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A fernando Llanos, quien también sufrió esta penitencia
Cuando recibí el sacramento católico de la comunión nadie me preguntó si estaba de acuerdo o no con participar en ese rito, pues en la escuela los profesores de aquella época daban por sentado que todos los que andábamos entre los ocho y los diez años de edad estábamos obligados a cumplir con ese "signo eficaz de la gracia" supuestamente instituido por Jesús, aunque en realidad Jesús fue apenas autor intelectual de algunas de esas imposiciones de la iglesia. Pero primero había que seguir un protocolo que iniciaba con la preparación religiosa mediante un sistemático lavado y planchado de cerebro aplicado en cuatro sesiones durante cuatro viernes. Luego seguía la temida confesión, acto de humillación que lo dejaba a uno con esa sensación de desnudez vengonzosa que nunca se olvida.
En mi caso, la experiencia fue más que traumática y dejó una impronta de alto relieve en la memoria: Mi confesor fue un cura franciscano que iba de paso por el pueblo en misión de adoctrinamiento. De baja estatura, de panza abultada y rostro grasiento, sudaba a chorros bajo el sayal marrón. Con tono casi militar ordenó que me arrodillara frente a él. ¡Confiese sus pecados! empezó. Yo temblaba agonizante de pánico. A pesar de los cuatro viernes de preparación, el señor Rosales, mi maestro en tercero, no advirtió que la cosa era de esa manera; de modo que, aturdido y desamparado y por más que escudriñara en la conciencia, no me encontraba pecados. ¡Confiese! ¡Confiese! Todo quedó en una penumbra que sólo yo podía percibir. En esa área que fija el límite entre lo divino y lo humano, solo el cura y ese niño -que era yo- eran visibles a los ojos de los que esperaban turno para dejar al descubierto sus atroces faltas. De repente sentí que unas manos me agarró con fuerza de los hombros y me estrujó como a un saco de papas. En mi desconcierto, apenas pude imaginarme como un muñeco de trapo, sin voluntad y sin vida.Entonces, el instinto de conservación me mostró una salida y alcancé a balbucear: Acúsome, padre, que yo... que yo... que yo le digo mentiras a mi mamá El piso de mosaicos de la iglesia se abrió y en fondo de un abismo profundo alcancé a ver las llamaradas del infierno. ¡Qué más! ¡Qué más! ¡Confiese todos sus pecados! Con el corazón desbocado, abrí una a una todas las gavetas de mi conciencia, pero no encontraba otra cosa para confesar. Acúsome, padre, que yo... que yo... que yo le cogí a mi mamá una moneda de diez centavos para ir a mecatiar. Pobre madre... Además de soportarme como hijo, tenía que cargar con el horror de mis terribles crímenes.
Sobra decir que esa fue mi primera y última confesión frente a un sacerdote.
Como si no fuera suficiente, mi primera comunión fue otro cuento. El domingo siguiente, muy a las seis de la mañana, me vistieron con el traje de paño que mi padrino había obsequiado para esa ocasión. Me sentía descargado de todo peso, como si hubiera recibido el beneficio de una rebaja de la pena, pese a que Satanás había dormido la noche anterior debajo de mi cama aguardando la ocasión para echarme zancadilla. A las siete y media de la mañana, en ayunas porque también era pecado comulgar con el estómago lleno, nos llevaron en formación desde la escuela Caldas a la iglesia de Las Mercedes. No recuerdo la celebración de la misa ni el momento en que recibí el cuerpo de Cristo transformado en una pequeñísima oblea. Lo que sí no se ha borrado de mi memoria es la salida de la iglesia y el momento en que le dije a uno de mis compañeritos de aula: Esa cosa no sabe a nada.
Luego nos llevaron de regreso a la escuela y allá nos dieron chocolate con pandebono de La Palma y un vasito de crema como postre. Fue algo delicioso que disfruté con fruición, hasta cuando llegó mi padre y, desde la puerta del salón me hizo señas. Tenía que ayudarle a cargar unas tablas que había comprado y cortado en la agencia de don Oliverio Parra. Es que para mi padre no había domingo de descanso. Y para mí, tal vez, no había otra penitencia a cumplir.
Han transcurrido sesenta y ocho años desde aquel domingo 18 de mayo de 1958. Sobra decir que esa fue mi primera comunión. Y la última de mi vida.