CUANDO FUI JUGADOR DEL INDEPENDIENTE SANTA FE
No es por dármelas de crack, ni mucho menos, pero en 1965 fui jugador del Deportivo Independiente Santa Fe.
En ese tiempo éramos tan jóvenes que algunos apenas sí estábamos arribando a las contradicciones de la adolescencia. No teníamos ambiciones de riqueza inalcanzable ni sueños que fueran más allá de dominar la esférica como los grandes para ser fichados por un equipo del fútbol profesional colombiano. Jugar junto a las estrellas gauchas y cariocas era todo lo que le pedíamos al destino. Era todo lo que necesitábamos para lograr el más alto nivel de satisfacción brindado por la vida. Nadie hablaba de darle un sentido al presente para asegurar el futuro con un título profesional, pues estudiar en la universidad era un lujo que no podíamos darnos. Nadie, que yo recuerde, mostraba proyectos vitales a largo plazo. Todos íbamos por ahí, a veces en contravía, saboreando las glorias efímeras de un dribling, esperando la noche para recrear en la esquina de La Amistad el espectacular gol del triunfo y disfrutando sin responsabilidades del día que nos correspondía.
Éramos más de veinte y nos hacíamos llamar «Los Inocentes».El nombre fue por ese gusto a las ironías que adquieren los muchachos y que algunos aún conservamos.«Mazamorra», Humberto Lozano «Pin», Ernesto Lozano, Pedro «Mula» y Humberto Dávila. Los años han hecho mella en la fotografía. También en aquellos muchachos.
En ese ir y venir por las calles de Roldanillo, fue el fútbol lo que hizo nuestra cotidianidad. Todas las tardes, luego de llegar a la casa y tirar en cualquier parte los cuadernos escolares, caíamos en el potrero de don Segundo Santamaría, frente al taller Alemán, casi una manzana que sin permiso de nadie convertimos en nuestro Maracaná. Ese potrero fue el escenario de «picados» verdaderamente épicos. Cada partido lo jugábamos como si fuera una apuesta por la vida. La última apuesta. No corríamos para alcanzar el balón. Corríamos para alcanzar la gloria mínima de una gambeta que mereciera la estruendosa exclamación del público sentado en los andenes de enfrente. Y un soberano madrazo del gambeteado. Corríamos por las puntas como ejemplares de hipódromo, imaginando que éramos Pelé o un astro argentino de fama universal. Así lo hacía William Quintero, cuyo nombre real era Gilberto Antonio y a quien le decíamos el «Ché Boludo».
Él «Ché Boludo» arrancaba desde su arco y no paraba hasta que traspasaba con balón y todo la línea de corner contraria, pues casi nunca atinaba al arco. Solo eso le merecía estruendosos e inesperados aplausos. Que se sepa, el «Ché Boludo» nunca hizo un gol, pero se devoró todas las canchas. No alcanzó el nivel de un regular jugador, pero demostró que una desbocada también podía arrancar tantos aplausos como Manoel Dos Santos Garrincha.O el mismísimo Pelé
Despues de tanto trillar potrero, a alguien se le ocurrió que debíamos organizar un equipo de fútbol con todas las de la ley. Es decir: con estatutos escritos a mano en un cuaderno escolar, aporte semanal de diez centavos por parte de los socios -que eran los mismos jugadores, confección de uniforme, reuniones de junta y todo lo demás.
Y así lo hicimos. Sport Boys fue el flamante nombre que estampamos en las camisetas, justo arriba de nuestros corazones. Claro. No podía llamarse, por ejemplo, Deportivo Ipira o Atlético La Amistad, porque eso no sonaba bonito ni extranjero. Así empezamos, entonces. Poco a poco trascendimos las fronteras de la esquina de nuestro barrio para jugar en los escenarios deportivos de las veredas y corregimiento de Roldanillo. Hasta Huasanó y El Dovio fuimos a mostrar nuestra superioridad futbolística. Nada menos.
