La semana pasada logré llegar a los 75

La semana pasada logré llegar a los 75 y fue muy satisfactorio saber que ninguno de mis amigos lo recordó. De veras esperaba que nadie lo recordara, pues nada me molesta más que ese Feliz cumpleaños que finalmente sale de los más profundo del fingimiento. Esas dos palabras, inseparables como el amor y el odio, ya no dicen nada, hace mucho rato perdieron su esencia y se cantan solo por cantarlas. Por eso, aunque suene a perogrullada, resulta paradójico que a una persona le deseen que sea feliz ese día, cuando en verdad debiera ser motivo de pesadumbre si se mira desde el ángulo fatalista de la antítesis que reza: No se cumple un año más de vida sino uno menos.

Lo que quiero decir es que no soy de celebraciones. Me incomodan sobremanera. En cuanto me ha sido posible, he huido de los gritos destemplados que pretenden expresar un deseo que, lo repetiré, no es más que un mero formalismo social que va en contravía de la realidad. Fue por eso que mi compañera de todos los días guardó prudente silencio, aunque no pudo evitar mirarme por un momento. Fue por eso que mis dos hijos se ocuparon de sus asuntos y seguramente me agradecieron que no los hubiera puesto a palmotear por nada. Solo mi madre, por evidentes razones, madrugó a saludarme y desearme que viviera tantos años como ella. Gracias, madre, pero creo que 75 son más qusuficientes.

***

A los 75 ya no me preocupa el paso del tiempo, lo que es significativamente ventajoso si se tiene en cuenta que los viejos tienden a desempolvar nostalgias y a recrearlas sin cesar con la intervención cómplice de los olvidos cotidianos. Lo que fue no me anima a la evocación constante, ni lo que será me incita a los proyectos ambiciosos, porque si ante ambicioné muy poco, ahora ya no ambiciono nada. Algunos suelen sentenciar que hay que vivir como si fuéramos a morir mañana, dando a entender que debemos hacerlo intensamente. Ya lo hice a mi manera. Ahora… ¿Vivirías intensamente si supieras que vas a morir mañana?

C O L O F Ó N._ Cuando aún podía hacer alarde de mi intrépida juventud, tropecé una y mil veces con las dudas, las paradojas y las contradicciones que le dieron razón a mi vida. Yo también llegué a creer que los viejos, por ser viejos y no por otra razón, alcanzaban el don de la sabiduría. Ahora, cuando ya estoy viejo, debo reconocer que no soy más sabio que cuando tenía veinte años y me ufanaba de saberlo todo. Aún tropiezo con los equívocos y a pesar del dolor que me causan, no logro aprender. Quizás sí he acumulado un poco más de conocimiento enciclopédico, de ese que de nada sirve en la vida práctica y sí mucho a la hora de resolver crucigramas.

¡Qué mentira esa de que los viejos son más sabios!

¿QUÉ LE OCURRIÓ CON CERTEZA A EINSTEIN?

Casi todo lo que escribo son ficciones basadas en la realidad. A veces escribo realidades basadas en la ficción.


Aquella mañana del miércoles 18 de junio de 2003 escuché el timbre de mi teléfono. Como la señal se repetía varias veces, Beatriz, mi compañera, me lo hizo notar. Cierto, le dije, está sonado. Desde luego que lo había escuchado. Solo estaba preparando las palabras adecuadas para contestar. La llamada era de la secretaria del Fiscal General y tenía por objeto comunicarme que debía presentarme el lunes 23 a las ocho de la mañana para realizar las diligencias previas a mi nombramiento en esa entidad. Los aspirantes éramos diez profesionales, la mayoría abogados.

Comenzamos con una etapa de instrucción sobre las funciones de la Fiscalía y las que deberíamos cumplir en los diversos cargos para los que habíamos optado. Después de una semana de charlas y otras actividades teóricas, todos debíamos someternos a una evaluación psicológica. Los psicólogos tienen el poder de intimidarme con facilidad, pues me hacen temer que descubran lo que en una noche de insomnio me llegó como una revelación: De no haber sido por la literatura yo quizás fuera hoy en día un asesino serial o, en todo caso, un consumado y exitoso delincuente.

