Casi todo lo que escribo son ficciones basadas en la realidad. A veces escribo realidades basadas en la ficción.
Aquella mañana del miércoles 18 de junio de 2003 escuché el timbre de mi teléfono. Como la señal se repetía varias veces, Beatriz, mi compañera, me lo hizo notar. Cierto, le dije, está sonado. Desde luego que lo había escuchado. Solo estaba preparando las palabras adecuadas para contestar. La llamada era de la secretaria del Fiscal General y tenía por objeto comunicarme que debía presentarme el lunes 23 a las ocho de la mañana para realizar las diligencias previas a mi nombramiento en esa entidad. Los aspirantes éramos diez profesionales, la mayoría abogados.
Comenzamos con una etapa de instrucción sobre las funciones de la Fiscalía y las que deberíamos cumplir en los diversos cargos para los que habíamos optado. Después de una semana de charlas y otras actividades teóricas, todos debíamos someternos a una evaluación psicológica. Los psicólogos tienen el poder de intimidarme con facilidad, pues me hacen temer que descubran lo que en una noche de insomnio me llegó como una revelación: De no haber sido por la literatura yo quizás fuera hoy en día un asesino serial o, en todo caso, un consumado y exitoso delincuente.
La psicóloga Sandra Bohórquez abrió un folder en el que pude ver mi nombre: José Ignacio Taborda. Ella intentó una charla informal, pero no pudo evitar echar mano del bisturí para hacerme una incisión en el cerebro y saber qué había en mis pensamientos. Sin darle vueltas al asunto, arrojó sobre el escritorio un montón de preguntas que yo respondí, unas directamente y otras mediante formularios que contenían una larga lista de interrogantes. Me sometió a test de aptitudes y habilidades y me evaluó en mi criterio de selección en situaciones críticas.
La sesión duró tres horas. La sicóloga cumplió a cabalidad su rol superior y hasta el final estuvo a la altura de quien entra en las personas como si tuviera pase abierto.
Luego de estrechar mi mano para la despedida, me citó a las ocho. A la salida del consultorio me encontré con otro de los aspirantes (paisano mío, por cierto) quien me preguntó cómo me había ido. Le contesté que estaba citado para el día siguiente, a lo que expresó con sorpresa: “¡Qué raro! A mí ya me mandaron a la oficina de Recursos Humanos para firmar el contrato”. De repente una duda me tocó el hombro y me obligó a regresar para preguntarle a la psicóloga: ¿A las ocho de la mañana o a las ocho de la noche?
Al día siguiente fui sometido a nueva evaluación. Pasados unos cuarenta y cinco minutos me entregó un documento y me remitió donde el psiquiatra.
—¿Dónde el psiquiatra? Debo estar muy loco, doctora. —le dije forzando una sonrisa que me salió bien falsa, por cierto.
—No crea. Solo he detectado una señal que requiere de valoración calificada, teniendo en cuenta el cargo que usted entraría a desempeñar en la Fiscalía.
—Ahhh, entonces apenas estoy un poco loco.
Esta vez mi sonrisa fue verdadera, pero puedo asegurar que la sicóloga no alcanzó a notar la diferencia. Es que yo también la estaba analizando.
El camino hacia el psiquiatra fue tortuoso, debido a las ideas que uno tiene de esos intrusos de la mente. Sin embargo, me recibió una persona de unos cincuenta años, de voz amable y suaves modales. Yo esperaba que me hiciera acostar en un diván, en cambio me invitó a sentarme en un sofá tapizado en cuero. Empezamos a hablar de nimiedades como el clima, el partido del domingo… cosas como esas que luego condujeron a detalles de mi niñez (fue un desastre para mí, doctor) y mi juventud (fue un desastre para mi mamá, doctor) y mi adultez (he logrado llegar a ella a pesar de los desastres, doctor). Luego me preguntó por mi vida social (No tengo, doctor), mis amigos (No tengo, doctor), la frecuencia con que me veía con ellos. Le interesó saber qué hacía cada día. (Lo mismo, doctor) ¿Y los domingos? (Lo mismo, doctor). En fin, me hizo una radiografía charlada, terminando con un diagnóstico que me dejó congelado a pesar de los preámbulos que utilizó para que el golpe fuera como el de una enamorada que finge enojo: No tan fuerte, pero con efectos anonadantes.
—Usted no tiene historial clínico, solo hasta ahora. ¿Ha estado antes con sicólogo o psiquiatra?
—Cuando era niño, mi madre tuvo la intención, pero había que ir hasta Pereira y eso se quedó en proyecto. —respondí, recordando los perversos consejos de la vecina entrometida que en voz alta le dijo: “Llévelo a un psicólogo” y luego le susurró al oído: “…a una correccional”.
—Hummm…
El psiquiatra quedó pensativo. Apoyaba el mentón sobre la mano derecha, sin quitarme la mirada.
—¿Sabe que es el asperger? —me preguntó, ahorrando tecnicismos.
—No, doctor. Leo mucho y trato de informarme de todo un poco, pero de eso no había oído nunca.
Entonces me ilustró sobre el asperger y el autismo, me detalló algunos aspectos y diferencias, incluso se refirió a genios de la humanidad que pudieron ser diagnosticados con el TEA, siglas para suavizar la presencia, en una persona, de los Trastornos del Espectro Autista.
—Queda usted clínicamente incluido en el club. Pero no se alarme. Usted es una persona normal. O casi, pues nadie es normal. Ni siquiera yo lo soy. ¿Sabía que Albert Einstein salió un día a dar una vuelta por ahí y terminó extraviado, sin saber cómo regresar a la casa donde había vivido largo tiempo? Entonces encontró una cabina telefónica y llamó y cuando preguntó si esa era la casa de Albert Einstein le contestaron que sí, pero que no se encontraba. El genio de las matemáticas replicó con algo de impaciencia: Pues claro que sé que no se encuentra. ¡Quién cree que le está hablando!
El psiquiatra retornó a su actitud pensativa. No dejaba de mirarme, igual que lo hace en científico cuando estudia un virus desconocido.
—Usted es una persona normal, como Einstein o como…
—Doctor, según lo que me ha contado, él era un genio de las matemáticas, pero ahora me dice que era una persona casi normal.
Yo había escuchado la anécdota en cuatro versiones más. Todas me parecían salidas de la imaginación. Durante un rato estuvimos discutiendo sobre la autenticidad de lo contado, hasta que terminó sentenciando:
—Usted encaja en las personas que, de alguna manera, presentan expresiones de los TEA. Pero eso no le he impedido desarrollar una vida normal, dentro de los estándares de la normalidad. En todo caso, no se preocupe; usted puede desempeñarse sin problemas en cualquier actividad productiva, con algunas pocas restricciones y siguiendo algunas recomendaciones y controles, en lo que respecta a la Fiscalía. En un mes lo espero por aquí. Después será cada tres meses.
En realidad, no estaba preocupado por el diagnóstico sino por dos razones. La primera, haber conocido una quinta versión del extravío de Einstein y que ninguna fuera lógica para mí. ¿Qué le ocurrió con certeza a Einstein? La segunda, pensar que el gran matemático estuviera asistido por personas que no lograban reconocer su voz cuando hablaba por teléfono. Y por ahí se me atravesó una tercera preocupación: No saber por qué en los momentos de mayor desasosiego le dicen a uno: No se preocupe.