarrillos, dulces y recuerdos.
Era el año de 1962
en un circo de media pista.