La psicóloga Sandra Bohórquez abrió un folder en el que pude ver mi nombre: José Ignacio Taborda. Ella intentó una charla informal, pero no pudo evitar echar mano del bisturí para hacerme una incisión en el cerebro y saber qué había en mis pensamientos. Sin darle vueltas al asunto, arrojó sobre el escritorio un montón de preguntas que yo respondí, unas directamente y otras mediante formularios que contenían una larga lista de interrogantes. Me sometió a test de aptitudes y habilidades y me evaluó en mi criterio de selección en situaciones críticas.

La sesión duró tres horas. La sicóloga cumplió a cabalidad su rol superior y hasta el final estuvo a la altura de quien entra en las personas como si tuviera pase abierto.

Luego de estrechar mi mano para la despedida, me citó a las ocho. A la salida del consultorio me encontré con otro de los aspirantes (paisano mío, por cierto) quien me preguntó cómo me había ido. Le contesté que estaba citado para el día siguiente, a lo que expresó con sorpresa: “¡Qué raro! A mí ya me mandaron a la oficina de Recursos Humanos para firmar el contrato”. De repente una duda me tocó el hombro y me obligó a regresar para preguntarle a la psicóloga: ¿A las ocho de la mañana o a las ocho de la noche?

Al día siguiente fui sometido a nueva evaluación. Pasados unos cuarenta y cinco minutos me entregó un documento y me remitió donde el psiquiatra.

—¿Dónde el psiquiatra? Debo estar muy loco, doctora. —le dije forzando una sonrisa que me salió bien falsa, por cierto.

 —No crea. Solo he detectado una señal que requiere de valoración calificada, teniendo en cuenta el cargo que usted entraría a desempeñar en la Fiscalía.

—Ahhh, entonces apenas estoy un poco loco.

Esta vez mi sonrisa fue verdadera, pero puedo asegurar que la sicóloga no alcanzó a notar la diferencia. Es que yo también la estaba analizando.

 El camino hacia el psiquiatra fue tortuoso, debido a las ideas que uno tiene de esos intrusos de la mente. Sin embargo, me recibió una persona de unos cincuenta años, de voz amable y suaves modales. Yo esperaba que me hiciera acostar en un diván, en cambio me invitó a sentarme en un sofá tapizado en cuero. Empezamos a hablar de nimiedades como el clima, el partido del domingo… cosas como esas que luego condujeron a detalles de mi niñez (fue un desastre para mí, doctor) y mi juventud (fue un desastre para mi mamá, doctor) y mi adultez (he logrado llegar a ella a pesar de los desastres, doctor). Luego me preguntó por mi vida social (No tengo, doctor), mis amigos (No tengo, doctor), la frecuencia con que me veía con ellos. Le interesó saber qué hacía cada día. (Lo mismo, doctor) ¿Y los domingos? (Lo mismo, doctor). En fin, me hizo una radiografía charlada, terminando con un diagnóstico que me dejó congelado a pesar de los preámbulos que utilizó para que el golpe fuera como el de una enamorada que finge enojo: No tan fuerte, pero con efectos anonadantes.

—Usted no tiene historial clínico, solo hasta ahora. ¿Ha estado antes con sicólogo o psiquiatra?

—Cuando era niño, mi madre tuvo la intención, pero había que ir hasta Pereira y eso se quedó en proyecto. —respondí, recordando los perversos consejos de la vecina entrometida que en voz alta le dijo: “Llévelo a un psicólogo” y luego le susurró al oído: “…a una correccional”.

—Hummm…

El psiquiatra quedó pensativo. Apoyaba el mentón sobre la mano derecha, sin quitarme la mirada.

—¿Sabe que es el asperger? —me preguntó, ahorrando tecnicismos.

—No, doctor. Leo mucho y trato de informarme de todo un poco, pero de eso no había oído nunca.

Entonces me ilustró sobre el asperger y el autismo, me detalló algunos aspectos y diferencias, incluso se refirió a genios de la humanidad que pudieron ser diagnosticados con el TEA, siglas para suavizar la presencia, en una persona, de los Trastornos del Espectro Autista.