El equipo creció más rápido que nuestras expectativas y entre los cambios que se dieron estuvo el de la divisa. El Sport Boys pasó a denominarse Independiente Santa Fe de Roldanillo, curiosa escogencia de nombre porque nadie era seguidor del equipo bogotano. Nuestras preferencias iban hacia los dos equipos del Valle: El América y el Deportivo Cali.
No recuerdo de quién fue la idea, pero nuestra ingenuidad nos llevó a imaginar que si vestíamos el uniforme rojo y blanco y lo lucíamos para la toma de una fotografía que mandaríamos (de hecho, la mandamos) con una carta al Santa Fe de Bogotá, allá se entusiasmarían hasta el delirio -e incluso derramarían alguna lágrima de emoción, y de la utilería nos regalarían dos balones usados y un uniforme que doña Carmen Celeita, como no, re-cosería en su Singer para adaptarlo a nuestros flacos torsos.
¿Adivinan quien fue encargado de redactar la carta?
No me pregunten si el Santa Fe de Bogotá nos dio lo que pedímos. Pero la fotografía que le enviamos por correo aéreo sí la conservamos:
ARRIBA: Humberto Dávila, Chuco Sánchez, Héctor Neira, Carlos Vivas Vargas, Humberto Lozano García, Alvaro Castro "Cayayo", Manuel Sánchez Espitia, Aníbal Manuel.
ABAJO: Alberto Benítez, Luís Pérez Varela, Oliverio Sánchez Quiroga, Ernesto Lozano García, Germán Aguirre, Carlos Botero.
La foto es de 1965 o 1966. No importa la fecha exacta. Lo que importa es que ahí estamos con nuestras sueños y posibilidades. No pretendíamos devorar el mundo, aunque sí posábamos de irreverentes con una sociedad que no estaba sisbenizada pero que, de igual manera, ha mirado desde siempre por encima del hombro a otra sociedad a la que, con repulsión, llamaban «clase popular». Nosotros.
Ese era el Santa Fe. Ahí no está Oribel, a quien terminamos por rebautizar como «Rada». Su mamá era la dueña de la tienda La Amistad. No está Guido René Gutiérrez, el de la garra fina. Ni Edgar Rodríguez, el que volaba de palo a palo y por eso se le llamó Camerini. Ni Jaime Vivas, el de los mil amores. No están los hermanos Pérez, (Alfonso y Carlos «Canuto»). Tampoco está Héctor Cruz «Torina». Ni Heriberto Álvarez «Opita». Ni Adolfo Vivas «Lolo». Ni Bernardo Posso. Ni Pedro Rojas «El Ovejo». Ni Gabriel Millán, aquel muchacho que se puso una máscara de Blue Demon para conseguir unos pesos con emociones y terminó muerto a balazos por la policía. Ni... ni están todos aquellos que el tiempo y la memoria débil de este cronista ha borrado inexorablemente.
Han pasado muchos años desde que posamos para esa fotografía. Unos se fueron de Roldanillo y a veces vuelven. Otros marcharon definitivamente. Algunos se ataron al pueblo y por ahí van cargando con el pesado fardo de los recuerdos. Desde luego, ya no jugamos al fútbol, pero seguimos apostándole a la vida, corriendo como locos tras de otras esféricas.
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El 5 de agosto de 2017 me encontré con Elmo Cruz, quien llegó a la gallada de «Los inocentes» años después. Fuimos a la casa Ernesto Lozano. Nos dimos a la vieja manía de recordar y recordar ya desgastadas anécdotas y desempolvar viejas fotografías. Cuando caímos en la cuenta de lo repetitivos que nos habíamos vuelto, Ernesto exclamó: «¡Cómo pasa el tiempo!». Elmo coreó: «¡Quién sabe hasta cuando!» Yo solo hice un balance de aquellos muchachos que fuimos y lo resumí con una frase coloquial, de esas que se dicen por decir: Y pensar que nadie daba por ninguno de nosotros ni un pucho.