—Queda usted clínicamente incluido en el club. Pero no se alarme. Usted es una persona normal. O casi, pues nadie es normal. Ni siquiera yo lo soy. ¿Sabía que Albert Einstein salió un día a dar una vuelta por ahí y terminó extraviado, sin saber cómo regresar a la casa donde había vivido largo tiempo? Entonces encontró una cabina telefónica y llamó y cuando preguntó si esa era la casa de Albert Einstein le contestaron que sí, pero que no se encontraba. El genio de las matemáticas replicó con algo de impaciencia: Pues claro que sé que no se encuentra. ¡Quién cree que le está hablando!

El psiquiatra retornó a su actitud pensativa. No dejaba de mirarme, igual que lo hace en científico cuando estudia un virus desconocido.

—Usted es una persona normal, como Einstein o como…

—Doctor, según lo que me ha contado, él era un genio de las matemáticas, pero ahora me dice que era una persona casi normal.

Yo había escuchado la anécdota en cuatro versiones más. Todas me parecían salidas de la imaginación. Durante un rato estuvimos discutiendo sobre la autenticidad de lo contado, hasta que terminó sentenciando:

—Usted encaja en las personas que, de alguna manera, presentan expresiones de los TEA. Pero eso no le he impedido desarrollar una vida normal, dentro de los estándares de la normalidad. En todo caso, no se preocupe; usted puede desempeñarse sin problemas en cualquier actividad productiva, con algunas pocas restricciones y siguiendo algunas recomendaciones y controles, en lo que respecta a la Fiscalía. En un mes lo espero por aquí. Después será cada tres meses.

En realidad, no estaba preocupado por el diagnóstico sino por dos razones. La primera, haber conocido una quinta versión del extravío de Einstein y que ninguna fuera lógica para mí. ¿Qué le ocurrió con certeza a Einstein?  La segunda, pensar que el gran matemático estuviera asistido por personas que no lograban reconocer su voz cuando hablaba por teléfono. Y por ahí se me atravesó una tercera preocupación: No saber por qué en los momentos de mayor desasosiego le dicen a uno: No se preocupe.

EL TORERO DE LA VIDA

(Del libro "El otro que soy", en proceso de redacción)


Mario bajó zigzagueando por la pendiente para alcanzar la explanada. Yo me quedé sentado en el borde del barranco desde donde podía ver cómo hacía movimientos excesivamente fuera de lo normal, a los que agregaba gestos femeniles. Daba saltitos como cuando los niños van haciendo alarde de felicidad, tomó dirección hacia un becerro solitario al que apenas le asomaban los pitones. Mario quería lidiarlo. Y para parecer un auténtico torero metió las mangas de los pantalones dentro de los calcetines y anudó la camisa a la altura del ombligo. El becerro no quería ser lidiado y salió corriendo, lanzando coces al aire. Desde el barranco yo veía a mi amigo con los músculos tensos y las nalgas levantadas, postura ridícula que me causaba mucha risa.

El becerro detuvo la carrera por un momento, el suficiente para que Mario gritara: «¡Cantá una española!». Así le decíamos a los pasodobles interpretados por Joselito, "El niño prodigio de España", al que mi amigo trataba de imitar en los Viernes Culturales del Liceo. Pensé en “Clavelitos”, que es como una canción de tuna, pero al final decidí tararear “Doce cascabeles”, más apropiada para la ocasión. Mario hizo un ademán de impaciencia agitando los brazos con un movimiento de abajo hacia arriba. Luego, haciendo pantalla con las manos en las orejas, dio a entender que debía subir el tono porque no escuchaba mi canto. Por eso, despaché a todo pulmón los primeros versos:

«Doce cascabeles lleva mi caballo por la carreteeeera,  /  y un par de claveles al pelo prendidos lleva mi moreeeena…»

Los versos salieron destemplados. Mario zapateó sobre la hierba, mejor que un bailaor de flamenco sobre el tablado, llevando los brazos a la altura de la cabeza y doblando las muñecas al tiempo que movía los dedos para percutir unas castañuelas imaginarias. El becerro detuvo de nuevo la carrera. Mario caminó como los cisnes, empuñó una espada que solo él veía y la apuntó a la cerviz del animal. De un salto –que me hizo caer de bruces– bajé del barranco. El animal reanudó la huida hacia cualquier parte. El torero desistió y se resignó a la frustrada faena, volviendo a ser Mario. A trote corto regresamos para reintegrarnos al el grupo de compañeros que jugaban bajo la vigilancia de los profesores responsables del paseo de fin de mes, tan esperado por los estudiantes del Liceo. Quizás también por los profesores.

Mario era uno de los tres amigos más cercanos a mis afectos... En realidad solo tres eran mis únicos amigos contando al Ñato y Parafina. A Javier Ramos lo llamábamos El Ñato porque la cirugía que le practicaron sin ningún costo para corregirle el labio leporino le descolgó la nariz y no le evitó esa habla nasal que terminó por marginarlo. Parafina, de apellido Orozco, no podía haber tenido otro apodo. De piel descolorida –casi transparente– y cara pecosa, tenía otras característica que lo distinguía del resto: además de ser el más bajo de estatura, era el más tímido, el más callado, el más solo... el más maltratado. Su papá le castigaba de manera despiadada y no perdia oportunidad de ridiculizarlo frente a todo el mundo. Lo odiaba, no quedaba duda. Eso lo arrinconó igual que a una rata, con la diferencia de que las ratas tienen más chance de escapar. En cambio, Mario Palacios era el más alto del salón, vestía bien incluso en casa. Su trato con los demás tenía un toque de especial amabilidad. En fin, era un muchacho normal, excepto por un pequeño detalle, según el pensar de los Otros: le gustaban los hombres. Pienso ahora que habría sido más afortunado si en vez de ser un marica que, por desgracia, aterrizó en un tiempo y ámbito saturados de prejuicios, la vida le hubiera premiado con la lepra. Es que a leguas se notaba que los Otros eludían su presencia con más repugnancia a la mariconería que a la enfermedad. A él no le importaba. Se autonombraba Mario de los Palacios e incluso escribía su nombre con la o final un poco girada hacia la derecha, en un ángulo que dejaba la posibilidad de ser una "a", de modo que también podía leerse: Maria (sin tilde). Maria de los Palacios.

¿Qué nos unía? Solo una cosa: la exclusión de la manada. Sin embargo, aquello que nos unía rara vez nos juntaba. Tal vez en parejas, cuando estábamos en El Liceo; pero casi nunca a los cuatro cuando salíamos del salón a gozar de los veinte minutos de descanso. Supongo que era por el fundado temor a convertirnos en el blanco de burlas y comentarios zahirientes o, cuando menos, de miradas maliciosas.

Hace poco vi a Mario sentado en la barra de una heladería de la Avenida Cuarta. En un comienzo dudé. ¿En verdad era Mario? Sí, era él. Habían pasado los años –treinta, quizás– pero los recuerdos mantenían vigentes nuestros rostros, como si durante todo ese tiempo hubiéramos andado y desandado el mismo camino sin perdernos de vista. Mientras caminaba hacia él, puse mi mano con las palmas hacia abajo sobre mis cejas, a manera de visera, uno de los gestos que utilizábamos para comunicarnos sin palabras. Mario hizo lo mismo, como en los viejos tiempos. De veras sentíamos gran alegría por encontrarnos otra vez. Se levantó de la barra con los brazos abiertos y luego, con un apretujón prolongado que transmitía calidez, unió el pasado con el presente y le dio continuidad a una charla que se detuvo con brusquedad aquella tarde cuando, harto de recibir garrote social, él decidió salir por la puerta trasera con una maleta cuero en la mano y en su corazón el propósito de llegar a la capital para jamás regresar.

El día de su partida la casualidad me hizo pasar por el paradero de los buses que hacían estación por veinte minutos en la tienda de don Ricardo Posso. Lo vi asomado por una de las ventanillas reteniendo las últimas imágenes de lo que seguramente no recobraría jamás. Le pregunté para donde iba. Él me respondió que a casa de una tía que vivía en la capital. Y agregó con tono firme: «A este pueblo de mierda no vuelvo ni a recoger los pasos, pero vos y yo algún día nos volveremos a ver».

—¿Recordás ese día?

—Claro que lo recuerdo, Mario. Aquí estamos cumpliendo esa promesa.

—Contame… ¿Qué ha sido de tu vida?

—Pues nada del otro mundo. Es decir: cuando terminé el bachillerato entré a la universidad y me recibí como abogado, me dediqué al litigio, me casé y tengo dos hijos. Lo típico, ya sabés. ¿Y vos, Mario?

—Ah,, mi vida. Mi vida ha sido tan llena de aventuras como la tuya: Obtuve el título de arquitecto, trabajo con Campuzano Rojas y Asociados y aún no me caso ni tengo hijos. —contestó, fingiendo tristeza —¿Sabés por qué? Porque en mi camino no se ha cruzado el hombre que he soñado desde que estábamos en la escuela. —concluyó, acompañando sus palabras con mohines y pucheros exagerados que me obligaron a sonreir con socaronería. Mario, en cambio, soltó una estruendosa carcajada que atrajo las miradas de quienes estaban a nuestro alrededor. Este era otro Mario que yo no conocía: locuaz, natural, desparpajado, mas no ordinario. Y muy perspicaz.

Poco a poco nos fuimos hundiendo en los recuerdos. Aunque rápidamente regresamos a la superficie al comprender que era mejor afianzarnos al presente si no queríamos ahogarnos en las tribulaciones, en los resentimientos que se van pegando a nuestras vidas como bancos de rémoras.

—¿Qué habrá sido del Ñato? —le pregunté dando un giro brusco a la conversación.

—Hasta donde tengo noticias, el Ñato murió hace siete años en un accidente. No supe cómo, ni quise averiguar, pero me golpeó el ánimo por muchos días porque de verdad lo apreciaba; lo apreciaba muchísimo, como a vos y a Carlos.

—¿A quién?

—A Parafina.

—Ah, sí, ese era el nombre. Lo recuerdo mucho porque era un muchacho muy callado. ¿Qué será de Parafina?

—Lo mataron hace como cinco años. Cosas del destino, querido. Se metió en negocios turbios y al final estuvo dedicado al oficio del sicariato —contestó Mario, haciendo énfasis burlón al pronuniar la palabra "oficio" y buscando en mi rostro una muestra de asombro. Prosiguió: —Con un padre como el de Orozco, hasta San Romualdo se habría dedicado al mismo oficio ¿No creés?

Arqueaba las cejas y entornaba los ojos mientras hablaba, ademán que acompañaba tocando suavemente mi brazo con la punta de los dedos cada vez que le ponía un punto seguido a alguna frase que para él era destacable. Me sumí en el silencio. Mario no me apartaba su mirada. La mía estaba puesta en el vacío.

—Con un padre como el de Parafina no queda más que darle la razón a Rousseau, por aquello de que el hombre nace bueno y...

—Y la sociedad lo vuelve malo —cortó mi amigo.

Regresamos al silencio. Es que el rencor, ése que no pudimos desprender de nuestra niñez, no era de expresar con palabras. Entonces recordé el día en que el papá de Parafina fue citado por el director para recibir quejas por una falta que había cometido su hijo. El señor no fue a la Dirección sino que entró en tromba al salón de clases. Con la ira quemándole el rostro y enrojeciendo sus ojos, se sacó el cinturón y agarrando a Parafina de una oreja lo levantó del pupitre ante el asombro de todos. Los azotes no se hicieron esperar. Nadie se atrevió a pestañear. Ni siquiera el profesor. Parafina siguió recibiendo azotes y los gritos de ruego se escucharon por todo el corredor hasta la puerta de salida del Liceo: «Ay! ¡Ay! ¡No me pegue más, apacito, que no lo vuelvo a hacer!».

Todavía lo escucho.Siento ahora mismo el impulso de buscar a ese señor y arrastrarlo de las orejas para darle su merecido. Pienso que Parafina no se dedicó al oficio del sicariato. Es que su papá se lo inculcó y le puso una pistola en la mano para que lo ejerciera.

Para ahuyentar esa imagen desagradable le pregunté a Mario:

—Bueno,¿Y vos todavía seguís intentando torear becerros?